Vestirse cada mañana antes de salir de casa o rezar una oración que no tiene que ser de la religión que uno profesa, son de los pocos gestos cotidianos que se nos permiten y que nos reconcilian con nuestra individualidad. No así lo que haces al entrar en el aula del instituto, donde impartes clase de literatura española a jóvenes de dieciséis años. Con eso lo que haces es cumplir con el protocolo que te impone el sistema al que laboralmente perteneces. No has encontrado todavía el gesto o el hecho que tumbe al sistema al que perteneces. Sencillamente porque no crees que eso sea posible. Te cuesta mucho abandonar el estrado, ese desnivel mental mediante el que te aúpas por encima de tus alumnos nada más entrar el aula. Es la soberbia del sistema que acaba siendo la tuya. ¿O es al revés? Si un gesto como el de la soberbia mantiene en pie al sistema, ¿por qué no otro como el de la humildad puede igualmente hacerlo saltar por los aires? No la humildad entendida como sumisión o derrota, sino como principio fundacional de todo aprendizaje. Quien se propone enseñar es el primero que reconoce y se expone ante su ignorancia. El caso es que siendo buen lector como eres - pienso que no me equivoqué cuando te invité a participar en el club de lectura que coordinaba en la biblioteca del barrio -, pues aceptas con naturalidad que la voz del narrador es la que manda, por decirlo así, en el relato desde la primera página a la última, sin embargo una vez fuera te olvidas - a pesar de que lo hemos comentado un sin fin de veces dentro del ámbito de la conversación literaria del club de lectura - de que antes de que existiera la Historia como Sistema y como Destino, es decir, “Los antiguos tenían la convicción de que la educación y la cultura no constituyen un arte formal o una teoría abstracta, distintos de la estructura histórica objetiva de la vida espiritual de una nación. Esos valores tomaban cuerpo, según ellos, en la literatura, que es la expresión real de toda cultura superior”. Esa metamorfosis es algo que me desconcierta. He llegado a pensar que es una manera de ocultar una pérdida irreparable, a saber, que “toda educación es el producto de la conciencia viva de una norma que rige una comunidad humana, lo mismo si se trata de la familia, de una clase social o de una profesión, que de una asociación más amplia, como una estirpe o un estado.” Una vitalidad que no tiene nada que ver con la indignación que pones encima de tus palabras. Unas palabras no se ocultan, pero su fuerza vital no apunta a la comunidad humana que las espera. Como si estuvieran hartas de donde provienen y la intención que las impulsa hacia afuera.