Cuando al medio día iba a picar algo al comedor escolar era frecuente encontrarme a casi todo el claustro de la escuela pública del municipio haciendo lo mismo que iba a hacer yo. Estaban sentados alrededor de una mesa larga, en cuanto me venía entrar rápidamente se apretaban unos con otros, y entre sonrisas y parabienes me hacían un hueco donde parecía no poder haberlo. Al principio, toda ese despliegue de cortesía me pareció que tenía que ver con, digamos, el alma de la propia institución educativa. Pensaba que era algo sustancial, que iba más allá de las apariencias a que nos obligan habitualmente las normas cívicas de convivencia. Llegue a pensar, incluso, que los alumnos los estaban educando a imagen y semejanza de cómo ellos se comportaban conmigo. Fue más tarde, cuando me contaste tu propia experiencia, cuando me di cuenta de lo que aquella bondad extrema significaba y de su verdadero alcance. Aquella reunión gastronómica de profesores y profesoras no era otra cosa que el intervalo de una jornada laboral como cualquier otra. Por allí no había más vigor espiritual, para entendernos, que el que puede tener C. C. Baxter en la película de “El Apartamento” de Billy Wilder, da igual la cantidad de veces que haya visto la película, ese hombre me parece el logro más acabado de eso que pomposamente algunos llaman la modernidad urbana. Todo lo que le excede a Baxter es un intervalo en ese océano de aburrimiento. Desde el primer día que comí entre aquellos docentes me sorprendió que no hablaran de asuntos relacionados con su trabajo. Uno de los lugares comunes que siempre experimento con algunos de mis amigos docentes es que, cuando se juntan dos o tres de la profesión, todo gira alrededor de las calamidades que experimentan con los alumnos o entre sus propios compañeros. Sin embargo, los profesores a los que acompañaba en el momento de la comida del medio día hablaban de todo menos de ese malestar que en la mayoría de los casos ya se ha hecho crónico. Hablaban de todo lo que tuviera que ver con las necesidades materiales del trabajo, pero nada de como ello les afectaba diariamente. Eso que Jaeger denomina vigor o fuerza espiritual, que era tan propio de la Paideia griega, y cuya ausencia o insatisfacción era lo que más les dolía a aquellos antepasados nuestros. Sin embargo, no es que esa ausencia fuera, sino que nada de lo que alrededor de que aquella mesa se decía me hacia presuponer que pudiera existir sin ser visible. Un día, que fue imposible que me hicieran un hueco, pues se habían quedado a comer más profesores de los habituales, me pregunté mientras comía en un rincón de la cocina, ¿es que yo, como no soy del gremio, me había perdido algo que explicarael giro que creía se había producido? Pues así lo percibía normalmente desde mi asiento mientras daba cuenta de lo que me habían servido en el plato. Y he de reconocer que esta inmejorable atalaya era responsable de que prestara mi atención con más ahínco a las palabras que se intercambiaban mis amables anfitriones. ¿Cómo es posible que la decepción profesional les permitía hablar de recetas de cocina, intercaladas con cuitas domésticas escolares, por poner uno de los temas más recurrentes, que sirva de ejemplo al mismo tiempo de lo que daba de si su estilo? En ese momento era cuando yo me encogía y concentraba mi mirada en lo que estaba comiendo, ya que se apoderaba de mi un temor inesperado de que pudieran recabar mi atención sobre el arte de cocinar, mediante la fórmula ya sabida de tratar de averiguar cuáles eran mis habilidades entre fogones. Al principio disculpaba a mis contertulios eventuales pensando para mi que la de docente, como todas las profesiones, tiene derecho a sus ratos de asueto. Lo que ocurría era que cuando volvía al trajín diario de la biblioteca donde trabajaba, y oía hablar a los lectores adultos, y a los que no lo eran tanto, no podía por menos de asociarlo con esos momentos de relajo que aparentemente disfrutaban aquellos docentes. Esta afición que tenemos a generalizar cuando nos referimos a lo que nos afecta de manera particular, me parece una manera de escurrir el bulto de nuestra ignorancia o nuestra incompetencia respecto a lo que nos pasa. Al final me di cuenta que lo que les pasaba, a quienes me aceptaban en su mesa, era que habían dejado de ser maestros en el sentido noble de la palabra, y se habían convertido, sin ellos mismos darse cuenta pues sus nóminas permanecían intactas, en monitores de día y entre semana, para distinguirse de los que hacían labores de monitoraje por las tardes-noche y los fines de semana. Por fuera, sin embargo, para estar a la altura de la nómina inmutable al final de mes, quieren seguir siendo maestros o profesores, pero en su mundo interior ha desaparecido todo vestigio del vigor espiritual que hizo de esta profesión de enseñar al que no sabe, uno de los fundamentos más sólidos en que ha basado la especie humana su esperanza de perduración civilizada sobre la tierra.