Nueva tertulia sobre el Quijote. Lo digo sin demora, las razones por las que los hijos actuales de don Quijote deberíamos estar decididos a creer a Quijote y a Panza, no tienen nada que ver con las posibilidades documentales o la apabullante cantidad de estudios eruditos que ha propiciado. Ni tampoco porque sea más fácil creer que no creer, como les ha ocurrido durante tantos siglos a los lectores de la Biblia. Sino que debería tener que ver, más bien, con la perspectiva que ofrezca al lector su manera de interrogar al relato. Dicho de otra manera, desde donde decida escuchar el lector la gran conversación a cuatro bandas (Narrador, Quijote, Panza y el Lector mismo) en que consiste hoy, a mi entender, la Lectura de este enorme relato. Libro constitucional del género Novela, del que muchos de los relatos que posteriormente ha inspirado son, por decirlo así, brillantes enmiendas.
¿Es cháchara o diálogo lo que mantienen a mandíbula batiente Quijote y Panza? ¿Es un despreocupado el narrador, o un inconsciente el autor que lo ha creado, al dejar conversar y conversar a dos tipos tan antitéticos, en lugar de ser el que cuente y lleve el mando del relato? ¿En qué medida su conversación, que ocupa la mayor cantidad de páginas de los capítulos hasta ahora leídos, los aguantan y elevan por un lado, y, por otro, a ellos los hacen fiables en lo que dicen y en lo que se dicen? La formulación de estas y otras preguntas, y de sus imposibles o provisionales respuestas, si las hubiere, requiere el acompañamiento necesario e inaplazable de un trabajo por parte del lector que siempre tiene como resultado un mayor grado de autoconocimiento y de conocimiento del mundo, una mayor capacidad crítica ante la obra de Cervantes y, sobre todo, la formación de una mirada distinta sobre las cosas y las personas que por ella pululan, que es la mirada de quien necesita desvelar y desvelarse las zonas aún difusas de la realidad desde la que lee, dándoles forma a través de la palabra y la estructura literaria de lo que está leyendo. Es un trabajo que implica, en definitiva, crear. Pues no otra cosa es lo que subyace en la expresión que tantas veces he repetido, y que es el santo y seña de todo lector activo o creativo : "lo importante no es lo leo sino que hago con lo que leo, y que hace lo que leo conmigo". Es en ese "que hago con lo que leo y que hace lo que leo conmigo" donde se encuentra toda la potencia creativa de este tipo de lector, que lo diferencia - también lo he repetido muchas veces - del lector pasivo o argumental (lo importante es sólo lo que leo) y del lector de la autoayuda (que sólo busca soluciones o respuestas inmediatas y exactas en lo que lee).
Repasando mis apuntes, tengo subrayado con diferentes colores que el Diálogo es un Estilo Dramático de Primer Orden, en el que:
El Narrador (en su zona de exposición) se detiene, porque no puede saber y quiere saber, en un silencio atento. Dando la palabra para ello a los personajes.
Los Personajes hablan para saber de sí mismos o que alguien sepa de ellos mismos lo que quizá ni ellos mismos conozcan. De la misma manera que el Narrador les escucha se escuchan.
El Lector escucha el silencio del Narrador que no sabe y quiere saber, y la voz de los personajes que tampoco saben. Y todo ese silencio del No Saber (que es lo que realmente se escucha con voz o sin ella) hace que la narración se mueva y que se ordene alrededor de todo lo que falta. No otra cosa es la vida. Y en justa correspondencia e importancia, la lectura y la escritura.
Quiere ello decir que Eso que escucha, o ese escuchar del Lector, es lo que a Él le hace su Lectura, que es de lo que debe compartir con los otros lectores de la tertulia, que es, una vez que lo haya pensado (escrito), el resultado de *lo que Él hace con lo que Aquella le hace.
Volviendo sobre el relato, y al hilo de esas anotaciones, el lector debería preguntase desde donde se haya colocado, ¿por qué el narrador decide dar la voz a los protagonistas, Quijote y Panza, cuando lo hace? ¿Para qué lo hace? ¿Es para que mantengan una conversación convencional, intrascendente, de acuerdo con los usos sociales de la época? ¿Puede ser el resultado equiparable a las conversaciones que mantenemos en la nuestra? ¿O es un intercambio verbal significativo en el que Quijote y Panza ponen en juego y arriesgan lo que son, haciendo sus discursos dependientes y necesarios? ¿Es decir, se escuchan y comparten el espacio del habla, y salen reforzados en su inteligencia y sensibilidad? ¿O lo que el lector escucha es que Quijote y Panza se dejan sitio para su intervención, diciéndose de esta manera, que están ahí en la narración para dejarse un sitio a sus respectivos monólogos? ¿O, todavía peor, intentan pisarse el turno de palabra tratando de anularse mutuamente? Vamos, como seguimos haciendo hoy con eso que llamamos campanudamente diálogo
viernes, 31 de marzo de 2017
jueves, 30 de marzo de 2017
DAN PENA
Te decía ayer que los hijos dan pena. No es algo personal, es algo constitutivo de ese empeño que tiene la especie humana en seguir aquí. Mis padres nunca me lo dijeron, pero ahora que lo recuerdo ya se lo que significaban la mayoría de sus silencios ante las fanfarronadas que le espetaba en la cara. Pena. No se arregla con el paso del tiempo. Fíjate en la perplejidad que los hijos manifiestan ante las cosas, se creen a pies juntillas que el mundo empezó el día que ellos nacieron, y eso te da pena. Fíjate en la buena voluntad que ponen cuando tienen ganas de ayudar o echar una mano en los asuntos domésticos, o de los otros, y dejan ver su falta de competencia, y eso te da pena. Si se ponen serios fíjate en la falta de consistencia que tiene su seriedad, y si les da por hacer bromas fíjate en la falta de ironía de que adolecen, fíjate, en fin, en la total transparencia de sus mentiras, son inasequibles al desaliento. Lo que te da mucha pena es comprobar que no se cansan de ser de vidrio. Al igual que cuando se ilusionan por nada y se desilusionan por menos que nada, te da pena la ingenuidad con que lo hacen, como si nada fuera en realidad todo. Te da pena las altas expectativas que le ponen a sus preguntas y la crueldad con que formulan sus respuestas. Te da pena su incompetencia para comprender lo que les pasa, y su incompetencia para hacer algo con lo que les pasa. Cuando cambian la frase milenaria, "solo sé que no sé nada" por su frase adánica, "solo sé que lo sé todo", te da pena no poder ayudarles en el largo recorrido de su ignorancia. Te da pena que se crean que su ignorancia tiene remedio con el paso de los años, y te produce dolor preguntarte la falta de sentido que tiene el que vuelvan a sufrir los mismos disgustos y sinsabores, los mismos desplantes y las mismas traiciones que tu ya sufriste. ¿Qué queda de la alegría fundacional, la alegría de los primeros años? La pena de haberla perdido para siempre. ¿Es qué nadie puede hacer nada por ellos? No me digas que te consuelas sabiendo que llevamos siglos, milinenios, que llevamos haciéndolo siempre, que todo el que nace debe empezar otra vez desde el principio. ¿No te parece más bien una fatal superstición, impropia de una especie que ha visitado el lado oculto de la luna? ¿No te estremece ser incapaz de llegar al lado oculto de ti mismo? ¿No es esa herencia, rebozada con el entumecimiento de la alegría original, la forma más acabada del abandono de tus hijos a su infausta suerte? ¿No es tu pena hija natural de esa colosal despreocupación?
miércoles, 29 de marzo de 2017
EN EL LADO OSCURO DE LOS SELFIES
Dices que los hijos dan muchas alegrías, no lo dudo, aunque convengamos, se dice menos, que también dan lástima. Hay mucho entumecimiento y filibusterismo en ese postureo familiar. Hay mucho arrobamiento en la aceptación de que la cara de los hijos es como se disfrazan bajo sus selfies. Quieres para ellos la gloria pero, ¿te preocupas de sus penas? No de que no las tengan, sino de que no puedes ocultarles que las tienen porque se las has dado cuando le diste la vida, pues también le diste el carnet de mortalidad. ¿No saben todavía lo que es ese documento? La gloria es aprender a enfrentarse a tan colosal ignorancia.
Fíjate en sus caras y en la arquitectura de sus cuerpos. En el diferente trato que han tenido con el tiempo. O que el tiempo ha tenido con ellos. Pon toda tu atención en los cuadros de esta exposición, que te adjunto. La autora acaba de salir de la adolescencia, y sabe lo que pinta y de lo que pinta. Aunque en la entrevista, duda sobre lo que dice. Por eso me parece honesta, y lúcida. No se ve al primer golpe de vista, pero los protagonistas de sus cuadros registran en sus rostros lo que hacen con lo que les hacen los que no están. Esa ausencia es, y los determina. Aunque mires el lado oscuro de sus selfies, no están solos. Estáis junto a la dolorosa incertidumbre y angustia que esos os ocultan.
LA ANGUSTIA MILLENNIAL
Fíjate en sus caras y en la arquitectura de sus cuerpos. En el diferente trato que han tenido con el tiempo. O que el tiempo ha tenido con ellos. Pon toda tu atención en los cuadros de esta exposición, que te adjunto. La autora acaba de salir de la adolescencia, y sabe lo que pinta y de lo que pinta. Aunque en la entrevista, duda sobre lo que dice. Por eso me parece honesta, y lúcida. No se ve al primer golpe de vista, pero los protagonistas de sus cuadros registran en sus rostros lo que hacen con lo que les hacen los que no están. Esa ausencia es, y los determina. Aunque mires el lado oscuro de sus selfies, no están solos. Estáis junto a la dolorosa incertidumbre y angustia que esos os ocultan.
LA ANGUSTIA MILLENNIAL
martes, 28 de marzo de 2017
FUERA DE LA LEY, PERO DENTRO DE LA JUSTICIA
"Y si no me cogen, el fulano al que le daré este relato no me venderá jamás, ha vivido en nuestra calle desde que yo recuerdo, y es mi amigo. Lo sé seguro". Final de la novela "La soledad del corredor de fondo", de Alan Sillitoe.
La justicia es aquello que la ley supone. Lo cual no quiere decir que esa suposición sea igual a equivalencia, o que justicia y ley sean lo mismo. Esa suposición, muy al contrario, está adherida a una distancia, o falta de coincidencia o sincronicidad, que existe entre justicia y ley. La ley se da en el tiempo histórico político y existe para ser puesta en práctica. La justicia solo existe en el ámbito de la poética y solo puede ser leída. Antigona, la Constitución Norteamericana, la Oración Fúnebre de Pericles, el Alcalde de Zalamea son textos solo para ser leídos y oídos. La ley del aborto o de los presupuestos del estado son textos para ser cumplidos al pie de su letra, incluida la letra de sus enmiendas. Dicho con otras palabras, no es lo mismo entender lo que nos rodea como un sistema de fuerzas que actúan entre sí (eso es hacer justicia), que entenderlo en términos de primacía de unas sobre otras (eso es cumplir la ley). La comprensión no termina nunca (eso es la sustancia de la justicia), pero los victoriosos creen que en la victoria hay una última palabra (eso es el imperio de la ley).
Entonces, ¿es contra esa incompletud que el cumplimiento la ley tiene siempre respecto al ideal que previamente te has hecho de la justicia, contra lo que se rebela el Fuera de La Ley Colín Smith? ¿Es eso lo que le hace tan difícil formar una comunidad de individuos verdaderamente dialogantes al salir del reformatorio? ¿Es eso lo que a ti te incapacita para lo mismo? Una vez cumplidos los 18 años, ¿le dirías a Smith, como rito de paso a la edad adulta, que se leyera la breve parábola de Franz Kafka, "Ante la ley". Comienza así:
"Ante la ley hay apostado un guardia. Se presenta a él un campesino que le pide que le deje entrar en la Ley. Pero el centinela le dice que en ese momento no le está permitido entrar. El hombre medita y luego pregunta si más tarde le será lícito entrar. Es posible, dice el guardia, pero no ahora."
Pasan los años y el campesino continúa en la puerta esperando a que el centinela lo deje entrar en el ámbito de la ley. Poco antes de morir el centinela le pregunta:
"¿Qué es lo que todavía quieres saber? Eres insaciable. Dime, dice el, campesino, si todos aspiran a entrar en la Ley, ¿cómo se explica que en tantos años nadie, fuera de mi, haya pretendido hacerlo? El centinela se da cuenta de que el hombre está ya al borde de la muerte, de manera que para alcanzar a su oído moribundo ruge sobre él: "Nadie sino tú podía entrar aquí, pues está entrada estaba destinada sólo para ti. Ahora me marcho y la cierro." Final de la parábola.
En tiempos en los que la confusión arrecia - la epidemia de los selfies ocultan hoy de forma más ostensible la dolorosa incertidumbre que acompaña a uno de los momentos más significativos de la existencia humana, el paso de la adolescencia a la edad adulta - te resulte muy tentador hacer coincidir la ley con la justicia. Eso es indignación. Y las palabras finales de Smith no podían ser una excepción, pues reflejan con acierto esa confusión a la que te someten. Te dice que no le importa ser un fuera de la ley, ya que dónde realmente quiere estar es dentro de la justicia, amparado por la lealtad de esas palabras que le entregara a su colega que no lo venderá jamás. Palabras que ya te han sido entregadas a ti para hacer lo que hará su amigo: haberlas leído desde la lealtad de tu presente. Palabras y lealtad similares a las que dice Antigona, la Constitución Norteamericana, la Oración Fúnebre de Pericles, el Alcalde de Zalamea.
La justicia es aquello que la ley supone. Lo cual no quiere decir que esa suposición sea igual a equivalencia, o que justicia y ley sean lo mismo. Esa suposición, muy al contrario, está adherida a una distancia, o falta de coincidencia o sincronicidad, que existe entre justicia y ley. La ley se da en el tiempo histórico político y existe para ser puesta en práctica. La justicia solo existe en el ámbito de la poética y solo puede ser leída. Antigona, la Constitución Norteamericana, la Oración Fúnebre de Pericles, el Alcalde de Zalamea son textos solo para ser leídos y oídos. La ley del aborto o de los presupuestos del estado son textos para ser cumplidos al pie de su letra, incluida la letra de sus enmiendas. Dicho con otras palabras, no es lo mismo entender lo que nos rodea como un sistema de fuerzas que actúan entre sí (eso es hacer justicia), que entenderlo en términos de primacía de unas sobre otras (eso es cumplir la ley). La comprensión no termina nunca (eso es la sustancia de la justicia), pero los victoriosos creen que en la victoria hay una última palabra (eso es el imperio de la ley).
Entonces, ¿es contra esa incompletud que el cumplimiento la ley tiene siempre respecto al ideal que previamente te has hecho de la justicia, contra lo que se rebela el Fuera de La Ley Colín Smith? ¿Es eso lo que le hace tan difícil formar una comunidad de individuos verdaderamente dialogantes al salir del reformatorio? ¿Es eso lo que a ti te incapacita para lo mismo? Una vez cumplidos los 18 años, ¿le dirías a Smith, como rito de paso a la edad adulta, que se leyera la breve parábola de Franz Kafka, "Ante la ley". Comienza así:
"Ante la ley hay apostado un guardia. Se presenta a él un campesino que le pide que le deje entrar en la Ley. Pero el centinela le dice que en ese momento no le está permitido entrar. El hombre medita y luego pregunta si más tarde le será lícito entrar. Es posible, dice el guardia, pero no ahora."
Pasan los años y el campesino continúa en la puerta esperando a que el centinela lo deje entrar en el ámbito de la ley. Poco antes de morir el centinela le pregunta:
"¿Qué es lo que todavía quieres saber? Eres insaciable. Dime, dice el, campesino, si todos aspiran a entrar en la Ley, ¿cómo se explica que en tantos años nadie, fuera de mi, haya pretendido hacerlo? El centinela se da cuenta de que el hombre está ya al borde de la muerte, de manera que para alcanzar a su oído moribundo ruge sobre él: "Nadie sino tú podía entrar aquí, pues está entrada estaba destinada sólo para ti. Ahora me marcho y la cierro." Final de la parábola.
En tiempos en los que la confusión arrecia - la epidemia de los selfies ocultan hoy de forma más ostensible la dolorosa incertidumbre que acompaña a uno de los momentos más significativos de la existencia humana, el paso de la adolescencia a la edad adulta - te resulte muy tentador hacer coincidir la ley con la justicia. Eso es indignación. Y las palabras finales de Smith no podían ser una excepción, pues reflejan con acierto esa confusión a la que te someten. Te dice que no le importa ser un fuera de la ley, ya que dónde realmente quiere estar es dentro de la justicia, amparado por la lealtad de esas palabras que le entregara a su colega que no lo venderá jamás. Palabras que ya te han sido entregadas a ti para hacer lo que hará su amigo: haberlas leído desde la lealtad de tu presente. Palabras y lealtad similares a las que dice Antigona, la Constitución Norteamericana, la Oración Fúnebre de Pericles, el Alcalde de Zalamea.
lunes, 27 de marzo de 2017
MINERALIZACIÓN
Puede que leamos cosas sobre el infierno, pero lo que no consentimos, de ninguna de las maneras, es que el infierno nos lea a nosotros. Es decir, lo que no toleramos es que nos diga que a parte de unos mediocres actores somos unos expertos supervivientes. Un cuerpo enfermo de verdad es, también, un alma que imagina, de repente, su mortalidad desvelada. Un cuerpo enfermo imaginario es un alma enferma de verdad. Pero la conversación inaplazable entre esos cuerpos y esas almas, entre esos actores y esos supervivientes que cada día pasan por la consulta o por el quirófano, es difícil, por no decir imposible, que se de a la luz únicamente de lo que predica la salud saludable del sistema sanitario. Pues convoca entre sus cuatro paredes dos formas de sarcasmo que atentan contra cualquier posibilidad de curación reconocible entre seres humanos: el de la incuestionable estabilidad y seguridad del médico, y el de la irrenunciable inmortalidad del enfermo. Llegados a este extremo, ¿como se metamorfosean sendos protagonistas? Es difícil averiguarlo. Lo que si se puede diagnosticar es que juntos ahí dentro, sin otras ventilaciones que los afecten o los atraviesen, hay un peligro evidente de paulatina mineralización tanto en el cuerpo y el alma del médico como en el cuerpo y el alma del enfermo.
Lo he experimentado estos primeros días de marzo, en el hospital donde estaba internado mi suegro. Lo hospitalario, sin que ocurriera nada relevante, al contrario, todo fueron parabienes y buena conducta, se fue convirtiendo en el antónimo de lo acogedor, lo generoso, lo noble, lo sociable. Sin haber hecho nada llegábamos a casa extenuados, habiendo dejado al enfermo con los ojos abiertos como platos a la espera de la última medicación, antes de entregarse al sueño. Encima dos días se nos quedó "muerto" el coche viejo del enfermo anciano, y a las diez de la noche tuvimos que coger un taxi, pero esa es otra historia. O no. Pues la mecánica de los coches y la de los cuerpos así mineralizados están amenazadas por la misma herrumbre. Con la diferencia de que la mecánica del cuerpo no tiene un taxi de repuesto. Con esto me refiero a que entre el "me quiero morir", que en un momento de desesperación gritó mi suegro, y el lacónico "todo va bien, por mi puede irse casa", que dijo el cirujano que le rajó la pierna, meneando con desparpajo el informe que tenía en la mano, no hubo, ni antes de entrar en el quirófano ni en el quirófano ni después de salir del quirófano, algo que se pareciera a una cartografía que los hubiera puesto en contacto. Mi suegro y el cirujano estaban dolorosamente aburridos del relato que los había mantenido unidos durante las seis o siete horas que duró la operación, y las de los días siguientes. Eso era todo. Algo había fallado. Sus células, sus palabras, sus almas, sus cuerpos habían llegado al grito y al informe final sin acorde y sin acuerdo alguno. La vida es importante porque lo son, al mismo tiempo y con el mismo sentido, sus células y sus palabras, sus cuerpos y sus almas. Lo dije para mí mirando el Abantos, la montaña mágica que protege y bendice al antiguo hospital de tuberculosos, hoy transformado en un equipamiento más del sistema sanitario de la Comunidad de Madrid.
El alma es la criatura del cuerpo y del cerebro. Si estos últimos se acaban haciendo roca, será muy difícil que aquella se eleve a la búsqueda de su eternidad necesaria, que es a lo que está destinada mientras el cuerpo aguante. Como le digo, hay un mapa y hay un relato entre ellos. Oculto el primero, explícito el segundo. Lo hay entre el alma y el cuerpo del médico y del enfermo, y entre las células del cuerpo y las palabras del alma, y entre la oscuridad del infierno de la enfermedad y la luz de la salud de todos los días. Y hay dolor, claro que hay dolor entre medias. El dolor evitable (eso corresponde al médico) y el dolor que conviene no evitar nunca (eso corresponde al enfermo). Los menciono por separado, pero en realidad están íntimamente unidos. Este segundo dolor es parte importante de lo que están hechos los caminos señalados en aquellos mapas y aquellos relatos. Los mapas que ponen en contacto a aquellas células y aquellas palabras. Es este el dolor que nos apega a la tierra, no a sus minerales, dice como nadie dónde estamos, nos orienta como la mejor brújula, pone precio justo a las cosas. Nos dice, en fin, que estamos aquí para saber por qué estamos aquí. Pero, como dice Calvino, también hay premio si sabemos distinguir un dolor del otro. La salud recuperada de las células, y la luz y la lucidez provisional de las palabras con que, a partir de ella, nos alumbramos cada día en medio de un océano de oscuridad o niebla que nos rodea de forma persistente. A ver y aceptar así a las personas y a las cosas, los antiguos lo llamaban felicidad. Ya ve.
Lo he experimentado estos primeros días de marzo, en el hospital donde estaba internado mi suegro. Lo hospitalario, sin que ocurriera nada relevante, al contrario, todo fueron parabienes y buena conducta, se fue convirtiendo en el antónimo de lo acogedor, lo generoso, lo noble, lo sociable. Sin haber hecho nada llegábamos a casa extenuados, habiendo dejado al enfermo con los ojos abiertos como platos a la espera de la última medicación, antes de entregarse al sueño. Encima dos días se nos quedó "muerto" el coche viejo del enfermo anciano, y a las diez de la noche tuvimos que coger un taxi, pero esa es otra historia. O no. Pues la mecánica de los coches y la de los cuerpos así mineralizados están amenazadas por la misma herrumbre. Con la diferencia de que la mecánica del cuerpo no tiene un taxi de repuesto. Con esto me refiero a que entre el "me quiero morir", que en un momento de desesperación gritó mi suegro, y el lacónico "todo va bien, por mi puede irse casa", que dijo el cirujano que le rajó la pierna, meneando con desparpajo el informe que tenía en la mano, no hubo, ni antes de entrar en el quirófano ni en el quirófano ni después de salir del quirófano, algo que se pareciera a una cartografía que los hubiera puesto en contacto. Mi suegro y el cirujano estaban dolorosamente aburridos del relato que los había mantenido unidos durante las seis o siete horas que duró la operación, y las de los días siguientes. Eso era todo. Algo había fallado. Sus células, sus palabras, sus almas, sus cuerpos habían llegado al grito y al informe final sin acorde y sin acuerdo alguno. La vida es importante porque lo son, al mismo tiempo y con el mismo sentido, sus células y sus palabras, sus cuerpos y sus almas. Lo dije para mí mirando el Abantos, la montaña mágica que protege y bendice al antiguo hospital de tuberculosos, hoy transformado en un equipamiento más del sistema sanitario de la Comunidad de Madrid.
El alma es la criatura del cuerpo y del cerebro. Si estos últimos se acaban haciendo roca, será muy difícil que aquella se eleve a la búsqueda de su eternidad necesaria, que es a lo que está destinada mientras el cuerpo aguante. Como le digo, hay un mapa y hay un relato entre ellos. Oculto el primero, explícito el segundo. Lo hay entre el alma y el cuerpo del médico y del enfermo, y entre las células del cuerpo y las palabras del alma, y entre la oscuridad del infierno de la enfermedad y la luz de la salud de todos los días. Y hay dolor, claro que hay dolor entre medias. El dolor evitable (eso corresponde al médico) y el dolor que conviene no evitar nunca (eso corresponde al enfermo). Los menciono por separado, pero en realidad están íntimamente unidos. Este segundo dolor es parte importante de lo que están hechos los caminos señalados en aquellos mapas y aquellos relatos. Los mapas que ponen en contacto a aquellas células y aquellas palabras. Es este el dolor que nos apega a la tierra, no a sus minerales, dice como nadie dónde estamos, nos orienta como la mejor brújula, pone precio justo a las cosas. Nos dice, en fin, que estamos aquí para saber por qué estamos aquí. Pero, como dice Calvino, también hay premio si sabemos distinguir un dolor del otro. La salud recuperada de las células, y la luz y la lucidez provisional de las palabras con que, a partir de ella, nos alumbramos cada día en medio de un océano de oscuridad o niebla que nos rodea de forma persistente. A ver y aceptar así a las personas y a las cosas, los antiguos lo llamaban felicidad. Ya ve.
viernes, 24 de marzo de 2017
INFIERNO
Nos informan que si has rebasado el umbral de los treinta, y te permites el lujo de soñar como si el infierno no existiera, eres un ser humano peligroso. Alguien expuesto a arrebatos imprevistos y a violencias contra quienes tengas a tu lado de proporciones difícilmente calculables. El otro día mismo, te llamaron la atención por conducir en dirección contraria. El infierno de los que estamos vivos no es un destino para los que están fuera de la ley, como siempre nos han enseñado, es la ley donde habitamos todos los días. Está aquí entre nosotros nada más nacer. De hecho no viniste al mundo con una pan entre los brazos. Es el infierno del mundo, que forman los que se llaman tu familia o comunidad, los que te recibieron juntos con los brazos abiertos. El otro día mismo te llamaron la atención por enfrentarte al director del colegio de tu hija. Puedes preguntarte, si te pones a pensarlo, ¿que demonios es el paraíso, tal y como te lo prometieron los que te educaron? Aunque si no aceptas el horizonte del paraíso como la última palabra de tu pensamiento, y si aceptas, en cambio, que es su límite, acabarás pensando que en muchos aspectos, por no decir en todos, lo que te dijeron desde que naciste, con los brazos abiertos, no ha hecho otra cosa que perjudicarte. Otro cosa hubiera sido tu vida si te hubieran dicho que el infierno es uno y que es el principio de todo pensamiento, el fuego que lo ha puesto en marcha desde el principio de los tiempos. El otro día mismo, no hiciste nada cuando agredieron a un músico que estaba tocando el acordeón en la calle para ganarse unos dineros. Pero no fueron aquellas las primeras palabras que oíste, sino las de felicidad y progreso. Y ni siquiera te previnieron contra ellas: ten cuidado con lo que miras. Más aún con lo que ves. Tampoco te dijeron que no todas las palabras llevan al infierno, ni te enseñaron a darles hueco y aire para que pudieran respirar. Esa despreocupación tiene un precio. Ahora te toca afrontar tu propia mezquindad, advertir tu propia ignorancia, abordar tu propia oscuridad. Si lo haces sin miedo, después de pagar el precio tendrás un premio. El otro día mismo, me dices que te divorcias o, mejor dicho, que M. te deja. Que no te aguanta más, que ya no siente nada por ti. Este es el premio: ha llegado tu hora. "Exige atención y aprendizaje continuo: buscar y saber reconocer qué y quién, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio". (Italo Calvino)
jueves, 23 de marzo de 2017
SINCRONÍA
Cuando descolgó el teléfono, su mujer me dijo que iba camino del hospital. Tiene algo en la médula, continuó con una voz impropia de la relación que yo sé que tiene con el dueño de esa médula y con la que presumiblemente deberá tener con ese algo que, de forma imprevista, se le ha colocado encima. ¿Qué es ese algo? Si, dicen que es como un grieta, que lo ha dejado paralizado de cuello para abajo. Pero es grave, insistí. Si, pero se recuperara, todo está controlado. Aunque la recuperación será muy lenta. En ese momento se cortó la comunicación, tal y como la mujer de mi amigo me había advertido que podría pasar, pues iba conduciendo por una zona de muchos túneles. Decidí esperar a que ella me volviera a llamar, cuando considerara que la cobertura no corría peligro de interrupción. Cuando de nuevo sonó el teléfono una voz femenina, que aparentaba tener poco más de veinte años, me preguntó, así de sopetón, que si creía en el ocaso de la razón teleológica que constituye el eje narrativo de las filosofías de la historia. Luego me pidió disculpas y se presentó: soy Ana, y estoy haciendo una encuesta sobre la influencia actual de la figura del intelectual clásico en las conversaciones públicas; la muestra elegida para hacer la encuesta es entre hombres y mujeres de 25 a 50 años; la empresa para la que trabajo es el Centro Superior de Investigaciones Científicas. Pero yo tengo 57, le respondí. Ah, perdone, se han debido equivocar al darme su número de teléfono. Al colgar, lo primero que me vino a la cabeza fue la edad de mi amigo enfermo, 49, la cual si le habilitaba para responder a la encuesta. Y en que medida, fue lo que de inmediato fijó mi atención, el misterio y el silencio que le imponía ahora mismo su enfermedad, le haría responder negativamente a la pregunta de la encuesta. Y si una vez recuperado, como asegura su mujer, se vería a sí mismo como un hombre hecho de misterio y para los misterios y las visiones. O muy al contrario, se mantendría en sus trece, defendiendo a ultranza la vigencia eterna de la racionalidad ilustrada, en la que su enfermedad y todas las otras enfermedades existen, antes que en el quirófano, en la mente de quien, previamente, las han pensado. Al comprobar que la mujer de mi amigo no llamaba. decidí ser yo el que lo hiciera. Después de varios intentos, al final, entrada ya la noche, logré ponerme en contacto con ella. Ha muerto, fue lo que me dijo, al descolgar el teléfono. Qué quieres decir con que ha muerto, le respondí de forma tan estúpida como incomprensible. Murió nada más entrar en el quirófano, los médicos no lograron reanimarlo de la crisis que, sin saber por qué, le surgió durante el traslado en la ambulancia.
miércoles, 22 de marzo de 2017
COMUNICACIÓN ENTRE ALMAS
Desde el Paleolítico, por poner una fecha reciente, las voces de alerta sobre lo que somos han corrido en paralelo a las voces de seguridad que nos acunan en lo que queremos ser. Lo que ha ocurrido, también desde el Paleolitico, es que nosotros siempre nos interesa más poner el oído a las segundas y hacer como que las segundas ni siquiera han sido pronunciadas, es decir, llegamos a creer que no han existido nunca. El diablo se hace fuerte en estos huecos que dejan esas advertencias a fuerza de no hacerles caso, y desde ahí dispara sus dardos envenenados. No tiene manías. Y lo mismo apunta a lo pequeño que a lo grande, a lo trivial que a lo fundamental, apunta a todo. Apunta a la familia convirtiéndola así en el primer y más sutil campo de concentración creado por la imaginación humana, lo cual tiene que ver con esa falta de conversación que siempre ha habido entre padres e hijos. Ayer por la imposición de los primeros, hoy por la de los segundos. El caso es que nunca fuimos capaces de encontrar un tiempo sincrónico dónde poder dialogar, al margen del tiempo diacrónico y de garantizada incomprensión que nos impone la determinación histórica de nuestras respectivas edades. Para entendernos, un tiempo donde unos no sean los padres y los otros no sean los hijos. Colín Smith es lo que pide, a mi entender - casi en forma de súplica, a punto de entrar en la mayoría de edad - en sus últimas palabras de "La soledad del corredor de fondo". Unos seres de razón y de palabra, como somos los humanos, se supone que venimos al mundo para esto. ¿A qué otra cosa, sino?
Para que el diablo de los hijos se haya colado en el mundo de los padres, han tenido estos que abrirle la puerta antes con su desidia y su falta de atención. Cierto que desde que nacieron nunca les ha faltado de nada, podemos objetar, aunque tampoco les ha faltado, no lo olvidemos, los remordimientos y la culpa con que sutilmente, en las familias modernas y tolerantes todo se hace sutilmente, se han rebozado los unos con los otros. Ayer la máxima intolerancia, hoy la extrema permisividad. En estas estamos. Tal vez convenga que empecemos a pensar, contra todo lo que creíamos hasta ahora, que no se trata ni de la una, ni de la otra. Que no es en el campo moral normativo, o de los manoseados valores, dónde se debe dilucidar la comunicación entre padres e hijos y entre los seres humanos en general. Que padres e hijos son dos categorías necesarias para la perpetuación y mantenimiento de la especie, pero incompetentes para hacer posible la comunicación inaplazable - valga la nueva paradoja a la que nos debemos enfrentar - entre ellos. Una comunicación que solo se da entre almas, o entre conciencias, o llámenlo como quieran, pero nunca entre categorías que remiren, sin remedio, a un orden, una jerarquía. En fin, al poder. Pues no debemos olvidar que la comunicación no es un instrumento, como lo puede ser un martillo o un ordenador o una red social, es, sobre todo, un acto de creación. O lo que es lo mismo, un acto genuinamente humano. Ver en el otro.
Para que el diablo de los hijos se haya colado en el mundo de los padres, han tenido estos que abrirle la puerta antes con su desidia y su falta de atención. Cierto que desde que nacieron nunca les ha faltado de nada, podemos objetar, aunque tampoco les ha faltado, no lo olvidemos, los remordimientos y la culpa con que sutilmente, en las familias modernas y tolerantes todo se hace sutilmente, se han rebozado los unos con los otros. Ayer la máxima intolerancia, hoy la extrema permisividad. En estas estamos. Tal vez convenga que empecemos a pensar, contra todo lo que creíamos hasta ahora, que no se trata ni de la una, ni de la otra. Que no es en el campo moral normativo, o de los manoseados valores, dónde se debe dilucidar la comunicación entre padres e hijos y entre los seres humanos en general. Que padres e hijos son dos categorías necesarias para la perpetuación y mantenimiento de la especie, pero incompetentes para hacer posible la comunicación inaplazable - valga la nueva paradoja a la que nos debemos enfrentar - entre ellos. Una comunicación que solo se da entre almas, o entre conciencias, o llámenlo como quieran, pero nunca entre categorías que remiren, sin remedio, a un orden, una jerarquía. En fin, al poder. Pues no debemos olvidar que la comunicación no es un instrumento, como lo puede ser un martillo o un ordenador o una red social, es, sobre todo, un acto de creación. O lo que es lo mismo, un acto genuinamente humano. Ver en el otro.
martes, 21 de marzo de 2017
LA OTRA HISTORIA
Cuando el otro día concluí el escrito sobre mi lectura del cuento de Alan Sillitoe, "La soledad del corredor de fondo", con la frase: "pero esa es otra historia", referida a la manera en que el protagonista y narrador, Collin Smith, da por concluida la suya, me entró una duda razonable de que esa otra historia por mi aludida estaba dentro, o tenía que ver, con el final que elige Smith para su despedida. Escribir no es un acto libre, pensé a continuación, es un acto responsable de quién escribe y de quién lee. Es así que mis maestros me enseñaron que un relato nunca comienza por la primera línea ni acaba con la última. Si hubiera que comenzar por la primera línea, nadie podría escribir, ¿por dónde empezar? ¿de dónde sacar fuerzas suficientes? Si tuviéramos que acabar con la última frase, nadie sabría cuál es, ¿dónde poner el punto final? ¿de dónde sacar esa capacidad de autocontrol? Un relato comienza siempre antes de haber empezado o después de haber terminado, siempre va adelantado o retrasado con respecto a sí mismo, sin que nadie - y menos que nadie quien lo escribe - sepa que ha comenzado o que ha acabado.
Con estos vaivenes en la cabeza he decidido volver a leer el final del cuento de Sillitoe pues, en la primera lectura, me quedó un resto de misterio perturbador en las últimas palabras de Colín Smith que continua ahí, si cabe más acrecentado todavía, cuando me pongo a escribir de nuevo. Pues en la actividad lectora se inmiscuye de forma constante una necesidad mucho más perentoria e inaplazable: la de ser absolutamente pertinentes en nuestras vidas, acomodando ese forma de hablar, como si de una herramienta se tratara, a esa necesidad. Las palabras de Smith dicen así:
"En el ínterin (como dice en un par de libros que he leído desde entonces, unos libros inútiles, sin embargo, porque los dos terminaban bien y no me enseñaron nada de nada) voy a darle este relato a un compinche mío y le diré que si, la poli me vuelve a coger intente que salga en un libro o en algo así, porque me gustaría muchísimo ver la cara que pone el director cuando lea esto si lo lee, claro, que no creo que lo haga; y aunque lo leyese me parece que no sabría de que se trata. Y si no me cogen, el fulano al que le daré este relato no me venderá jamás, ha vivido en nuestra calle desde que yo recuerdo, y es mi amigo. Lo sé seguro".
¿Son estas la ultimas palabras del cuento? No cabe ninguna duda, pues no hay más. Pero, ¿son las últimas palabras de Smith? Esto ya no está tan claro. ¿Por qué las ha dejado para el final del cuento, justo después de obligar al lector a tener que escuchar todas las fanfarronadas que dice sobre su inmediato futuro de delincuente y tal. ¿Qué quiere dejar claro ante el lector, qué va a ser delincuente o qué quiere que le escuche, o saber cómo lo haya escuchado? Pues ese a quien va a entregar su relato es precisamente alguien que no le venderá jamás, ya que es su amigo. Amistad y escucha son dos palabras que Smith une con énfasis en su aparente despedida, pero que tienen vocación de continuidad más allá del campo tipográfico del cuento. Dos palabras que entroncan, o remiten, con lo realmente importante, con lo que ha aprendido a lo largo de relato, que no es otra cosa que la identidad de su carácter y, por tanto, de su destino cuando salga del reformatorio - se dedique entonces a asaltar bancos o a trabajar de estibador en el puerto de Londres -. Colín Smith ha decidido quedar adscrito a la soledad que acompaña a todo corredor de fondo que renuncia a las mieles del éxito y de la fama. Es esa decisión - hecha ya soledad en marcha - que toma a punto de cruzar la meta y a punto de cumplir 18 años la que justifica sus palabras en la última página del cuento, que no son, sin embargo, sus últimas palabras. La intención de que su relato sea leído por un lector que sabe que no lo traicionará jamás, es decir, que será leal a sus palabras, esté o no de acuerdo con ellas, abre el espacio de la conversación entre un adulto y alguien que está a punto de serlo, entre dos soledades que están dispuestas a correr juntas, no surfeando en la superficie de lo real, sino bajando hasta el fondo de sus asuntos.
Con estos vaivenes en la cabeza he decidido volver a leer el final del cuento de Sillitoe pues, en la primera lectura, me quedó un resto de misterio perturbador en las últimas palabras de Colín Smith que continua ahí, si cabe más acrecentado todavía, cuando me pongo a escribir de nuevo. Pues en la actividad lectora se inmiscuye de forma constante una necesidad mucho más perentoria e inaplazable: la de ser absolutamente pertinentes en nuestras vidas, acomodando ese forma de hablar, como si de una herramienta se tratara, a esa necesidad. Las palabras de Smith dicen así:
"En el ínterin (como dice en un par de libros que he leído desde entonces, unos libros inútiles, sin embargo, porque los dos terminaban bien y no me enseñaron nada de nada) voy a darle este relato a un compinche mío y le diré que si, la poli me vuelve a coger intente que salga en un libro o en algo así, porque me gustaría muchísimo ver la cara que pone el director cuando lea esto si lo lee, claro, que no creo que lo haga; y aunque lo leyese me parece que no sabría de que se trata. Y si no me cogen, el fulano al que le daré este relato no me venderá jamás, ha vivido en nuestra calle desde que yo recuerdo, y es mi amigo. Lo sé seguro".
¿Son estas la ultimas palabras del cuento? No cabe ninguna duda, pues no hay más. Pero, ¿son las últimas palabras de Smith? Esto ya no está tan claro. ¿Por qué las ha dejado para el final del cuento, justo después de obligar al lector a tener que escuchar todas las fanfarronadas que dice sobre su inmediato futuro de delincuente y tal. ¿Qué quiere dejar claro ante el lector, qué va a ser delincuente o qué quiere que le escuche, o saber cómo lo haya escuchado? Pues ese a quien va a entregar su relato es precisamente alguien que no le venderá jamás, ya que es su amigo. Amistad y escucha son dos palabras que Smith une con énfasis en su aparente despedida, pero que tienen vocación de continuidad más allá del campo tipográfico del cuento. Dos palabras que entroncan, o remiten, con lo realmente importante, con lo que ha aprendido a lo largo de relato, que no es otra cosa que la identidad de su carácter y, por tanto, de su destino cuando salga del reformatorio - se dedique entonces a asaltar bancos o a trabajar de estibador en el puerto de Londres -. Colín Smith ha decidido quedar adscrito a la soledad que acompaña a todo corredor de fondo que renuncia a las mieles del éxito y de la fama. Es esa decisión - hecha ya soledad en marcha - que toma a punto de cruzar la meta y a punto de cumplir 18 años la que justifica sus palabras en la última página del cuento, que no son, sin embargo, sus últimas palabras. La intención de que su relato sea leído por un lector que sabe que no lo traicionará jamás, es decir, que será leal a sus palabras, esté o no de acuerdo con ellas, abre el espacio de la conversación entre un adulto y alguien que está a punto de serlo, entre dos soledades que están dispuestas a correr juntas, no surfeando en la superficie de lo real, sino bajando hasta el fondo de sus asuntos.
lunes, 20 de marzo de 2017
LLAMADA
Días más tarde de la presentación del libro me llamó por teléfono. No sé dónde lo logró, pero tampoco quise hacer de mi derecho a la privacidad un casus belli. Me interesaba más oír, al fin, la voz de aquel individuo que, en la concentración me había perdonado la vida con su mirada y en la presentación de mi libro lo había comprado sin abrir la boca en el turno de presuntas. Sentía curiosidad por oír su voz para comprobar si con ella rubricaba lo que me hicieron sentir aquella mirada furibunda en medio de la calle y su silencio posterior en la librería. Que no había ido a la concentración ni a la librería por iniciativa propia. Que al ir a la una y la otra no había tenido intenciones ni buenas ni malas. Que lo había hecho cumpliendo algún tipo de consigna, tácita o explícita, de su entorno de iguales. Tengo para mí que desde que Hannah Arendt diagnosticó la banalidad del mal más grande conocido del mundo, abrió la puerta para reflexionar y hacer visible su alcance sobre los males llamados pequeños, que son los que dan cobertura al enorme sufrimiento que también forma parte de nuestras apacibles vidas diarias dentro del publicitado bienestar. Y que para infringirlo a los demás no hace falta tener ningún motivo, ni tener fuertes convicciones, ni corazones fríos y crueles, ni intenciones malévolas. Basta simplemente con negarse a ser persona, es decir, querer ser únicamente un don nadie o uno del montón. Negarse a reconciliar la increíble mediocridad y miserabilidad del ser humano, hechas de resentimiento y melancolía, con sus consecuencias. Tal vez exista algo que se encuentre, y sea ahí donde hay que buscar, entre el sentido de la culpa por nuestros actos, del que nos hemos desprendido por sus efectos paralizantes, y la falta absoluta de discernimiento sobre nuestros actos que hemos consentido que ocupe su lugar.
Intentar comprender no significa estar contra un lado u otro de la trinchera, respondí a las palabras acusatorias de quien me llamó por teléfono, al poco de ponerme al habla con él. Ahora me perdonaba vida porque, según su opinión, en mi libro maltrataba al pueblo judío al intentar comprender los argumentos de Spinoza. Le dije también, que desde Sócrates y Platón entendemos que el pensamiento es el diálogo silencioso que el alma tiene consigo misma. Al renunciar a ser una persona, o querer ser únicamente un don nadie o uno del montón, lo propio de nuestra sociedad de masas - le puntualicé, tratando de traer la conversación al tiempo presente - el sujeto en cuestión renuncia a una de sus capacidades más valiosas y definitorias: la capacidad de pensar por sí mismo. Y como consecuencia de dejar de pensar por sí mismo deja de discernir, también por si mismo, lo que está bien de lo que está mal, lo que es bello de lo que es feo, lo que se ha de decir de lo que se ha de callar, todo lo cual lo coloca potencialmente ante la posibilidad de cometer cualquier atropello y barbaridad. Cualquier hombre y mujer, digamos, normal y corriente, son capaces, en la sociedad de masas y de las nuevas tecnologías de hoy, de hacer del mal y del bien, de lo bello y de lo feo, de lo que tiene que decir y de lo que ha de callar, algo banal e indistinto y, por tanto, perfectamente intercambiable. No está muy alejado - insistí - de la forma del comportamiento individual y social que tuvieron nuestros antepasados europeos ante los acontecimientos de los años treinta, de lo que no nos exime que las condiciones sociales y políticas sean hoy, afortunadamente, muy otras. Arendt nos advirtió que el mal no puede ser banal y radical al mismo tiempo. El mal es una realidad extrema, pero nunca radical. Puede ser, es de hecho, algo perfectamente normal y normalizado en la vida cotidiana que llevamos.
Intentar comprender no significa estar contra un lado u otro de la trinchera, respondí a las palabras acusatorias de quien me llamó por teléfono, al poco de ponerme al habla con él. Ahora me perdonaba vida porque, según su opinión, en mi libro maltrataba al pueblo judío al intentar comprender los argumentos de Spinoza. Le dije también, que desde Sócrates y Platón entendemos que el pensamiento es el diálogo silencioso que el alma tiene consigo misma. Al renunciar a ser una persona, o querer ser únicamente un don nadie o uno del montón, lo propio de nuestra sociedad de masas - le puntualicé, tratando de traer la conversación al tiempo presente - el sujeto en cuestión renuncia a una de sus capacidades más valiosas y definitorias: la capacidad de pensar por sí mismo. Y como consecuencia de dejar de pensar por sí mismo deja de discernir, también por si mismo, lo que está bien de lo que está mal, lo que es bello de lo que es feo, lo que se ha de decir de lo que se ha de callar, todo lo cual lo coloca potencialmente ante la posibilidad de cometer cualquier atropello y barbaridad. Cualquier hombre y mujer, digamos, normal y corriente, son capaces, en la sociedad de masas y de las nuevas tecnologías de hoy, de hacer del mal y del bien, de lo bello y de lo feo, de lo que tiene que decir y de lo que ha de callar, algo banal e indistinto y, por tanto, perfectamente intercambiable. No está muy alejado - insistí - de la forma del comportamiento individual y social que tuvieron nuestros antepasados europeos ante los acontecimientos de los años treinta, de lo que no nos exime que las condiciones sociales y políticas sean hoy, afortunadamente, muy otras. Arendt nos advirtió que el mal no puede ser banal y radical al mismo tiempo. El mal es una realidad extrema, pero nunca radical. Puede ser, es de hecho, algo perfectamente normal y normalizado en la vida cotidiana que llevamos.
viernes, 17 de marzo de 2017
PRESENTACIÓN
Todo iba bien después de unas semanas de desasosiego. Mi madre había superado, al fin, la crisis que le surgió después de la operación de rodilla. Un contratiempo que, paradójicamente, no tenía que ver con la prótesis que se le había desplazado - ese fue el motivo de la operación - hasta afectarle hueso, ni con las dificultades para caminar que pudiera tener, habida en cuenta de que llevaba en silla de ruedas seis meses a la espera de que le dieran hora en el quirófano, sino con sus pulmones y, por proximidad, con el marcapasos que le colocaron hace un par de años para darle alegría a un corazón que empezaba a dar las primeras señales de tristeza. Lo de la proximidad es algo que se me ha ocurrido a mí, para disponer de algún relato al que atenerme respecto a la enfermedad de mi madre. La vida en un hospital alcanza, contra todo pronóstico, el grado cero de la narratividad. El cuerpo de los enfermos, como en ningún otro lugar, se hace cosa u objeto a servicio de los cálculos algorítmicos de todo el utillaje electrónico y digital al que lo conectan. Y ríase usted, al salir de allí, de la deshumanización del último capitalismo financiero. Como todo iba bien, decía, me fui dando un paseo hasta la librería donde aquella tarde presentaba mi último libro. Un ensayo novelado, una novela ensayada - dejo al lector que lo catalogue a su gusto o de acuerdo con sus intereses - sobre Spinoza a propósito de sus relaciones con Liebnitz. Lo que me despertó la curiosidad en estos autores fue el darme cuenta de la diferente distancia que manejaban en sus reflexiones, a la hora de situar la figura de Dios. Y como esa distancia en una sociedad moderna como la nuestra, oficialmente laica, ha quedado reducida a cero - como la narratividad en el hospital donde atendieron a mi madre -, lo que para mí es la principal fuente de preocupación, dado el peligro inherente y funesto que esa reducción arrastra. Pues es una modernidad que solo se ocupa ingenuamente del progreso, habiendo dejado, por obsoleto, el uso del retrovisor en sus desplazamientos.
Cual fue mi sorpresa, antes de comenzar la presentación de mi libro, cuando descubrí entre los asistentes al acto a quien, en la concentración de la semana anterior en la plaza del ayuntamiento, mi miró con cara de perdonarme la vida. Al revés, sin embargo, no puedo asegurar que él me reconociese como quien iba metida en el coche, entorpeciendo el movimiento de la marea humana. Como es habitual en este tipo de actos, el dueño de la librería hizo la presentación de quien había escrito el libro con todo tipo de parabienes, a continuación yo expliqué de forma resumida cuales habían sido los argumentos que me habían animado a escribirlo, que fundamentalmente se ciñieron a lo que dije antes sobre la distancia de Dios en el campo reflexivo de los dos autores en cuestión, y por último el turno consabido de ruegos y preguntas por parte del público asistente. He de reconocer que la presencia de aquel sujeto, que en ese momento allí sentado, con las manos cruzadas sobre su regazo, parecía un ciudadano ejemplar, cambió en parte el guión de lo que pensaba decir. Así reservé una cita de la Ética de Spinoza, que tenía previsto decirla como obertura de la exposición, para el cierre o conclusión, inmediatamente antes de que comenzase él turno de ruegos y preguntas entre los asistentes. Ingenuamente pensé, no sé a cuento de qué, que de su reacción al oírla podría deducir si me había reconocido o no. La cita del autor holandés dice así:
"Es propio de la naturaleza de la razón percibir las cosas desde una cierta perspectiva de eternidad. En efecto, es propio de la naturaleza de la razón considerar las cosas como necesarias, y no como contingentes. La razón percibe esa necesidad de las cosas verdaderamente, es decir, tal como es en sí. Ahora bien: esta necesidad de las cosas es la necesidad misma de la naturaleza eterna de Dios; luego es propio de la naturaleza de la razón considerar las cosas desde esa perspectiva de eternidad. Añádase que los fundamentos de la razón son nociones que explican lo que es común a todas las cosas, y que no explican la esencia de ninguna cosa singular; por ello, deben ser concebidos sin referencia alguna al tiempo, sino desde una cierta perspectiva de eternidad".
Durante el turno de ruegos y preguntas, el sujeto del que yo esperaba sus palabras no abrió la boca. Escuchó con aparente atención todas y cada una de las intervenciones, y antes de abandonar la librería me di cuenta que compró mi libro. Luego salió a la calle con él cogido entre el antebrazo y el costado izquierdo, de la misma manera como llevamos habitualmente, cuando paseamos, nuestro diario de cabecera.
Cual fue mi sorpresa, antes de comenzar la presentación de mi libro, cuando descubrí entre los asistentes al acto a quien, en la concentración de la semana anterior en la plaza del ayuntamiento, mi miró con cara de perdonarme la vida. Al revés, sin embargo, no puedo asegurar que él me reconociese como quien iba metida en el coche, entorpeciendo el movimiento de la marea humana. Como es habitual en este tipo de actos, el dueño de la librería hizo la presentación de quien había escrito el libro con todo tipo de parabienes, a continuación yo expliqué de forma resumida cuales habían sido los argumentos que me habían animado a escribirlo, que fundamentalmente se ciñieron a lo que dije antes sobre la distancia de Dios en el campo reflexivo de los dos autores en cuestión, y por último el turno consabido de ruegos y preguntas por parte del público asistente. He de reconocer que la presencia de aquel sujeto, que en ese momento allí sentado, con las manos cruzadas sobre su regazo, parecía un ciudadano ejemplar, cambió en parte el guión de lo que pensaba decir. Así reservé una cita de la Ética de Spinoza, que tenía previsto decirla como obertura de la exposición, para el cierre o conclusión, inmediatamente antes de que comenzase él turno de ruegos y preguntas entre los asistentes. Ingenuamente pensé, no sé a cuento de qué, que de su reacción al oírla podría deducir si me había reconocido o no. La cita del autor holandés dice así:
"Es propio de la naturaleza de la razón percibir las cosas desde una cierta perspectiva de eternidad. En efecto, es propio de la naturaleza de la razón considerar las cosas como necesarias, y no como contingentes. La razón percibe esa necesidad de las cosas verdaderamente, es decir, tal como es en sí. Ahora bien: esta necesidad de las cosas es la necesidad misma de la naturaleza eterna de Dios; luego es propio de la naturaleza de la razón considerar las cosas desde esa perspectiva de eternidad. Añádase que los fundamentos de la razón son nociones que explican lo que es común a todas las cosas, y que no explican la esencia de ninguna cosa singular; por ello, deben ser concebidos sin referencia alguna al tiempo, sino desde una cierta perspectiva de eternidad".
Durante el turno de ruegos y preguntas, el sujeto del que yo esperaba sus palabras no abrió la boca. Escuchó con aparente atención todas y cada una de las intervenciones, y antes de abandonar la librería me di cuenta que compró mi libro. Luego salió a la calle con él cogido entre el antebrazo y el costado izquierdo, de la misma manera como llevamos habitualmente, cuando paseamos, nuestro diario de cabecera.
jueves, 16 de marzo de 2017
LA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO, cuento de Alan Sillitoe
"Fíjese, esto es lo que he visto". O mejor dicho, "escúcheme bien: soy así y digo estas cosas". Me encuentro indeciso sobre como empezar lo que quiero contarle. Acabo de leer la historia de un chico de 17 años, Colín Smith, que decide no ganar la carrera de campo a través en la que participa, lo que arruina su futuro inmediato y, tal vez, el que le quede de vida. ¿Por qué quiere que yo le escuche? Si ha decidido contar su historia es porque desea que alguien le escuche, además lo repite varias veces a lo largo del relato. Sin embargo, no tengo tan claro que sea a un tipo como yo, que puedo ser su abuelo, a quien desea dirigir sus palabras ¿A qué lector se dirige entonces, Colín Smith, cuando decide contar sus peripecias? Tal y como se expresa y en el momento que elige para expresarse, desde su presente, me parece que si busca un lector adulto. No busca un lector de su edad (o que finja tener su edad), en un acto genuino de camaradería entre colegas. No me da la impresión que se encuentre en ese estado anímico, digamos, insustancial, tan habitual en el mundo de los adolescentes. Su presente desde donde cuenta tiene algo de trascendente, aunque no sé si Colín Smith es consciente de ello. Es un tipo de trascendencia que supongo le viene motivada por el hecho histórico de que se encuentra a un año de la mayoría de edad, en la que las reglas del juego son radicalmente otras. Es muy probable que se de cuenta de que la carrera de campo a través en la que se encuentra metido es, al mismo tiempo, el fin de algo que conoce muy bien y el principio de un mundo totalmente desconocido para él. Por eso sus palabras suenan a recuento y a búsqueda. Convengamos que no quiere dirigirse a sus camaradas pero, ¿qué tipo de lector adulto, de entre los que no quieren fingir que todavía son jóvenes, estaría dispuesto a escuchar a Colin Smith? ¿Quien es capaz de abandonar la gravedad que otorga el estrado de la categoría de padre o de profesor o de director de reformatorio o de policía o de psicólogo de familia, y se disponga a escuchar sus palabras? O es que pensamos que ahí instalados, y casi seguro que integrados, ¿es el mejor sitio para escuchar el sentido de lo que ellas nos cuentan? Como lector adulto que no quiere fingir que es joven todavía o que desea prescindir de esa gravedad categoríal aludida, ¿se puede tratar de tu a tu a un menor de edad, a punto de dejar de serlo, dentro de la ficción narrativa? Cómo si no está basado en hechos reales, es decir, si no tenemos la oportunidad de experimentarlo en la vida real, pues ésta solo nos deja hacer de adulto-joven o de adulto-grave. Sea por ello, ¿no es esa falta de sintonía directa con lo real, lo que convierte al cuento de Sillitoe en un "auténtica" pieza de ficción? De repente, todo nuestro resentimiento y melancolía acuñados en años de vida adulta, tan dados a elevarnos a las alturas para analizar lo que pasa, sin que esa arrogancia nos haga saber nunca lo que nos pasa con lo que pasa, tan dados a lo macro y general, de repente, digo, nos tenemos que enfrentar a lo micro y concreto: como se "jode" la vida un chaval se 17 años. Pues nadie ha sido capaz de enseñarle que la libertad consiste en hacer lo que está permitido por la ley, porque si consintiera en hacer lo que está prohibido (como Colín Smith alardea), todos querrían tener ese derecho y no habría libertad. Montesquieu dixit.
Reconozco que con mis últimas palabras me he vuelto a aupar a alguno de los estrados categoriales mencionados. Reconozco que, con esa decisión, he roto el pacto que como lector había establecido con Colín Smith como narrador. Pero éste al decidir convertirse en un delincuente nada más abandonar el reformatorio - una posibilidad entre otras muchas, teniendo en cuenta las vueltas que puede dar la vida incluso para un joven de clase obrera que vive en un barrio de Nottingham con su madre viuda, el amante de esta y sus tres hermanos pequeños - ¿no ha dado el primer paso de la ruptura? ¿Es importante decirle ese futurible al lector en el momento presente que comparten? ¿No hubiera sido más interesante que, para seguir dentro del pacto en el presente con el lector, le sacara una mayor partido al dolor intenso que le produce renunciar a ganar la carrera para no darle gusto al director del reformatorio? Es decir, hacer visible en la ficción lo que no se puede ver en la vida, el dolor inherente que siente Colín Smith al no aceptar el éxito deportivo y quedarse aislado con la soledad del mejor corredor de fondo. Entendida - en ese momento seria cuando el lector descubre porque ha decidido ponerse a contar y a escribir - como metáfora de la vida adulta que ha elegido. En la cual estar fuera de la ley no significa ser más libre, o vaya usted a saber. Pero esa sería otra historia.
Reconozco que con mis últimas palabras me he vuelto a aupar a alguno de los estrados categoriales mencionados. Reconozco que, con esa decisión, he roto el pacto que como lector había establecido con Colín Smith como narrador. Pero éste al decidir convertirse en un delincuente nada más abandonar el reformatorio - una posibilidad entre otras muchas, teniendo en cuenta las vueltas que puede dar la vida incluso para un joven de clase obrera que vive en un barrio de Nottingham con su madre viuda, el amante de esta y sus tres hermanos pequeños - ¿no ha dado el primer paso de la ruptura? ¿Es importante decirle ese futurible al lector en el momento presente que comparten? ¿No hubiera sido más interesante que, para seguir dentro del pacto en el presente con el lector, le sacara una mayor partido al dolor intenso que le produce renunciar a ganar la carrera para no darle gusto al director del reformatorio? Es decir, hacer visible en la ficción lo que no se puede ver en la vida, el dolor inherente que siente Colín Smith al no aceptar el éxito deportivo y quedarse aislado con la soledad del mejor corredor de fondo. Entendida - en ese momento seria cuando el lector descubre porque ha decidido ponerse a contar y a escribir - como metáfora de la vida adulta que ha elegido. En la cual estar fuera de la ley no significa ser más libre, o vaya usted a saber. Pero esa sería otra historia.
miércoles, 15 de marzo de 2017
CONCENTRACIÓN
El caso fue que lo había oído por la radio durante toda la semana: el miércoles había una concentración en la plaza del ayuntamiento. Lo apunté en mi agenda y en la pizarra que tenemos en la cocina para recordar lo que hace falta reponer en el frigorífico. Con la nota de la pizarra pretendía contrarrestar el más que probable olvido de la nota en mi agenda, dado el barullo que siempre hay dentro mi bolso. Con las prisas no me di cuenta del barullo de anotaciones que suelen quedar impresas en la pizarra. Al fin y al cabo en mi bolso yo solo meto la mano, pero en la pizarra de la cocina apunta sus cosas toda la familia. Lo que si supe desde el principio es que no podría añadirme a la concentración, pues tenía que ir a visitar a mi madre al hospital donde la acababan de operar del estómago.
Cuando sonó el teléfono de la oficina, diciéndome que me madre había empeorado de forma repentina, dejé la mesa de mi despacho tal y como estaba, y salí precipitadamente. Al arrancar el coche lo único que me vino a la cabeza fue como llegar lo antes posible al lado de mi madre. El camino más corto era el que pasaba por la plaza del ayuntamiento. Solo cuando llegué a uno de los bulevares, caí en la cuenta de dónde me había metido. Una riada humana procedente de las diferentes calles adyacentes rodeó mi coche en un santiamén. Traté de abrirme camino poco a poco, pero únicamente conseguí avanzar unos cincuenta metros. Los gritos iban en aumento acompasados con el movimiento de todo tipo de banderas. Las miradas de los manifestantes se enfocaban hacia el destino final, que no era otro que la plaza del ayuntamiento. Bajé el cristal de la ventana del coche tratando de que alguien entendiera mi situación y alertara a los demás para que me dejaran paso. Total son unos pocos metros, que con buena voluntad por parte de todos me permitiría salir del atasco y llegar al lado de mi madre - pensé para mis adentros mientras trataba con los gestos de las manos que me hicieran caso. En vano. Resignado dejé caer los brazos desde el volante hasta mi regazo. No habían pasado ni dos minutos, cuando vi que alguien me increpaba delante del coche como si me perdonara la vida. Ciertamente la lógica de todos los que gritaban fuera del coche hacía palidecer la del silencio de lo que le sucedía a mi madre enferma en el hospital. Era, para que me entienda, algo parecido a la relación que mantienen las noticias de la primera página de los periódicos con las de la última que lo cierra. No tienen nada que ver pero van juntas, dando cobijo a todas las demás que están dentro. Pero los ojos de quienes las leen, que en no pocas ocasiones nos hacen tan ciegos, casi siempre acaban sintiéndose enamorados de los cantos de las sirenas y de sus bocas pintadas.
Cuando sonó el teléfono de la oficina, diciéndome que me madre había empeorado de forma repentina, dejé la mesa de mi despacho tal y como estaba, y salí precipitadamente. Al arrancar el coche lo único que me vino a la cabeza fue como llegar lo antes posible al lado de mi madre. El camino más corto era el que pasaba por la plaza del ayuntamiento. Solo cuando llegué a uno de los bulevares, caí en la cuenta de dónde me había metido. Una riada humana procedente de las diferentes calles adyacentes rodeó mi coche en un santiamén. Traté de abrirme camino poco a poco, pero únicamente conseguí avanzar unos cincuenta metros. Los gritos iban en aumento acompasados con el movimiento de todo tipo de banderas. Las miradas de los manifestantes se enfocaban hacia el destino final, que no era otro que la plaza del ayuntamiento. Bajé el cristal de la ventana del coche tratando de que alguien entendiera mi situación y alertara a los demás para que me dejaran paso. Total son unos pocos metros, que con buena voluntad por parte de todos me permitiría salir del atasco y llegar al lado de mi madre - pensé para mis adentros mientras trataba con los gestos de las manos que me hicieran caso. En vano. Resignado dejé caer los brazos desde el volante hasta mi regazo. No habían pasado ni dos minutos, cuando vi que alguien me increpaba delante del coche como si me perdonara la vida. Ciertamente la lógica de todos los que gritaban fuera del coche hacía palidecer la del silencio de lo que le sucedía a mi madre enferma en el hospital. Era, para que me entienda, algo parecido a la relación que mantienen las noticias de la primera página de los periódicos con las de la última que lo cierra. No tienen nada que ver pero van juntas, dando cobijo a todas las demás que están dentro. Pero los ojos de quienes las leen, que en no pocas ocasiones nos hacen tan ciegos, casi siempre acaban sintiéndose enamorados de los cantos de las sirenas y de sus bocas pintadas.
martes, 14 de marzo de 2017
CRÓNICAS DEL RÍO ODER 15
EN LA CATEDRAL DE BERLÍN: LA CÚPULA
Las guías para turistas despistados, o con ganas de que los sorprendan, a veces proporciona experiencias inesperadas. Fue el caso que después de bajar a cripta y de la experiencia de los Refugiados en la catedral de Berlín, subí a la cúpula. Esta forma vertical mediante la que la imaginación del ciclista choca abruptamente con la otra forma horizontal en la que habitualmente pedalea y vive. No es fácil. Como leer, es aceptar que hay que saltar sobre un abismo que media entre dónde está el relato y donde se encuentra el lector. En el caso de la catedral de Berlín, el abismo sería entre lo que cuentan, y se cuentan, su cúpula y su cripta, testigos de una cosmovosión del mundo ya inexistente, y el relato de la vida cotidiana del ciclista.
Como en toda catedral, la cúpula de la de Berlín apunta hacia el cielo, a mayor gloria eterna de Dios, sustentada sobre una cripta donde reposan eternamente los promotores de aquella y los verdaderos delegados de Aquel en la tierra. En este caso, en la cripta se encuentran las tumbas de la mayoría de los miembros de la familia de los Hollenzolen, dinastía dominante en Alemania durante muchos siglos. Los suficientes como para hacerse merecedores de ese lugar único en los fundamentos de la catedral de la capital alemana. Los turistas que acudimos al reclamo de la catedral cumplimos obedientemente los preceptos que el espectáculo nos impone, pero no dejo de preguntarme, ¿somos así de disciplinados con nuestra imaginación mientras hacemos el recorrido de la cripta a la cúpula? ¿O seguimos enrocados y enconados en nuestra manera arbitraria y fragmentada de imaginar, que pretendiendo llegar a todas partes no acaba por llegar a ninguna? ¿Qué pensamos mientras deambulamos entre las tumbas monárquicas e imperiales de la cripta? ¿Sólo son tumbas con sus correspondientes inscripciones? ¿Qué avizoraremos cuando damos vueltas a la cúpula? ¿Solo son edificios que dibujan la línea actual del cielo sobre Berlín? Traté de fijarme en que medida los que me acompañaban en la visita a la cripta captaban lo que no se esperaban. Tarea estéril, pues todo el mundo parecía que no esperaba nada, si tenía en cuenta la urgencia por captar instantáneas con sus cámaras. En esas estaba cuando me llamó la atención un señor de mediana edad al que le faltaba el brazo derecho. Si me trasmitió, digo yo que por causa de su minusvalía, que su mirada se fijaba de manera diferente a de los demás turistas. El hecho de que no pudiera hacer fotos con soltura le permitía, digamos, ir más suelto imaginativamente hablando. Se notaba en los movimientos de la cabeza para enfocar lo que atraía, y, sobre todo, en que para él los detalles lo eran todo. Todavía en la cripta, por ejemplo, después de ver la primera tumba casi todos los visitantes siguieron la flecha indicativa del recorrido echando una mirada sobre las restantes como algo ya visto. El manco, sin embargo, se fijó con atención en la inscripción que proporcionaba los datos biográficos de quién estaba allí enterrado y en la forma que estaba sellada la tapa del sarcófago. Esta última preocupación me pareció la más significativa por la ambigüedad que denotaba. Me dio la impresión de que no le era suficiente con las palabras y números de la inscripción, con su aspecto exterior de mero signo. Quería cerciorarse de que quien se suponía estaba allí dentro, estaba realmente allí dentro. Para lo cual el sellado del sarcófago era una prueba irrefutable. A mi entender determinaba la tensión que existía entre los restos de dentro y los de fuera. El diálogo, para entendernos, entre aquellos muertos y estos vivos. Todo lo cual daba al traste con la intención historicista de los relatores de la cripta, esa que pretendía transformar en reliquia intransitiva, es decir, sin presente alguno, los cuerpos de aquellos monarcas y sus familias. ¿De que le sirve a un republicano actual saber que allí se encuentran los restos más notables de su pasado imperial y monárquico? Pienso que el manco buscaba una respuesta en otra dirección que la meramente estadística. No me estoy refiriendo a alguna extravagancia artística de esas que se han puesto ahora de moda, algo así como hacer de la cripta un lugar para un perfomance relacionada con el espíritu de la película de los muertos vivientes. No. Pienso que su actitud tenía que ver más bien con el padecimiento de la trascendencia que afecta a todo ser humano sensible. Lo deduje no por su conducta misteriosa, sino por contraste con la trasparencia con que mostraban los visitantes la suya que, sin llegar a ser de la fatuidad de los que suelen visitar el museo del Holocausto, al lado de la puerta de Brandeburgo, si adolecía de la curiosidad necesaria que los sacara de su condición de turistas saltimbanquis, cuya percepción de sí mismos se debe asemejar bastante a la de un edificio itinerante pero vacío, ora en la cripta, ora en la cúpula, ora en el museo de Pérgamo, ora en el museo municipal, etc. Respecto a esa trascendencia habitual, el manco había empezado como dios manda, bajando al Hades, que en la catedral de Berlín podía estar representada con acierto en su cripta. Desde que me fijé en su conducta respecto a los sarcófagos de la dinastía imperial alemana, no lo perdí de vista. Cuando decidió abandonar la cripta subió las escaleras y se dirigió a las que llevaban a la cúpula. Seguí sus pasos de cerca sin demasiada precaución por que se diera cuenta de que iba detrás, pues lo veía totalmente absorto en lo suyo. De repente, se cruzó por medio un tumulto inesperado de turistas y fue entonces cuando lo dejé de ver. Cuando me dispuse a subir las escaleras de la cúpula mire hacia los primeros escalones y no detecté el mínimo atisbo de su presencia. Volví al vestíbulo de la catedral a ver si estaba entre los Refugiados. Tampoco. Después de todo, no era descabellado pensar que en su imaginación los Refugiados se hubieran dado cita entre los sarcófagos. Di al manco por perdido y me dispuse a subir a la cúpula. Desde los primeros escalones, en el interior de algunos de los edificios vacíos que subían comenzaron a oírse los gemidos provenientes de alguna de sus articulaciones, como si estuvieran cerrando una puerta a lo lejos. A medida que la escalera se estrechaba y se empinaba, yo diría que a partes iguales, empecé a notar los silbidos que el aire producía al colarse por sus grietas. A esas alturas los edificios vacíos continuaban igual de vacíos, pero habían ensanchado el volumen, hasta el punto de tener dificultades para adaptarse al hueco de la escalera, que se había convertido en la silueta de una concha de caracol. Una vez arriba, cuando llevaba dos vueltas alrededor de la cúpula, me volví a encontrar al manco con una actitud que en nada había cambiado respecto a la de la cripta. Miraba como hipnotizado la línea del cielo berlinés. Con disimulo me puse a su lado para tratar de averiguar cual era el centro o el motivo de su mirada. Lo edificios vacíos daban vueltas alrededor de la cúpula y cuando se cansaban, o ya habían hecho las fotos y selfies pertinentes, iniciaban el descenso. Mientras estuvieron ahí arriba desaparecieron los gemidos de las articulaciones interiores y las corrientes de aire como si dieran golpes a una puerta abierta. Por su parte, el manco se paró en seco y enfocó su mirada hacia la zona del Reichstag, la Torre de la Victoria y el Tiergarten. El día era despejado, lo que permitía distinguir con nitidez el perfil de los primeros y la mancha verde del hermoso parque berlinés. Auspiciado por esa claridad me vinieron a la memoria las palabras que dijo Joseph Roth, a propósito del Reichstag, en un artículo publicado en el Frankfurter Zeitung el 30 de mayo de 1924:
"El parlamentarismo alemán disfruta de una ubicación poética. Solo la Konigsplatz separa al Reichstag de la verde lírica pastoril del Tiergarten. Al hombre apolítico le resulta difícil renunciar al hermoso día de mayo en que el nuevo Parlamento Alemán celebra su primera sesión.
El impresionante edificio cumple treinta años el próximo mes de diciembre. Durante tres décadas ha irritado a la gente con buen gusto e ideas democráticas. En la entrada se halla la dedicatoria: Dem deutschen Volke (Al pueblo alemán). Pero en su cúpula, a setenta y cinco metros de altura sobre el nivel de la calle, se alza, ancha e imponente, la corona de oro, una carga que no guarda proporción alguna con la cúpula y desmiente el lema de la dedicatoria.
Quien no lo sepa creerá que la entrada principal del edificio es la entrada principal. Quien no lo sepa creerá que esa espléndida fachada con las seis columnas corintias de gran tamaño tiene la finalidad de recibir a los representantes del pueblo con cierta pompa, sí, pero no con menos dignidad. Las grandes puertas siempre están cerradas. Solo se abrieron una sola vez en tiempos de la república (cuando el entierro de Rathenau). La ambición de las seis columnas corintias es en vano. La fachada principal es un lujo inútil. La parte anterior del Reichstag da la impresión de ser una vasta mansión cuyos propietarios se han ido de viaje. La juventud alemana juega descalza en la escalera. Un policía uniformado de verde crece como una palmera ornamental: un verde solitario entre la blancura y la aridez de tanta piedra".
El manco siguió con la mirada extasiada unos minutos mas, apoyándose levemente en la balaustrada de la cúpula. Como si no quisiera perder de vista el movimiento de sus señorías entrando y saliendo en la sala de plenos del parlamento, flanqueados por las cuatro estatuas de bronce de otros tantos emperadores alemanes, que intentaban verificar el perfecto estado de revista de los representantes del pueblo para la función que les había sido encomendada. "Una sala de plenos grave, oscura y revestida de una madera marrón, dispone de unas tribunas inhóspitas y estrechas que acogen de mala gana al público y a la prensa y limitan sus movimientos. Hoy, día de la sesión inaugural, están abarrotadas desde las dos de la tarde. Los ujieres aguzan la vista por la solemnidad de la ocasión. Los reporteros encargados de los ecos de sociedad rondan por los pasillos para cubrir la llegada de Ludendorff. No faltan los curiosos interesados en la política y los curiosos interesados en lo vulgar". El manco parecía estar, más que ninguno de los que daban vueltas en lo algo de la cúpula de la catedral, más que yo mismo incluso, al lado de Joseph Roth en el Berlín de los años treinta. No voy a decir resentimiento, pues la edad que aparentaba se lo impedía, pero si una extraña melancolía por aquello que la barbarie se llevó por delante me daba la impresión que lo mantenía en pie atado a su quietud momentánea. Y es que la línea del cielo que se dibuja desde la cúpula de la catedral de Berlín no ha variado sustancialmente desde entonces. Ni las aportaciones de Norman Foster a la cúpula del Reischtag sustituyendo a la corona de oro, ni la esplendorosa estación central de tren, ni las otras edificaciones surgidas desde 1945, impiden ver la montaña de escombros, hoy convertida en un hermoso parque municipal, donde descansa el Berlín que describió Roth y con el que tal vez sueña la mirada embelesada del manco
Las guías para turistas despistados, o con ganas de que los sorprendan, a veces proporciona experiencias inesperadas. Fue el caso que después de bajar a cripta y de la experiencia de los Refugiados en la catedral de Berlín, subí a la cúpula. Esta forma vertical mediante la que la imaginación del ciclista choca abruptamente con la otra forma horizontal en la que habitualmente pedalea y vive. No es fácil. Como leer, es aceptar que hay que saltar sobre un abismo que media entre dónde está el relato y donde se encuentra el lector. En el caso de la catedral de Berlín, el abismo sería entre lo que cuentan, y se cuentan, su cúpula y su cripta, testigos de una cosmovosión del mundo ya inexistente, y el relato de la vida cotidiana del ciclista.
Como en toda catedral, la cúpula de la de Berlín apunta hacia el cielo, a mayor gloria eterna de Dios, sustentada sobre una cripta donde reposan eternamente los promotores de aquella y los verdaderos delegados de Aquel en la tierra. En este caso, en la cripta se encuentran las tumbas de la mayoría de los miembros de la familia de los Hollenzolen, dinastía dominante en Alemania durante muchos siglos. Los suficientes como para hacerse merecedores de ese lugar único en los fundamentos de la catedral de la capital alemana. Los turistas que acudimos al reclamo de la catedral cumplimos obedientemente los preceptos que el espectáculo nos impone, pero no dejo de preguntarme, ¿somos así de disciplinados con nuestra imaginación mientras hacemos el recorrido de la cripta a la cúpula? ¿O seguimos enrocados y enconados en nuestra manera arbitraria y fragmentada de imaginar, que pretendiendo llegar a todas partes no acaba por llegar a ninguna? ¿Qué pensamos mientras deambulamos entre las tumbas monárquicas e imperiales de la cripta? ¿Sólo son tumbas con sus correspondientes inscripciones? ¿Qué avizoraremos cuando damos vueltas a la cúpula? ¿Solo son edificios que dibujan la línea actual del cielo sobre Berlín? Traté de fijarme en que medida los que me acompañaban en la visita a la cripta captaban lo que no se esperaban. Tarea estéril, pues todo el mundo parecía que no esperaba nada, si tenía en cuenta la urgencia por captar instantáneas con sus cámaras. En esas estaba cuando me llamó la atención un señor de mediana edad al que le faltaba el brazo derecho. Si me trasmitió, digo yo que por causa de su minusvalía, que su mirada se fijaba de manera diferente a de los demás turistas. El hecho de que no pudiera hacer fotos con soltura le permitía, digamos, ir más suelto imaginativamente hablando. Se notaba en los movimientos de la cabeza para enfocar lo que atraía, y, sobre todo, en que para él los detalles lo eran todo. Todavía en la cripta, por ejemplo, después de ver la primera tumba casi todos los visitantes siguieron la flecha indicativa del recorrido echando una mirada sobre las restantes como algo ya visto. El manco, sin embargo, se fijó con atención en la inscripción que proporcionaba los datos biográficos de quién estaba allí enterrado y en la forma que estaba sellada la tapa del sarcófago. Esta última preocupación me pareció la más significativa por la ambigüedad que denotaba. Me dio la impresión de que no le era suficiente con las palabras y números de la inscripción, con su aspecto exterior de mero signo. Quería cerciorarse de que quien se suponía estaba allí dentro, estaba realmente allí dentro. Para lo cual el sellado del sarcófago era una prueba irrefutable. A mi entender determinaba la tensión que existía entre los restos de dentro y los de fuera. El diálogo, para entendernos, entre aquellos muertos y estos vivos. Todo lo cual daba al traste con la intención historicista de los relatores de la cripta, esa que pretendía transformar en reliquia intransitiva, es decir, sin presente alguno, los cuerpos de aquellos monarcas y sus familias. ¿De que le sirve a un republicano actual saber que allí se encuentran los restos más notables de su pasado imperial y monárquico? Pienso que el manco buscaba una respuesta en otra dirección que la meramente estadística. No me estoy refiriendo a alguna extravagancia artística de esas que se han puesto ahora de moda, algo así como hacer de la cripta un lugar para un perfomance relacionada con el espíritu de la película de los muertos vivientes. No. Pienso que su actitud tenía que ver más bien con el padecimiento de la trascendencia que afecta a todo ser humano sensible. Lo deduje no por su conducta misteriosa, sino por contraste con la trasparencia con que mostraban los visitantes la suya que, sin llegar a ser de la fatuidad de los que suelen visitar el museo del Holocausto, al lado de la puerta de Brandeburgo, si adolecía de la curiosidad necesaria que los sacara de su condición de turistas saltimbanquis, cuya percepción de sí mismos se debe asemejar bastante a la de un edificio itinerante pero vacío, ora en la cripta, ora en la cúpula, ora en el museo de Pérgamo, ora en el museo municipal, etc. Respecto a esa trascendencia habitual, el manco había empezado como dios manda, bajando al Hades, que en la catedral de Berlín podía estar representada con acierto en su cripta. Desde que me fijé en su conducta respecto a los sarcófagos de la dinastía imperial alemana, no lo perdí de vista. Cuando decidió abandonar la cripta subió las escaleras y se dirigió a las que llevaban a la cúpula. Seguí sus pasos de cerca sin demasiada precaución por que se diera cuenta de que iba detrás, pues lo veía totalmente absorto en lo suyo. De repente, se cruzó por medio un tumulto inesperado de turistas y fue entonces cuando lo dejé de ver. Cuando me dispuse a subir las escaleras de la cúpula mire hacia los primeros escalones y no detecté el mínimo atisbo de su presencia. Volví al vestíbulo de la catedral a ver si estaba entre los Refugiados. Tampoco. Después de todo, no era descabellado pensar que en su imaginación los Refugiados se hubieran dado cita entre los sarcófagos. Di al manco por perdido y me dispuse a subir a la cúpula. Desde los primeros escalones, en el interior de algunos de los edificios vacíos que subían comenzaron a oírse los gemidos provenientes de alguna de sus articulaciones, como si estuvieran cerrando una puerta a lo lejos. A medida que la escalera se estrechaba y se empinaba, yo diría que a partes iguales, empecé a notar los silbidos que el aire producía al colarse por sus grietas. A esas alturas los edificios vacíos continuaban igual de vacíos, pero habían ensanchado el volumen, hasta el punto de tener dificultades para adaptarse al hueco de la escalera, que se había convertido en la silueta de una concha de caracol. Una vez arriba, cuando llevaba dos vueltas alrededor de la cúpula, me volví a encontrar al manco con una actitud que en nada había cambiado respecto a la de la cripta. Miraba como hipnotizado la línea del cielo berlinés. Con disimulo me puse a su lado para tratar de averiguar cual era el centro o el motivo de su mirada. Lo edificios vacíos daban vueltas alrededor de la cúpula y cuando se cansaban, o ya habían hecho las fotos y selfies pertinentes, iniciaban el descenso. Mientras estuvieron ahí arriba desaparecieron los gemidos de las articulaciones interiores y las corrientes de aire como si dieran golpes a una puerta abierta. Por su parte, el manco se paró en seco y enfocó su mirada hacia la zona del Reichstag, la Torre de la Victoria y el Tiergarten. El día era despejado, lo que permitía distinguir con nitidez el perfil de los primeros y la mancha verde del hermoso parque berlinés. Auspiciado por esa claridad me vinieron a la memoria las palabras que dijo Joseph Roth, a propósito del Reichstag, en un artículo publicado en el Frankfurter Zeitung el 30 de mayo de 1924:
"El parlamentarismo alemán disfruta de una ubicación poética. Solo la Konigsplatz separa al Reichstag de la verde lírica pastoril del Tiergarten. Al hombre apolítico le resulta difícil renunciar al hermoso día de mayo en que el nuevo Parlamento Alemán celebra su primera sesión.
El impresionante edificio cumple treinta años el próximo mes de diciembre. Durante tres décadas ha irritado a la gente con buen gusto e ideas democráticas. En la entrada se halla la dedicatoria: Dem deutschen Volke (Al pueblo alemán). Pero en su cúpula, a setenta y cinco metros de altura sobre el nivel de la calle, se alza, ancha e imponente, la corona de oro, una carga que no guarda proporción alguna con la cúpula y desmiente el lema de la dedicatoria.
Quien no lo sepa creerá que la entrada principal del edificio es la entrada principal. Quien no lo sepa creerá que esa espléndida fachada con las seis columnas corintias de gran tamaño tiene la finalidad de recibir a los representantes del pueblo con cierta pompa, sí, pero no con menos dignidad. Las grandes puertas siempre están cerradas. Solo se abrieron una sola vez en tiempos de la república (cuando el entierro de Rathenau). La ambición de las seis columnas corintias es en vano. La fachada principal es un lujo inútil. La parte anterior del Reichstag da la impresión de ser una vasta mansión cuyos propietarios se han ido de viaje. La juventud alemana juega descalza en la escalera. Un policía uniformado de verde crece como una palmera ornamental: un verde solitario entre la blancura y la aridez de tanta piedra".
El manco siguió con la mirada extasiada unos minutos mas, apoyándose levemente en la balaustrada de la cúpula. Como si no quisiera perder de vista el movimiento de sus señorías entrando y saliendo en la sala de plenos del parlamento, flanqueados por las cuatro estatuas de bronce de otros tantos emperadores alemanes, que intentaban verificar el perfecto estado de revista de los representantes del pueblo para la función que les había sido encomendada. "Una sala de plenos grave, oscura y revestida de una madera marrón, dispone de unas tribunas inhóspitas y estrechas que acogen de mala gana al público y a la prensa y limitan sus movimientos. Hoy, día de la sesión inaugural, están abarrotadas desde las dos de la tarde. Los ujieres aguzan la vista por la solemnidad de la ocasión. Los reporteros encargados de los ecos de sociedad rondan por los pasillos para cubrir la llegada de Ludendorff. No faltan los curiosos interesados en la política y los curiosos interesados en lo vulgar". El manco parecía estar, más que ninguno de los que daban vueltas en lo algo de la cúpula de la catedral, más que yo mismo incluso, al lado de Joseph Roth en el Berlín de los años treinta. No voy a decir resentimiento, pues la edad que aparentaba se lo impedía, pero si una extraña melancolía por aquello que la barbarie se llevó por delante me daba la impresión que lo mantenía en pie atado a su quietud momentánea. Y es que la línea del cielo que se dibuja desde la cúpula de la catedral de Berlín no ha variado sustancialmente desde entonces. Ni las aportaciones de Norman Foster a la cúpula del Reischtag sustituyendo a la corona de oro, ni la esplendorosa estación central de tren, ni las otras edificaciones surgidas desde 1945, impiden ver la montaña de escombros, hoy convertida en un hermoso parque municipal, donde descansa el Berlín que describió Roth y con el que tal vez sueña la mirada embelesada del manco
lunes, 13 de marzo de 2017
CRÓNICAS DEL RÍO ODER 14
EN LA CATEDRAL DE BERLÍN: LA CRIPTA
En el viaje anterior me quedé a la puerta de la cripta de la catedral. No me acuerdo exactamente si no entré porque me pareció caro el ticket de acceso o porque no tenía un hueco en la agenda de aquel día. La catedral de Berlín es uno de los mayores atractivos turísticos de la ciudad, junto con la isla de los museos el museos que está enfrente. Dicho. Ahora de nuevo ante la puerta de la cripta, me vienen a la memoria las palabras de Joseph Roth en sus crónicas Berlinesas:
"¿Qué me importa, a mí, paseante que marcha en diagonal por un avanzado día de primavera, la gran tragedia de la historia universal que recogen los editoriales de los periódicos? Ni siquiera me importa el destino de un hombre que podría ser el héroe de una tragedia, de un hombre que ha perdido a su mujer o recibido una herencia, de un hombre que engaña a su esposa o que guarda relación, a fin de cuentas, con cualquier cosa patética. En vista de los acontecimientos microscópicos, todo pathos es en vano, se pierde sin sentido. Lo diminuto de las partes impresiona más que la monumentalidad del conjunto. Ya no necesito los gestos ampulosos, que intentan abarcarlo todo, del héroe del teatro Universal. Yo soy un paseante".
Y yo un ciclista, apeado momentáneamente de su bici, que se quiere olvidar durante unos minutos del mundo de los vivos y adentrarse en el de los muertos, aunque estos muertos sean los de la familia más poderosa de Alemania hasta el final de la Primera Guerra Mundial, los Hollenzolen. Me fijo, entonces, en la cola de la ventanilla donde venden la entrada para acceder a la cripta de la catedral de Berlín. Es larga, y el precio me vuelve a parecer excesivo, lo cual me volvió a sumergir, como en el viaje anterior, en la duda de si entrar o no. Hoy si tengo tiempo, no tengo problemas de agenda como diría un alto directivo empresarial, ¿entonces? Mientras me decido, o deshago el nudo mental en que me encuentro, me pongo a la cola que avanza muy lentamente. Y me pregunto, como si el paseante Roth estuviera a mi lado, ¿en qué medida las crónicas que escribió en su día, mientras paseaba por aquel Berlín, eran ajenas a las bombas que lo aniquilarían para siempre? ¿En qué medida el mundo de ayer era ajeno al de hoy?, como a lo mejor imaginó su amigo Zweig.
Efectivamente, en la cripta se encuentra una parte de ese mundo de ayer, en el que el Roth y Zweig imaginaban la tragedia como una forma de entenderlo. Así como la relación entre los grandes acontecimientos y los pequeños. Me da la impresión según escribo las palabras de Roth que sabía dónde estaba, o que estaba donde quería estar, lo que le permitió intuir lo que se avecinaba. Sin embargo, si me fijo en los que tengo por delante y por detrás en la cola, si me fijo en mi mismo, me cuesta tener esa misma convicción que trasmite Roth en su escrito. Es como si algo hubiéramos perdido una vez que nos han despojado de nuestra antigua posibilidad de ser héroes de la tragedia de la vida. Como si la tragedia misma se hubiese comido, de forma definitiva, esa posibilidad cuando desplegó toda su ferocidad, no como representación, sino de forma literal sobre los grandes y los pequeños acontecimientos. Sobre la misma idea de pasear. Mientras esperaba en la cola, se me ocurrió preguntarle a quien están delante de mi si sabia quien era Joseph Roth y quienes eran los que yacían eternamente en la cripta. Muy amablemente me dijo que lo ignoraba y me remitió a la señora de la taquilla o al punto de información que había nada más entrar, por decirlo así, en el vestíbulo de la catedral. Lo siento, me dijo, yo deseo ir a la cúpula, que la han abierto recientemente y dicen que vale la pena la vista panorámica que desde allí se observa. Se la recomiendo, concluyó antes de dirigirse a la ventanilla, pues ya le tocaba su turno. Lo menos importante es de que cosas nos acordamos y de cuales no, lo importante es subir y bajar por las rampas de la Actualidad. La reciente inauguración de la cúpula de la catedral de Berlín era la noticia, esa era la única verdad en aquel recinto, iba a decir sagrado, aunque lo que más le convenga sea el calificativo de anómico. Anomia que se da entre la falta de memoria de los turistas y su disposición a llenar ese hueco con las noticias de los acontecimientos que en cada momento le cuenten. Y la enorme cola era la línea que deambulaba con acierto entre esas dos coordenadas del presente de la cúpula de la catedral de Berlín. Cuando me acerqué a la taquilla la señora que se encargaba de vender los tiquets me hizo una oferta, subir a la cúpula y baja a la cripta por un precio en el que también se incluía la visita a la catedral. Yo le pregunté que si era posible visitar solo la cripta. No, no era posible. Lo que si era posible, y recomendable, era visitar solo la cúpula. Ergo, el turista que me precedió en la cola tenía toda la razón. En el momento presente no es necesario recordar nada, ni nada que contar, ni nada que nos cuenten. Todas las miradas se fijan en las cuentas. Como puede suponer seguí la recomendación de la taquillera y compré el paquete de cúpula y cripta. Y visita a la catedral.
Al entrar en lo que he llamado el vestíbulo de la catedral me topé con una instalación artística que me conmovió - iba a decir de repente, pero pienso que es una redundancia pues la conmoción nunca es premeditada, sale al camino del alma de quien busca - lo cual me llevó a calificarla de inmediato como una obra de arte. No digo que sea, o que fuera, dado su carácter efímero, un buena obra o una mala obra de arte, o una obra maestra, digo que era una obra de arte a secas, en la medida que es eso que acontece cuando el alma del espectador, o del lector, se estremece ante lo que ve o lo que lee, pues su búsqueda parece haberse topado con un hito en su camino. La instalación se titulada "Los Refugiados", del año 2011, de Helen Escobedo, prestada para la ocasión por el museo de las mujeres de Bonn. Mi conmoción no vino por la concomitancia que la artista hubiera podido obtener entre el título y lo que yo veía: un puñado de trapos agrupados en forma de personas que caminaban cabizbajos hacia ninguna parte determinada. Ante la primera mirada me parecieron mendigos. Luego, cuando volví a pensar sobre ellos, me reafirmé en en el calificativo, pero con una precisión que iba ganando aceptos entre el conjunto de mis contradicciones internas que se debatían en cómo salir del embrollo en que yo, sin previo aviso, las había metido. Mendigos, sin duda, es lo que parecían, pero no muy diferentes a lo que lo éramos cualquiera de los que los mirábamos. Porque si sólo los sintiera como mendigos por el hecho de asociar su mendicidad a su hipotética condición de refugiados, ¿a cuento de qué ha hecho lo qué ha hecho la autora Escobedo? ¿Para despertar mi conciencia de ciudadano instalado en el mundo a donde - ahora si podía imaginar su destino pensando de tal manera - dirigen sus pasos temblorosos aquellos trapos antropomórficos? Pero, ¿pensando yo de esa manera no era pensar como la autora pensaba, o lo que es lo mismo, me impedía pensar por mi mismo? ¿Si aceptaba que con aquella instalación la autora pretendía asociar a los refugiados con los mendigos (los trapos que les daban forma cumplían a su vez la función de andrajos con los que iban vestidos) y a los espectadores como inevitables acogedores de quienes llaman a la puerta, no era lo mismo que entregarme en manos de esa forma de pensamiento y de asociación, que, mira por dónde, es el pensamiento y la asociación de una gran parte de la coyuntura actual? Dicho de otra manera, vista así, bajo la influencia del supuesto pensamiento de Helena Escobedo, aquella instalación tenia la intención de un mensaje a una noticia añadido, y la autora la vocación inequívoca de predicadora o locutora.
Días más tarde, volví a pensar no ya en la instalación de Los Refugiados que, a pesar de la autora, para mí era una obra de arte, sino en la explicación de por qué la había colocado para su exhibición en un lateral de la catedral de Berlín. Se impuso de manera inevitable la sospecha de que, por encima de su condición de artista, lo había hecho por su otra condición de predicadora, que convivía con aquella con total desparpajo en la conciencia de Escobedo. Sin embargo, el sentimiento de plenitud que, con el paso del tiempo, se ha ido apoderando de mi al recordar a Los refugiados tiene que ver, no con la coyuntura política internacional, sino con una forma de la experiencia, con la manera de buscar el alma de mendigo que, como dije antes, acompaña a nuestras condición de seres humanos desde que nacemos. Una mendicidad que, como le será fácil deducir, no tiene nada que ver con el poder adquisitivo, ni con la seguridad de estar en la lado bueno de la frontera, sino con la precariedad inherente a nuestra existencia, a la que le sienta bien verse reflejada en esa pasarela de andrajos vivientes, para hacer más evidente, si cabe, el correlato de los "muertos vivientes" en que, al fin y a la postre, hemos convertido nuestra vida actual aupada sobre las pasarelas del éxito, la inmediatez y el rendimiento
"¿Qué me importa, a mí, paseante que marcha en diagonal por un avanzado día de primavera, la gran tragedia de la historia universal que recogen los editoriales de los periódicos? Ni siquiera me importa el destino de un hombre que podría ser el héroe de una tragedia, de un hombre que ha perdido a su mujer o recibido una herencia, de un hombre que engaña a su esposa o que guarda relación, a fin de cuentas, con cualquier cosa patética. En vista de los acontecimientos microscópicos, todo pathos es en vano, se pierde sin sentido. Lo diminuto de las partes impresiona más que la monumentalidad del conjunto. Ya no necesito los gestos ampulosos, que intentan abarcarlo todo, del héroe del teatro Universal. Yo soy un paseante".
Y yo un ciclista, apeado momentáneamente de su bici, que se quiere olvidar durante unos minutos del mundo de los vivos y adentrarse en el de los muertos, aunque estos muertos sean los de la familia más poderosa de Alemania hasta el final de la Primera Guerra Mundial, los Hollenzolen. Me fijo, entonces, en la cola de la ventanilla donde venden la entrada para acceder a la cripta de la catedral de Berlín. Es larga, y el precio me vuelve a parecer excesivo, lo cual me volvió a sumergir, como en el viaje anterior, en la duda de si entrar o no. Hoy si tengo tiempo, no tengo problemas de agenda como diría un alto directivo empresarial, ¿entonces? Mientras me decido, o deshago el nudo mental en que me encuentro, me pongo a la cola que avanza muy lentamente. Y me pregunto, como si el paseante Roth estuviera a mi lado, ¿en qué medida las crónicas que escribió en su día, mientras paseaba por aquel Berlín, eran ajenas a las bombas que lo aniquilarían para siempre? ¿En qué medida el mundo de ayer era ajeno al de hoy?, como a lo mejor imaginó su amigo Zweig.
Efectivamente, en la cripta se encuentra una parte de ese mundo de ayer, en el que el Roth y Zweig imaginaban la tragedia como una forma de entenderlo. Así como la relación entre los grandes acontecimientos y los pequeños. Me da la impresión según escribo las palabras de Roth que sabía dónde estaba, o que estaba donde quería estar, lo que le permitió intuir lo que se avecinaba. Sin embargo, si me fijo en los que tengo por delante y por detrás en la cola, si me fijo en mi mismo, me cuesta tener esa misma convicción que trasmite Roth en su escrito. Es como si algo hubiéramos perdido una vez que nos han despojado de nuestra antigua posibilidad de ser héroes de la tragedia de la vida. Como si la tragedia misma se hubiese comido, de forma definitiva, esa posibilidad cuando desplegó toda su ferocidad, no como representación, sino de forma literal sobre los grandes y los pequeños acontecimientos. Sobre la misma idea de pasear. Mientras esperaba en la cola, se me ocurrió preguntarle a quien están delante de mi si sabia quien era Joseph Roth y quienes eran los que yacían eternamente en la cripta. Muy amablemente me dijo que lo ignoraba y me remitió a la señora de la taquilla o al punto de información que había nada más entrar, por decirlo así, en el vestíbulo de la catedral. Lo siento, me dijo, yo deseo ir a la cúpula, que la han abierto recientemente y dicen que vale la pena la vista panorámica que desde allí se observa. Se la recomiendo, concluyó antes de dirigirse a la ventanilla, pues ya le tocaba su turno. Lo menos importante es de que cosas nos acordamos y de cuales no, lo importante es subir y bajar por las rampas de la Actualidad. La reciente inauguración de la cúpula de la catedral de Berlín era la noticia, esa era la única verdad en aquel recinto, iba a decir sagrado, aunque lo que más le convenga sea el calificativo de anómico. Anomia que se da entre la falta de memoria de los turistas y su disposición a llenar ese hueco con las noticias de los acontecimientos que en cada momento le cuenten. Y la enorme cola era la línea que deambulaba con acierto entre esas dos coordenadas del presente de la cúpula de la catedral de Berlín. Cuando me acerqué a la taquilla la señora que se encargaba de vender los tiquets me hizo una oferta, subir a la cúpula y baja a la cripta por un precio en el que también se incluía la visita a la catedral. Yo le pregunté que si era posible visitar solo la cripta. No, no era posible. Lo que si era posible, y recomendable, era visitar solo la cúpula. Ergo, el turista que me precedió en la cola tenía toda la razón. En el momento presente no es necesario recordar nada, ni nada que contar, ni nada que nos cuenten. Todas las miradas se fijan en las cuentas. Como puede suponer seguí la recomendación de la taquillera y compré el paquete de cúpula y cripta. Y visita a la catedral.
Al entrar en lo que he llamado el vestíbulo de la catedral me topé con una instalación artística que me conmovió - iba a decir de repente, pero pienso que es una redundancia pues la conmoción nunca es premeditada, sale al camino del alma de quien busca - lo cual me llevó a calificarla de inmediato como una obra de arte. No digo que sea, o que fuera, dado su carácter efímero, un buena obra o una mala obra de arte, o una obra maestra, digo que era una obra de arte a secas, en la medida que es eso que acontece cuando el alma del espectador, o del lector, se estremece ante lo que ve o lo que lee, pues su búsqueda parece haberse topado con un hito en su camino. La instalación se titulada "Los Refugiados", del año 2011, de Helen Escobedo, prestada para la ocasión por el museo de las mujeres de Bonn. Mi conmoción no vino por la concomitancia que la artista hubiera podido obtener entre el título y lo que yo veía: un puñado de trapos agrupados en forma de personas que caminaban cabizbajos hacia ninguna parte determinada. Ante la primera mirada me parecieron mendigos. Luego, cuando volví a pensar sobre ellos, me reafirmé en en el calificativo, pero con una precisión que iba ganando aceptos entre el conjunto de mis contradicciones internas que se debatían en cómo salir del embrollo en que yo, sin previo aviso, las había metido. Mendigos, sin duda, es lo que parecían, pero no muy diferentes a lo que lo éramos cualquiera de los que los mirábamos. Porque si sólo los sintiera como mendigos por el hecho de asociar su mendicidad a su hipotética condición de refugiados, ¿a cuento de qué ha hecho lo qué ha hecho la autora Escobedo? ¿Para despertar mi conciencia de ciudadano instalado en el mundo a donde - ahora si podía imaginar su destino pensando de tal manera - dirigen sus pasos temblorosos aquellos trapos antropomórficos? Pero, ¿pensando yo de esa manera no era pensar como la autora pensaba, o lo que es lo mismo, me impedía pensar por mi mismo? ¿Si aceptaba que con aquella instalación la autora pretendía asociar a los refugiados con los mendigos (los trapos que les daban forma cumplían a su vez la función de andrajos con los que iban vestidos) y a los espectadores como inevitables acogedores de quienes llaman a la puerta, no era lo mismo que entregarme en manos de esa forma de pensamiento y de asociación, que, mira por dónde, es el pensamiento y la asociación de una gran parte de la coyuntura actual? Dicho de otra manera, vista así, bajo la influencia del supuesto pensamiento de Helena Escobedo, aquella instalación tenia la intención de un mensaje a una noticia añadido, y la autora la vocación inequívoca de predicadora o locutora.
Días más tarde, volví a pensar no ya en la instalación de Los Refugiados que, a pesar de la autora, para mí era una obra de arte, sino en la explicación de por qué la había colocado para su exhibición en un lateral de la catedral de Berlín. Se impuso de manera inevitable la sospecha de que, por encima de su condición de artista, lo había hecho por su otra condición de predicadora, que convivía con aquella con total desparpajo en la conciencia de Escobedo. Sin embargo, el sentimiento de plenitud que, con el paso del tiempo, se ha ido apoderando de mi al recordar a Los refugiados tiene que ver, no con la coyuntura política internacional, sino con una forma de la experiencia, con la manera de buscar el alma de mendigo que, como dije antes, acompaña a nuestras condición de seres humanos desde que nacemos. Una mendicidad que, como le será fácil deducir, no tiene nada que ver con el poder adquisitivo, ni con la seguridad de estar en la lado bueno de la frontera, sino con la precariedad inherente a nuestra existencia, a la que le sienta bien verse reflejada en esa pasarela de andrajos vivientes, para hacer más evidente, si cabe, el correlato de los "muertos vivientes" en que, al fin y a la postre, hemos convertido nuestra vida actual aupada sobre las pasarelas del éxito, la inmediatez y el rendimiento
sábado, 11 de marzo de 2017
CRÓNICAS DEL RÍO ODER 13
JOSEPH ROTH, CRONISTA DE BERLÍN
En esta nueva visita a Berlín pretendía, así me comprometí en la anterior, estar cerca de Joseph Roth. A sabiendas de que no le gustaba Berlín, aunque fuera uno de sus cronistas más eminentes, que fue lo que consolidó su estilo y orientó su futuro como escritor, y, lo que al fin al cabo, acabó por hacerlo famoso. Aunque el impulso de acercarme a este cronista tan impar tuviera que ver con la época en la que el vivió y escribió en Berlín, la de la República de Weimar, que es semejante en cuanto a confusión y delirio a la que yo vivo, y se vive en Europa, cuando se instaló en la ciudad alemana. Más o menos, aunque al hilo de lo que estamos viviendo en la actualidad yo diría que más bien menos que más todo el mundo sabe cómo acabó aquella época de Roth. Sin embargo, de cómo acabará la época que vivimos los europeos hoy en día solo me atrevo a decir, porque cualquier otra expresión seria falsa, que espero y deseo que no acabe de la misma forma, ya que lo más probable es que no habría nadie para contarlo. No sé si Joseph Roth intuyó, a partir de ese desdén que le producía el Berlín de los años veinte del siglo pasado, la que se iba a echar encima sobre el continente europeo. Yo pienso que leyendo sus crónicas berlinesas, aunque escritas desde el escepticismo y con un agudo espíritu crítico, Roth no imaginaba el infierno en que se convierto Europa años más tarde de su momento de esplendor periodístico. Para muestra le dejo lo que escribió en una carta en el Frankfurter Zeitung en 1926:
"La página de cultura es para un periódico tan importante como la sección de política; y diría que, para el lector, es aún más importante. El periódico moderno integrará todo lo demás, no solo la política. El periódico moderno necesita más al reportero que al editorialista. Yo no soy un suplemento, no soy un postre, soy el plato principal. (...) A mi me leen con interés. No como las noticias del Parlamento, o los telegramas...Yo no hago comentarios divertidos. Yo dibujo el rostro del tiempo. Y esa es la tarea de un gran periódico".
El caso fue que para no perder de vista lo que hoy pudiera significar ese dibujo del tiempo, me hospedé en un hotel enfrente de la casa donde Roth vivió durante muchos años, en el número 75 de Postdamerstrasse. Hoy es un restaurante cuyas paredes están decoradas de arriba abajo con fotografías y recuerdos del escritor y periodista, gracias a la gentileza y el entusiasmo de los dueños cooperativistas del restaurante. A mí Berlín si me gusta y lo que escribió Roth también. Probablemente porque sus palabras anticiparon, sin saberlo, lo que iba a venir después. En ese dibujo del tiempo que Roth trató de dejar impreso en sus escritos, se puede rastrear, mejor que con la enumeración y análisis de los hechos, el caldo de cultivo que se estaba fraguando en las calles y plazas de Berlín, así como en sus más oscuros y recónditos rincones. Nada más aparcar la bici me dirigí al restaurante y pedí un vino blanco alemán. De entre todas las fotos que decoraban las paredes me fijé en la que Roth aparece con Zweig. Dos rostros y dos estilos de contar aquel mundo que ayer. Si mal no recuerdo la foto está hecha en París, pocos años antes de que Roth muriera, y de que estallara la Segunda Guerra Mundial, en 1939. Una vez acabada mi copa de vino Reisling le prometí a la camarera que volvería a cenar antes de que dejara Berlín.
Me gustaría comprobar o experimentar en que medida este Berlín en el que vivió y escribió Roth existe en la actualidad en la conciencia de los berlineses. Al viajero o al turista, el Berlín actual se le ofrece sin ocultar ninguna de sus cicatrices del pasado, y tiene unas cuentas que atraviesan la ciudad de norte a sur y de este a oeste. Yo pienso que esa honestidad es lo que la convierte en la capital no solo de Alemania, sino también de la Unión Europea. Sin embargo, el viajero o el turista no puede dejar de olvidar que fue amparado por el falso esplendor de los dorados años veinte donde el huevo de la serpiente, de cuya devastadora existencia son testimonio las cicatrices aludidas, empezó a incubarse. Me falta esa experiencia de quién vive o ha vivido entre los berlineses una larga temporada, pero por el ambiente que se respira como turista si puedo detectar que ese pasado y sus consecuencias - a falta de un ideal de futuro, que no es solo una carencia berlinesa o alemana, sino lo propio de la época en que vivimos - es algo más que una mera compensación, yo pienso que es haber encontrado, al fin, el lugar en el mundo. Berlín para mí significa eso. Un ejemplo a tener en cuenta, tanto a nivel colectivo como individual, de cómo encarar el porvenir. No hay más futuro que aprender a saber relacionarnos con nuestro pasado. Lo cual no tiene nada que ver con dejarse embaucar por lo peor de la melancolía. Ni subscribirse incondicionalmente al rancio eslogan de que cualquier pasado fue mejor. Ni a ese casticismo que dice que es importante conocer el pasado para no repetirlo en el presente. Me da que los berlineses no piensan así. Y, sin embargo, no me cabe ninguna duda de que si piensan, porque se acuerdan - al mismo tiempo - de que su pasado es algo que tienen y que han. La literatura no es algo más para ocultar o entretener la vida, sino la manera definitiva de desvelarla en toda su plenitud. Joseph Roth siempre lo entendió así
En esta nueva visita a Berlín pretendía, así me comprometí en la anterior, estar cerca de Joseph Roth. A sabiendas de que no le gustaba Berlín, aunque fuera uno de sus cronistas más eminentes, que fue lo que consolidó su estilo y orientó su futuro como escritor, y, lo que al fin al cabo, acabó por hacerlo famoso. Aunque el impulso de acercarme a este cronista tan impar tuviera que ver con la época en la que el vivió y escribió en Berlín, la de la República de Weimar, que es semejante en cuanto a confusión y delirio a la que yo vivo, y se vive en Europa, cuando se instaló en la ciudad alemana. Más o menos, aunque al hilo de lo que estamos viviendo en la actualidad yo diría que más bien menos que más todo el mundo sabe cómo acabó aquella época de Roth. Sin embargo, de cómo acabará la época que vivimos los europeos hoy en día solo me atrevo a decir, porque cualquier otra expresión seria falsa, que espero y deseo que no acabe de la misma forma, ya que lo más probable es que no habría nadie para contarlo. No sé si Joseph Roth intuyó, a partir de ese desdén que le producía el Berlín de los años veinte del siglo pasado, la que se iba a echar encima sobre el continente europeo. Yo pienso que leyendo sus crónicas berlinesas, aunque escritas desde el escepticismo y con un agudo espíritu crítico, Roth no imaginaba el infierno en que se convierto Europa años más tarde de su momento de esplendor periodístico. Para muestra le dejo lo que escribió en una carta en el Frankfurter Zeitung en 1926:
"La página de cultura es para un periódico tan importante como la sección de política; y diría que, para el lector, es aún más importante. El periódico moderno integrará todo lo demás, no solo la política. El periódico moderno necesita más al reportero que al editorialista. Yo no soy un suplemento, no soy un postre, soy el plato principal. (...) A mi me leen con interés. No como las noticias del Parlamento, o los telegramas...Yo no hago comentarios divertidos. Yo dibujo el rostro del tiempo. Y esa es la tarea de un gran periódico".
El caso fue que para no perder de vista lo que hoy pudiera significar ese dibujo del tiempo, me hospedé en un hotel enfrente de la casa donde Roth vivió durante muchos años, en el número 75 de Postdamerstrasse. Hoy es un restaurante cuyas paredes están decoradas de arriba abajo con fotografías y recuerdos del escritor y periodista, gracias a la gentileza y el entusiasmo de los dueños cooperativistas del restaurante. A mí Berlín si me gusta y lo que escribió Roth también. Probablemente porque sus palabras anticiparon, sin saberlo, lo que iba a venir después. En ese dibujo del tiempo que Roth trató de dejar impreso en sus escritos, se puede rastrear, mejor que con la enumeración y análisis de los hechos, el caldo de cultivo que se estaba fraguando en las calles y plazas de Berlín, así como en sus más oscuros y recónditos rincones. Nada más aparcar la bici me dirigí al restaurante y pedí un vino blanco alemán. De entre todas las fotos que decoraban las paredes me fijé en la que Roth aparece con Zweig. Dos rostros y dos estilos de contar aquel mundo que ayer. Si mal no recuerdo la foto está hecha en París, pocos años antes de que Roth muriera, y de que estallara la Segunda Guerra Mundial, en 1939. Una vez acabada mi copa de vino Reisling le prometí a la camarera que volvería a cenar antes de que dejara Berlín.
Me gustaría comprobar o experimentar en que medida este Berlín en el que vivió y escribió Roth existe en la actualidad en la conciencia de los berlineses. Al viajero o al turista, el Berlín actual se le ofrece sin ocultar ninguna de sus cicatrices del pasado, y tiene unas cuentas que atraviesan la ciudad de norte a sur y de este a oeste. Yo pienso que esa honestidad es lo que la convierte en la capital no solo de Alemania, sino también de la Unión Europea. Sin embargo, el viajero o el turista no puede dejar de olvidar que fue amparado por el falso esplendor de los dorados años veinte donde el huevo de la serpiente, de cuya devastadora existencia son testimonio las cicatrices aludidas, empezó a incubarse. Me falta esa experiencia de quién vive o ha vivido entre los berlineses una larga temporada, pero por el ambiente que se respira como turista si puedo detectar que ese pasado y sus consecuencias - a falta de un ideal de futuro, que no es solo una carencia berlinesa o alemana, sino lo propio de la época en que vivimos - es algo más que una mera compensación, yo pienso que es haber encontrado, al fin, el lugar en el mundo. Berlín para mí significa eso. Un ejemplo a tener en cuenta, tanto a nivel colectivo como individual, de cómo encarar el porvenir. No hay más futuro que aprender a saber relacionarnos con nuestro pasado. Lo cual no tiene nada que ver con dejarse embaucar por lo peor de la melancolía. Ni subscribirse incondicionalmente al rancio eslogan de que cualquier pasado fue mejor. Ni a ese casticismo que dice que es importante conocer el pasado para no repetirlo en el presente. Me da que los berlineses no piensan así. Y, sin embargo, no me cabe ninguna duda de que si piensan, porque se acuerdan - al mismo tiempo - de que su pasado es algo que tienen y que han. La literatura no es algo más para ocultar o entretener la vida, sino la manera definitiva de desvelarla en toda su plenitud. Joseph Roth siempre lo entendió así
jueves, 9 de marzo de 2017
CRÓNICAS DEL RÍO ODER 12
ESTO ES AGUA
Y esto es vida. Fue lo primero que se me vino a la cabeza al recordar el texto de Foster Wallace titulado, esto es agua. La vida es la de estos clase media alemana, en su mayoría berlineses o procedentes de los estados del norte, que vienen a disfrutar del pequeño paraíso que construyeron sus antepasados a principios de siglo XX. El agua es la del mar Báltico. Esto es agua por qué aquí hay vida. ¿O es más bien al revés? Lo que me ocurrió caminando por estos lugares, que fueron ideados para que la vida de sus visitantes pueda esparcirse al lado del agua del mar, fue que, al igual que los peces de la fábula de Foster Wallace, si se habían preguntado, ¿qué demonios es el agua? Yo me pregunté, en justa correspondencia, ¿qué demonios es la vida? Pues dicho así, solo de forma enunciativa, a lo mejor lo que se quiere decir sin decirlo es, "esto es la vida dentro de una gran pecera de agua". Para poder afirmar con honradez: esto es la vida, como el pez, hay que salir de la pecera, y aprender, ahí fuera, que es el agua, es decir, que es la vida. De lo que les importa a quienes nunca abandonan la vida dentro de la pecera, y además amenazan de muerte a quienes se acerquen a esa fortaleza amurallada, nunca se sabe nada pues nunca abren la boca, o lo hacen siempre de manera inoportuna. Solo salen de la pecera, para decir algo que en nada les importa. La impostura, entonces, está servida. Y algo, o mucha, de esa falsedad percibí en este maravilloso lugar de esparcimiento cívico y "civilizado". Aunque también pensé que a lo mejor fuera inevitable. Pues, tengo para mí, que hemos llegado a un punto en la historia de la humanidad en la que el desarrollo tecnológico nos brinda la ilusión de que todo es posible, pero a la hora de pensar, no aislados en nuestra torre de marfil, sino para llevar a cabo algo, o hacernos cargo de algo, nos abraza la impotencia. Y tanto para transformar la vida social, como para hacerlo con nuestra forma de vivir y de hablar, nos entra el desánimo. Llegados a este extremo solo hemos sido capaces de acuñar una frase, una espantosa frase: "esto es lo que hay". Todo el griterío que produce la indignación que viene a continuación de reconocer que no sabemos qué hacer, de decir una y otra vez "esto es lo que hay", todo lo que chillamos es para disparar contra instancias y entidades, digamos, metafísicas, con tal de no reconocer que las verdaderas responsables de esa parálisis o pasividad son nuestra ignorancia y su hermana pequeña carnal, nuestra impotencia. Para entendernos, hoy es más fácil imaginar el final del mundo en internet que la caída del capitalismo en nuestras ciudades. ¿Podemos contradecir el espíritu de nuestra época?
Por lo demás, empecé el día con un desayuno de 16 pavos en un hotel de cinco estrellas. Porque eso era vida, y lo que tenía enfrente era agua. Luego di un paseo por la playa e hice una incursión en el mar andando sobre el see brucke, adonde llega el último comercio con tal de que el turista no pierda la ocasión de consumir a 500 metros mar adentro. La comida fue en la casa solariega de principios del XX, donde no me costó imaginar a estos pioneros del turisteo y de los primeros aviones y del teléfono. En fin, pioneros de una forma de vida, que los de que la hemos heredado la sentimos frente unas aguas que siempre estuvieron ahí.
Y esto es vida. Fue lo primero que se me vino a la cabeza al recordar el texto de Foster Wallace titulado, esto es agua. La vida es la de estos clase media alemana, en su mayoría berlineses o procedentes de los estados del norte, que vienen a disfrutar del pequeño paraíso que construyeron sus antepasados a principios de siglo XX. El agua es la del mar Báltico. Esto es agua por qué aquí hay vida. ¿O es más bien al revés? Lo que me ocurrió caminando por estos lugares, que fueron ideados para que la vida de sus visitantes pueda esparcirse al lado del agua del mar, fue que, al igual que los peces de la fábula de Foster Wallace, si se habían preguntado, ¿qué demonios es el agua? Yo me pregunté, en justa correspondencia, ¿qué demonios es la vida? Pues dicho así, solo de forma enunciativa, a lo mejor lo que se quiere decir sin decirlo es, "esto es la vida dentro de una gran pecera de agua". Para poder afirmar con honradez: esto es la vida, como el pez, hay que salir de la pecera, y aprender, ahí fuera, que es el agua, es decir, que es la vida. De lo que les importa a quienes nunca abandonan la vida dentro de la pecera, y además amenazan de muerte a quienes se acerquen a esa fortaleza amurallada, nunca se sabe nada pues nunca abren la boca, o lo hacen siempre de manera inoportuna. Solo salen de la pecera, para decir algo que en nada les importa. La impostura, entonces, está servida. Y algo, o mucha, de esa falsedad percibí en este maravilloso lugar de esparcimiento cívico y "civilizado". Aunque también pensé que a lo mejor fuera inevitable. Pues, tengo para mí, que hemos llegado a un punto en la historia de la humanidad en la que el desarrollo tecnológico nos brinda la ilusión de que todo es posible, pero a la hora de pensar, no aislados en nuestra torre de marfil, sino para llevar a cabo algo, o hacernos cargo de algo, nos abraza la impotencia. Y tanto para transformar la vida social, como para hacerlo con nuestra forma de vivir y de hablar, nos entra el desánimo. Llegados a este extremo solo hemos sido capaces de acuñar una frase, una espantosa frase: "esto es lo que hay". Todo el griterío que produce la indignación que viene a continuación de reconocer que no sabemos qué hacer, de decir una y otra vez "esto es lo que hay", todo lo que chillamos es para disparar contra instancias y entidades, digamos, metafísicas, con tal de no reconocer que las verdaderas responsables de esa parálisis o pasividad son nuestra ignorancia y su hermana pequeña carnal, nuestra impotencia. Para entendernos, hoy es más fácil imaginar el final del mundo en internet que la caída del capitalismo en nuestras ciudades. ¿Podemos contradecir el espíritu de nuestra época?
Por lo demás, empecé el día con un desayuno de 16 pavos en un hotel de cinco estrellas. Porque eso era vida, y lo que tenía enfrente era agua. Luego di un paseo por la playa e hice una incursión en el mar andando sobre el see brucke, adonde llega el último comercio con tal de que el turista no pierda la ocasión de consumir a 500 metros mar adentro. La comida fue en la casa solariega de principios del XX, donde no me costó imaginar a estos pioneros del turisteo y de los primeros aviones y del teléfono. En fin, pioneros de una forma de vida, que los de que la hemos heredado la sentimos frente unas aguas que siempre estuvieron ahí.
miércoles, 8 de marzo de 2017
CRÓNICAS DEL RÍO ODER 11
ÍCARO VUELVE A LA TIERRA
Los hijos siempre nos adelantan por alguno de los lados de la dualidad fatalmente estipulada, bien por la izquierda o bien por la derecha, se me ocurre que deberían pensar los ilusionistas del progreso que se acaba, mientras contemplo en la iglesia de San Nicolás de Alkam la exposición sobre Otto Lielenhan, pionero de la aviación que se anticipó al despegue histórico de los hermanos Whrith. Pero la verdad es que los hijos siempre nos empujan, con más celeridad si cabe, hacia nuestro destino final. Nunca nos pueden adelantar pues le llevamos muchos años de ventaja. Pero los años que tenemos por delante serán el último y agónico intento por vencer a la muerte a costa de poder sobrevolar sobre todo lo que se mueva a nuestro alrededor: el cielo, al fin, será nuestro. Desde la foto que presidía la exposición, era lo que parecía decirme este aviador insigne, anterior a que existiesen los aviones elevando como nunca antes nuestras vidas. La creencia en el paraíso no tenía rivales en aquel entonces finisecular. Y fue desde el cielo desde donde, pocos años más tarde, todo el infierno inimaginable se hizo posible, cayendo sin piedad sobre el paraíso imaginado.
La exposición ocupaba el recinto sagrado de la Iglesia. Como si Lielenhan quisiera pedir permiso a quien hasta ese momento dominaba el cielo, como si le costará cortar amarras con su omnipotencia para poder elevarse por sus propios medios. Como si tuviera algún impedimento para romper con la tradición. Visto desde el presente post paraíso, este hábito de irrumpir en los recintos religiosos para exponer momentos culminantes de la laicidad prosaica del progreso, de los cuales la aviación civil es uno de los más destacados, no me parecen tanto actos de transgresión, como pudiera suponérsele a los organizadores de la exposición, sino un acto de reconciliación y de vuelta al origen. Era como reconocer el tenebroso vacío que ha acompañado, al fin y al cabo, a esa fría y objetiva misión de poner a un hombre en los cielos sin la bendición o mediación divina. Y me parece bien que, de vuelta a la tierra, vuelva al lugar sagrado que es la iglesia de San Nicolas, no a pedir perdón, pues esa frialdad celeste que ha descubierto la aviación no desmerece el acierto de su empeño por acercar las vidas de los seres humanos, sino a recuperar el calor del relato original perdido que no es otro que el que le damos los diferentes visitantes que pululan por la nave de San Nicolas. Ciertamente la aviación civil ha hecho desaparecer todas las historias milenarias que poblaban el cielo cuando los seres humanos lo observaban desde la perspectiva asombrosa de tener solo los pies en la tierra. Pero, a cambio de perder las historias del cielo, paradójicamente, por dejar de tener los pies en la tierra, la aviación permitió a nuestros antepasados poder tomar conciencia cercana - como en paralelo lo hizo el otro gran y frío conquistador del cielo, el teléfono - de la existencia de otras historias humanas que sabíamos, con el metro en la mano, que estaban a muchos miles de kilómetros de donde nosotros estábamos. O pensábamos estar. Porque esta es otra de las importantes aportaciones de estos conquistadores fríos del cielo, que han conseguido que durante la mayor parte de nuestra existencia no estemos donde estamos, o dicho de otra manera, que siempre queramos estar en otro sitio del que habitualmente estamos. Y que está sea la razón de tanto desplazamiento, y que al hacerlo hayamos perdido el espíritu primordial y necesario del viaje, convirtiéndonos sin remedio en unos turistas saltimbanquis. No está mal, repito, que el turista vuelva a poner los pies en la tierra, delante de esta exposición sobre este pionero impar de la aviación civil, en el recinto de una iglesia, construida cuando todavía ni el primer avión, ni el primer teléfono, ocuparan la imaginación de sus arquitectos. Al final, Ícaro cayó en combate o en acto de servicio en numerosas ocasiones, y la muerte se deleitó a su vera exhibiendo todas las víctimas que había arrastrado en su delirio de existencial inmortal. Pero esa es la historia del siglo que siguió a ese momento de gloria que representa la exposición de las andanzas de Otto Lielenhan, pionero de la aviación anterior a los hermanos Whrith.
En la ruta propiamente dicha pocas sorpresas, la naturaleza es así. A punto de salir del parque natural que seguía imponiendo sus leyes y su monotonía, me senté a comer una ensalada de pollo con salsa de nueces frente al hermoso castillo de Stolpe. ¿Era el capricho de un millonario actual o el testimonio de un pasado militar? No logré averiguarlo, tampoco le puse demasiado empeño al asunto. Las dos cosas me parecieron posibles y al mismo tiempo y en el mismo sentido. Cuando llegué a Ahlbeck, lo primero que hice fue acercarme a las orillas del mar Báltico. Era mi manera de rendir reconocimiento a lo inconmensurable y a lo inabarcable. Luego busqué cobijo en un apartamento, que hoy era parte de una gran mansión que se construyó a principios del siglo XX, y que salió indemne de los bombarderos aliados de 1945.
Los hijos siempre nos adelantan por alguno de los lados de la dualidad fatalmente estipulada, bien por la izquierda o bien por la derecha, se me ocurre que deberían pensar los ilusionistas del progreso que se acaba, mientras contemplo en la iglesia de San Nicolás de Alkam la exposición sobre Otto Lielenhan, pionero de la aviación que se anticipó al despegue histórico de los hermanos Whrith. Pero la verdad es que los hijos siempre nos empujan, con más celeridad si cabe, hacia nuestro destino final. Nunca nos pueden adelantar pues le llevamos muchos años de ventaja. Pero los años que tenemos por delante serán el último y agónico intento por vencer a la muerte a costa de poder sobrevolar sobre todo lo que se mueva a nuestro alrededor: el cielo, al fin, será nuestro. Desde la foto que presidía la exposición, era lo que parecía decirme este aviador insigne, anterior a que existiesen los aviones elevando como nunca antes nuestras vidas. La creencia en el paraíso no tenía rivales en aquel entonces finisecular. Y fue desde el cielo desde donde, pocos años más tarde, todo el infierno inimaginable se hizo posible, cayendo sin piedad sobre el paraíso imaginado.
La exposición ocupaba el recinto sagrado de la Iglesia. Como si Lielenhan quisiera pedir permiso a quien hasta ese momento dominaba el cielo, como si le costará cortar amarras con su omnipotencia para poder elevarse por sus propios medios. Como si tuviera algún impedimento para romper con la tradición. Visto desde el presente post paraíso, este hábito de irrumpir en los recintos religiosos para exponer momentos culminantes de la laicidad prosaica del progreso, de los cuales la aviación civil es uno de los más destacados, no me parecen tanto actos de transgresión, como pudiera suponérsele a los organizadores de la exposición, sino un acto de reconciliación y de vuelta al origen. Era como reconocer el tenebroso vacío que ha acompañado, al fin y al cabo, a esa fría y objetiva misión de poner a un hombre en los cielos sin la bendición o mediación divina. Y me parece bien que, de vuelta a la tierra, vuelva al lugar sagrado que es la iglesia de San Nicolas, no a pedir perdón, pues esa frialdad celeste que ha descubierto la aviación no desmerece el acierto de su empeño por acercar las vidas de los seres humanos, sino a recuperar el calor del relato original perdido que no es otro que el que le damos los diferentes visitantes que pululan por la nave de San Nicolas. Ciertamente la aviación civil ha hecho desaparecer todas las historias milenarias que poblaban el cielo cuando los seres humanos lo observaban desde la perspectiva asombrosa de tener solo los pies en la tierra. Pero, a cambio de perder las historias del cielo, paradójicamente, por dejar de tener los pies en la tierra, la aviación permitió a nuestros antepasados poder tomar conciencia cercana - como en paralelo lo hizo el otro gran y frío conquistador del cielo, el teléfono - de la existencia de otras historias humanas que sabíamos, con el metro en la mano, que estaban a muchos miles de kilómetros de donde nosotros estábamos. O pensábamos estar. Porque esta es otra de las importantes aportaciones de estos conquistadores fríos del cielo, que han conseguido que durante la mayor parte de nuestra existencia no estemos donde estamos, o dicho de otra manera, que siempre queramos estar en otro sitio del que habitualmente estamos. Y que está sea la razón de tanto desplazamiento, y que al hacerlo hayamos perdido el espíritu primordial y necesario del viaje, convirtiéndonos sin remedio en unos turistas saltimbanquis. No está mal, repito, que el turista vuelva a poner los pies en la tierra, delante de esta exposición sobre este pionero impar de la aviación civil, en el recinto de una iglesia, construida cuando todavía ni el primer avión, ni el primer teléfono, ocuparan la imaginación de sus arquitectos. Al final, Ícaro cayó en combate o en acto de servicio en numerosas ocasiones, y la muerte se deleitó a su vera exhibiendo todas las víctimas que había arrastrado en su delirio de existencial inmortal. Pero esa es la historia del siglo que siguió a ese momento de gloria que representa la exposición de las andanzas de Otto Lielenhan, pionero de la aviación anterior a los hermanos Whrith.
En la ruta propiamente dicha pocas sorpresas, la naturaleza es así. A punto de salir del parque natural que seguía imponiendo sus leyes y su monotonía, me senté a comer una ensalada de pollo con salsa de nueces frente al hermoso castillo de Stolpe. ¿Era el capricho de un millonario actual o el testimonio de un pasado militar? No logré averiguarlo, tampoco le puse demasiado empeño al asunto. Las dos cosas me parecieron posibles y al mismo tiempo y en el mismo sentido. Cuando llegué a Ahlbeck, lo primero que hice fue acercarme a las orillas del mar Báltico. Era mi manera de rendir reconocimiento a lo inconmensurable y a lo inabarcable. Luego busqué cobijo en un apartamento, que hoy era parte de una gran mansión que se construyó a principios del siglo XX, y que salió indemne de los bombarderos aliados de 1945.
martes, 7 de marzo de 2017
CRÓNICAS DEL RÍO ODER 10
DESTINO FLUVIAL
El río Oder ha cumplido ya su cometido al desembocar en la bahía de la Pomerania, un entrante del Mar Báltico que hace las veces, digamos, de una albufera o lago de agua salada. Entre los misterios de esta frontera natural está el de por qué no la hicieron los vencedores de la guerra también frontera política. El caso es que el Oder deja la línea fronteriza y se adentra en Polonia a la busca de su último destino. Este breve contacto con Polonia me ha dejado un sabor agridulce. Lo que me hace pensar si yo he cumplido con mi cometido. Me dije, entro en Polonia como el que hace una cata de un queso o de un vino, como si el cuerpo y la mente fueran como el paladar. Y si me gusta ya volveré otro día. No sé si esta manera de ver las cosas es del todo acertada. ¿El cuerpo sobre la bici esta en mejores condiciones de otorgar sentido a su aventura que el cuerpo, digamos, sobre un coche o sobre un avión o sobre el tren? No sé si las palabras adecuadas son otorgar sentido para determinar las diferencias entre una manera de viajar y las otras. Lo que si es cierto es que todas están sometidas, igualmente, a la falta de tiempo, si del tiempo de que disponen las del cicloturista es, como cualquiera por estos pagos, de veinte días de vacaciones. ¿Quiere esto decir que en una época sin tiempo, como la nuestra, resulta más difícil viajar? ¿Quiere esto decir que la demora que yo le pueda infringir a mi tiempo condiciona la naturaleza de mi desplazamiento? Las nuevas tecnologías no están revolucionando nada que ya no existiera desde la invención de la rueda, después de la inmutabilidad de Parmenides y la fluidez de Heráclito. Ahí está, para corroborarlo, el río Oder que sigue cumpliendo su destino, que sigue siendo el río de siempre y un nuevo río cada minuto. La velocidad con que puedo llegar a París hoy, y la lentitud con que lo hicieron nuestros antepasados no significa nada en si mismo. Al río Oder le resulta indiferente la velocidad o lentitud que le queramos otorgar a nuestras vidas. Quiero decir que tan cierto es que nunca nos bañaremos en las mismas aguas del río, como que esas aguas distintas dan forma al mismo río de siempre. Velocidad, lentitud, inmutabilidad. Todo cuenta en lo que consiste el ser que somos. Ninguna de las maneras de desplazarse dice nada de quién viaja, ni por qué viaja. Del viaje no nos afecta tanto lo que nos sucede, sea en bici o en avión, como lo que nos decimos de lo que nos sucede. Y sea en bici o en avión, siempre nos sucede algo, porque vivir no deja de ser un viaje inevitable de la cuna a la tumba. Y este recorrido no podemos no hacerlo. Entonces, de lo que se trata es decir algo de ese algo que nos sucede. Si se quiere. Decir algo de cómo vamos aprendiendo a ser mortales, que es la madre de todos los viajes. Y si no se quiere, será uno de otros tantos secretos que el viajero se llevará a su tumba. Como las nuevas tecnologías, nada que no esté sucediendo desde el principio de los tiempos. Otra cosa es que yo diga que he hecho un viaje a la India, o a Polonia, y se interprete literalmente como se oye. Una de las características de todo desplazamiento, por corto que sea, o por muy rápido o lento que sea, es que te saca del quicio de donde estás, haciéndote que ya no estés donde estabas. Ergo, estamos siempre viajando. Entonces la pregunta correcta sería no a donde has viajado, sino como te has desplazado y por qué te has desplazado. Es aquí donde quería llegar al preguntarme por la sensación agridulce que tuve al abandonar Polonia, y si había valido la pena hacer ese desplazamiento fuera de la línea fronteriza, acompañando al río Oder en el cumplimiento de su destino. Y no es un desatino pensar que este fuera el motivo de hacer ese bucle. Acompañar el curso de un río es una experiencia singular por lo que tiene de similitud con la propia vida. Este paralelismo que no solo es geográfico, es lo importante. Los peligros y las anécdotas extremas salen al camino, sin previo aviso. Robert Walser simplemente paseaba por los alrededores de su casa, y en sus escritos daba la impresión de que había ido a los confines del mundo. Viajar es muy difícil, cierto, pero porque somos muy perezosos y altivos. Las magnitudes que lo atestiguan son del alma, no la velocidad y la lentitud con la que se desplaza el cuerpo. Sin embargo, por atractiva que sea la tesis del fin del viaje, tan romántica a su manera, su veracidad no está confirmada. En general como todas las tesis románticas que, siguiendo a von Kleist, tienden lo absoluto, es lo mismo que decir que tienden al fracaso. Sea hora quizá de que vayamos arrinconado el espíritu romántico, al igual que las tradicionales creencias religiosas, en los adentros de cada cual, saliendo al mundo sin esas divisiones que hechas, no para disponer el marco donde acontezca la conversación de las partes, sino para catalogarlas y establecer las jerarquías correspondientes entre ellas, a saber, alta y baja cultura, viajar y turistear, etc. No es que no corran buenos tiempos para la lírica, es que la lírica ya no es como en aquellos tiempos. Al final, convengo que el sabor agridulce que me invadió sobre mi vista a Polonia, tuvo que ver con que no tengo ningún relato convincente sobre ella. Lo cual hizo más significativo, si cabe, el cruce de nuevo de la frontera hacia territorio alemán.
Es el momento del desayuno, cuando todas las caras parecen más descansadas y todos los ademanes de seguir viviendo más evidentes, cuando, bajo la influencia de toda esa luz, más se aprecia el misterio de la existencia. ¿Cómo es posible que estemos juntos tal y como parecen algunas de las parejas que comparten con nosotros los desayunos? Parece inexplicable que esos rostros emparejados puedan llevar un buen puñado de años mirándose
El río Oder ha cumplido ya su cometido al desembocar en la bahía de la Pomerania, un entrante del Mar Báltico que hace las veces, digamos, de una albufera o lago de agua salada. Entre los misterios de esta frontera natural está el de por qué no la hicieron los vencedores de la guerra también frontera política. El caso es que el Oder deja la línea fronteriza y se adentra en Polonia a la busca de su último destino. Este breve contacto con Polonia me ha dejado un sabor agridulce. Lo que me hace pensar si yo he cumplido con mi cometido. Me dije, entro en Polonia como el que hace una cata de un queso o de un vino, como si el cuerpo y la mente fueran como el paladar. Y si me gusta ya volveré otro día. No sé si esta manera de ver las cosas es del todo acertada. ¿El cuerpo sobre la bici esta en mejores condiciones de otorgar sentido a su aventura que el cuerpo, digamos, sobre un coche o sobre un avión o sobre el tren? No sé si las palabras adecuadas son otorgar sentido para determinar las diferencias entre una manera de viajar y las otras. Lo que si es cierto es que todas están sometidas, igualmente, a la falta de tiempo, si del tiempo de que disponen las del cicloturista es, como cualquiera por estos pagos, de veinte días de vacaciones. ¿Quiere esto decir que en una época sin tiempo, como la nuestra, resulta más difícil viajar? ¿Quiere esto decir que la demora que yo le pueda infringir a mi tiempo condiciona la naturaleza de mi desplazamiento? Las nuevas tecnologías no están revolucionando nada que ya no existiera desde la invención de la rueda, después de la inmutabilidad de Parmenides y la fluidez de Heráclito. Ahí está, para corroborarlo, el río Oder que sigue cumpliendo su destino, que sigue siendo el río de siempre y un nuevo río cada minuto. La velocidad con que puedo llegar a París hoy, y la lentitud con que lo hicieron nuestros antepasados no significa nada en si mismo. Al río Oder le resulta indiferente la velocidad o lentitud que le queramos otorgar a nuestras vidas. Quiero decir que tan cierto es que nunca nos bañaremos en las mismas aguas del río, como que esas aguas distintas dan forma al mismo río de siempre. Velocidad, lentitud, inmutabilidad. Todo cuenta en lo que consiste el ser que somos. Ninguna de las maneras de desplazarse dice nada de quién viaja, ni por qué viaja. Del viaje no nos afecta tanto lo que nos sucede, sea en bici o en avión, como lo que nos decimos de lo que nos sucede. Y sea en bici o en avión, siempre nos sucede algo, porque vivir no deja de ser un viaje inevitable de la cuna a la tumba. Y este recorrido no podemos no hacerlo. Entonces, de lo que se trata es decir algo de ese algo que nos sucede. Si se quiere. Decir algo de cómo vamos aprendiendo a ser mortales, que es la madre de todos los viajes. Y si no se quiere, será uno de otros tantos secretos que el viajero se llevará a su tumba. Como las nuevas tecnologías, nada que no esté sucediendo desde el principio de los tiempos. Otra cosa es que yo diga que he hecho un viaje a la India, o a Polonia, y se interprete literalmente como se oye. Una de las características de todo desplazamiento, por corto que sea, o por muy rápido o lento que sea, es que te saca del quicio de donde estás, haciéndote que ya no estés donde estabas. Ergo, estamos siempre viajando. Entonces la pregunta correcta sería no a donde has viajado, sino como te has desplazado y por qué te has desplazado. Es aquí donde quería llegar al preguntarme por la sensación agridulce que tuve al abandonar Polonia, y si había valido la pena hacer ese desplazamiento fuera de la línea fronteriza, acompañando al río Oder en el cumplimiento de su destino. Y no es un desatino pensar que este fuera el motivo de hacer ese bucle. Acompañar el curso de un río es una experiencia singular por lo que tiene de similitud con la propia vida. Este paralelismo que no solo es geográfico, es lo importante. Los peligros y las anécdotas extremas salen al camino, sin previo aviso. Robert Walser simplemente paseaba por los alrededores de su casa, y en sus escritos daba la impresión de que había ido a los confines del mundo. Viajar es muy difícil, cierto, pero porque somos muy perezosos y altivos. Las magnitudes que lo atestiguan son del alma, no la velocidad y la lentitud con la que se desplaza el cuerpo. Sin embargo, por atractiva que sea la tesis del fin del viaje, tan romántica a su manera, su veracidad no está confirmada. En general como todas las tesis románticas que, siguiendo a von Kleist, tienden lo absoluto, es lo mismo que decir que tienden al fracaso. Sea hora quizá de que vayamos arrinconado el espíritu romántico, al igual que las tradicionales creencias religiosas, en los adentros de cada cual, saliendo al mundo sin esas divisiones que hechas, no para disponer el marco donde acontezca la conversación de las partes, sino para catalogarlas y establecer las jerarquías correspondientes entre ellas, a saber, alta y baja cultura, viajar y turistear, etc. No es que no corran buenos tiempos para la lírica, es que la lírica ya no es como en aquellos tiempos. Al final, convengo que el sabor agridulce que me invadió sobre mi vista a Polonia, tuvo que ver con que no tengo ningún relato convincente sobre ella. Lo cual hizo más significativo, si cabe, el cruce de nuevo de la frontera hacia territorio alemán.
Es el momento del desayuno, cuando todas las caras parecen más descansadas y todos los ademanes de seguir viviendo más evidentes, cuando, bajo la influencia de toda esa luz, más se aprecia el misterio de la existencia. ¿Cómo es posible que estemos juntos tal y como parecen algunas de las parejas que comparten con nosotros los desayunos? Parece inexplicable que esos rostros emparejados puedan llevar un buen puñado de años mirándose
lunes, 6 de marzo de 2017
CRÓNICAS DEL RÍO ODER 9
HACIA EL BÁLTICO
Decía que me gusta ver a los niños jugar en el parque, en este tipo de viajes y también en la vida cotidiana, porque su jolgorio, que en lugares cerrados se hace intolerable, tiene al aire libre un acorde semejante al del piar de los pájaros, o de cualquier otro estruendo leve del universo. En esos momentos si es más acertada la expresión que sostiene que los niños son una bendición del cielo - cada vez me resulta más difícil creer que lo son de la bondad de sus padres y de sus profesores - así como una maldición en la tierra, pues no dejan de recordarnos para que hemos nacido. Lo cual me lleva a pensar que encerrarlos en un aula, o en el comedor de su casa, debe ser un castigo del infierno o de los huecos donde se aloja el diablo. Los movimientos de renovación pedagógica llevan años tratando de averiguar dónde está la puerta que de salida a este encierro, y lo que han conseguido es encerrarse aún más, tanto los alumnos como los profesores. Como miembros subscritos a una cultura o civilización de la empleabilidad y el rendimiento - y la nuestra lo es sobremanera - hemos roto o hemos desfigurado, según los casos y las estaciones del año, la línea invisible que separa lo de adentro y lo de afuera. Y a cambio hemos construido una valla o un muro, también según los casos y las estaciones. Como ya dije, la estructura longitudinal, y una gran parte al aire libre despejada de foresta, del parque Bosnia, me permitía este tipos de ensoñaciones mientras iba pedaleando lentamente. Sin embargo, salir del parque siguiendo el carril bici que lo atravesaba se convirtió en una odisea. No es la primera vez que salir pedaleando de una ciudad grande se convierte en un laberinto. Entrar en esas ciudades, sin embargo - creo que ya lo he comentado en las crónicas de otros viajes - es fácil y cómodo. Me acuerdo que a Ulm, la ciudad donde nació Einstein, accedí directamente al centro de la ciudad, sin que en ningún momento el carril bici tuviera que compartir espacio con el de los coches. Perderse en el camino que estás realizando, acaba por tener sus ventajas. Ya lo dijeron los filósofos de la antigüedad. No solo te obliga a volver a encontrar el camino, sino que, y esto es lo más importante, le obliga a uno a volver a encontrarse. Porque aunque sea a una escala reconocible y abarcable, aunque no se corra ningún peligro pues uno se encuentra en una ciudad de las llamadas civilizadas, esa ruptura en la rutina del pedaleo, ¡no sé dónde estoy!, no deja de afectar también a la propia rutina de la mente y del alma, que sin darse cuenta se han ido acomodando a esa secuencia cadenciosa del golpe de pedal. ¡No sé dónde estoy!, lo primero que implica es que me tengo que bajar de la bici y dejar de pedalear. El combustible de esta primera reacción sale en gran medida de esa impaciencia con la que alimentamos, sin contención, la forma de vida que llevamos. Me refiero a ese malestar al que nos enfrentamos cada día, antes incluso de que cada día comience, y que hoy ha dejado de ser una dolencia pasajera o de temporada, para convertirse en una pandemia que afecta a todo el mundo y que, como Internet o las redes sociales, ha decidido quedarse entre nosotros, es decir, formar parte medular de nuestra vida. Al principio no le di demasiada importancia, pero una vez que repasé el mapa y eché un vistazo en la dirección de los cuatro puntos cardinales respecto a donde me encontraba en el medio del parque, ahora si rodeado de bosque por todos lados, me ratifiqué en lo que no quería aceptar, ¡no sé dónde estoy! Fue entonces cuando me surgió un temblor, que se coló entre la turbulencia propia de la impaciencia, y empezó a ganar su espacio dentro de mi cerebro y mi alma. Son de esos temblores que advienen - así me lo han confesado a su manera algunos amigos con las que he hablado de ello distendidamente - a quienes estamos acostumbrados a no tener contratiempos relevantes en la vida cotidiana. O dicho de otra manera - he pensado yo por mi cuenta - es el malestar del bienestar. O la barbarie que lleva oculta toda cultura o civilización. O el huevo de la serpiente o los huecos donde se aloja el diablo, que todas las imágenes son válidas y a cual más expresiva o significativa. Nada que ver, se me ocurre, con el malestar de quiene padecieron la peste bubónica en 1348, o el que padecieron los vecinos de Hamburgo con los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Lo primero que hice fue cruzarme de brazos y comprobar si había alguien a la vista que me pudiera orientar como recuperar el camino, al menos el que debía seguir a golpe de pedal con la bicicleta. El otro, el que me acompaña aupado sobre los hombros seguía a los suyo. Porque viajar no es otra cosa que eso, sacar a ventilar lo que no deja de zumbarnos en la cabeza. ¿Y para esos vaivenes mentales hacen falta, nunca mejor dicho, tirar de tales alforjas ciclistas?, me ha dicho mas de una conocido cuando le explico como empleo el tiempo de mis vacaciones estivales. ¿No sería mejor irte a un balneario, o a un monasterio de esos que alquilan las celdas por días y semanas, o sencillamente quedarme en casa? Les contesto que una cosa es no poder desprenderme de la mochila que llevo a las espaldas, como más o menos le sucede a todo el mundo, y otra la idea de deplazamiento que acompaña al viaje en bicicleta. Yo creo que se adapta muy bien a la idea de la vida como camino, como búsqueda al hacer el camino, que es propia de la tradición occidental y oriental, desde Confucio, pasando por Sócrates y Platón. Una idea de vida que comparto, pues no se sustenta sobre el objetivo de tratar de llegar a ningún sitio en concreto u obtener algún logró determinado mediante el procedimiento más conveniente, sino, muy al contrario, se sustenta sobre el deseo de tránsito hacia otra cosa u otro sitio y la búsqueda, por tanto, es la estructura misma de esa forma de entender la vida, una búsqueda, que como es fácil deducir, no se acaba nunca. Se supone, les digo, que nuestra felicidad y nuestro placer se encuentra precisamente ahí, en ese trayecto que no termina nunca. Semejante experiencia sin moverse de casa, o de un balneario o de la celda de uno de esos monasterios, es difícil tenerla. Se tendrán otras, no lo dudo, pero no ésta que yo busco en los viajes en bicicleta. El turno del bienestar, al malestar que se había apoderando de mi ánimo, apareció en forma de una pareja de ciclistas, como no, que estaban dando su paseo mañanero siguiendo el mismo carril bici en el que yo me encontraba. Con ademanes muy amables, fueron ellos los que me condujeron hasta la salida del parque y me indicaron como debía seguir la ruta ciclista que estaba buscando
Decía que me gusta ver a los niños jugar en el parque, en este tipo de viajes y también en la vida cotidiana, porque su jolgorio, que en lugares cerrados se hace intolerable, tiene al aire libre un acorde semejante al del piar de los pájaros, o de cualquier otro estruendo leve del universo. En esos momentos si es más acertada la expresión que sostiene que los niños son una bendición del cielo - cada vez me resulta más difícil creer que lo son de la bondad de sus padres y de sus profesores - así como una maldición en la tierra, pues no dejan de recordarnos para que hemos nacido. Lo cual me lleva a pensar que encerrarlos en un aula, o en el comedor de su casa, debe ser un castigo del infierno o de los huecos donde se aloja el diablo. Los movimientos de renovación pedagógica llevan años tratando de averiguar dónde está la puerta que de salida a este encierro, y lo que han conseguido es encerrarse aún más, tanto los alumnos como los profesores. Como miembros subscritos a una cultura o civilización de la empleabilidad y el rendimiento - y la nuestra lo es sobremanera - hemos roto o hemos desfigurado, según los casos y las estaciones del año, la línea invisible que separa lo de adentro y lo de afuera. Y a cambio hemos construido una valla o un muro, también según los casos y las estaciones. Como ya dije, la estructura longitudinal, y una gran parte al aire libre despejada de foresta, del parque Bosnia, me permitía este tipos de ensoñaciones mientras iba pedaleando lentamente. Sin embargo, salir del parque siguiendo el carril bici que lo atravesaba se convirtió en una odisea. No es la primera vez que salir pedaleando de una ciudad grande se convierte en un laberinto. Entrar en esas ciudades, sin embargo - creo que ya lo he comentado en las crónicas de otros viajes - es fácil y cómodo. Me acuerdo que a Ulm, la ciudad donde nació Einstein, accedí directamente al centro de la ciudad, sin que en ningún momento el carril bici tuviera que compartir espacio con el de los coches. Perderse en el camino que estás realizando, acaba por tener sus ventajas. Ya lo dijeron los filósofos de la antigüedad. No solo te obliga a volver a encontrar el camino, sino que, y esto es lo más importante, le obliga a uno a volver a encontrarse. Porque aunque sea a una escala reconocible y abarcable, aunque no se corra ningún peligro pues uno se encuentra en una ciudad de las llamadas civilizadas, esa ruptura en la rutina del pedaleo, ¡no sé dónde estoy!, no deja de afectar también a la propia rutina de la mente y del alma, que sin darse cuenta se han ido acomodando a esa secuencia cadenciosa del golpe de pedal. ¡No sé dónde estoy!, lo primero que implica es que me tengo que bajar de la bici y dejar de pedalear. El combustible de esta primera reacción sale en gran medida de esa impaciencia con la que alimentamos, sin contención, la forma de vida que llevamos. Me refiero a ese malestar al que nos enfrentamos cada día, antes incluso de que cada día comience, y que hoy ha dejado de ser una dolencia pasajera o de temporada, para convertirse en una pandemia que afecta a todo el mundo y que, como Internet o las redes sociales, ha decidido quedarse entre nosotros, es decir, formar parte medular de nuestra vida. Al principio no le di demasiada importancia, pero una vez que repasé el mapa y eché un vistazo en la dirección de los cuatro puntos cardinales respecto a donde me encontraba en el medio del parque, ahora si rodeado de bosque por todos lados, me ratifiqué en lo que no quería aceptar, ¡no sé dónde estoy! Fue entonces cuando me surgió un temblor, que se coló entre la turbulencia propia de la impaciencia, y empezó a ganar su espacio dentro de mi cerebro y mi alma. Son de esos temblores que advienen - así me lo han confesado a su manera algunos amigos con las que he hablado de ello distendidamente - a quienes estamos acostumbrados a no tener contratiempos relevantes en la vida cotidiana. O dicho de otra manera - he pensado yo por mi cuenta - es el malestar del bienestar. O la barbarie que lleva oculta toda cultura o civilización. O el huevo de la serpiente o los huecos donde se aloja el diablo, que todas las imágenes son válidas y a cual más expresiva o significativa. Nada que ver, se me ocurre, con el malestar de quiene padecieron la peste bubónica en 1348, o el que padecieron los vecinos de Hamburgo con los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Lo primero que hice fue cruzarme de brazos y comprobar si había alguien a la vista que me pudiera orientar como recuperar el camino, al menos el que debía seguir a golpe de pedal con la bicicleta. El otro, el que me acompaña aupado sobre los hombros seguía a los suyo. Porque viajar no es otra cosa que eso, sacar a ventilar lo que no deja de zumbarnos en la cabeza. ¿Y para esos vaivenes mentales hacen falta, nunca mejor dicho, tirar de tales alforjas ciclistas?, me ha dicho mas de una conocido cuando le explico como empleo el tiempo de mis vacaciones estivales. ¿No sería mejor irte a un balneario, o a un monasterio de esos que alquilan las celdas por días y semanas, o sencillamente quedarme en casa? Les contesto que una cosa es no poder desprenderme de la mochila que llevo a las espaldas, como más o menos le sucede a todo el mundo, y otra la idea de deplazamiento que acompaña al viaje en bicicleta. Yo creo que se adapta muy bien a la idea de la vida como camino, como búsqueda al hacer el camino, que es propia de la tradición occidental y oriental, desde Confucio, pasando por Sócrates y Platón. Una idea de vida que comparto, pues no se sustenta sobre el objetivo de tratar de llegar a ningún sitio en concreto u obtener algún logró determinado mediante el procedimiento más conveniente, sino, muy al contrario, se sustenta sobre el deseo de tránsito hacia otra cosa u otro sitio y la búsqueda, por tanto, es la estructura misma de esa forma de entender la vida, una búsqueda, que como es fácil deducir, no se acaba nunca. Se supone, les digo, que nuestra felicidad y nuestro placer se encuentra precisamente ahí, en ese trayecto que no termina nunca. Semejante experiencia sin moverse de casa, o de un balneario o de la celda de uno de esos monasterios, es difícil tenerla. Se tendrán otras, no lo dudo, pero no ésta que yo busco en los viajes en bicicleta. El turno del bienestar, al malestar que se había apoderando de mi ánimo, apareció en forma de una pareja de ciclistas, como no, que estaban dando su paseo mañanero siguiendo el mismo carril bici en el que yo me encontraba. Con ademanes muy amables, fueron ellos los que me condujeron hasta la salida del parque y me indicaron como debía seguir la ruta ciclista que estaba buscando
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