Cómo era de esperar la noticia del crimen del aula del instituto de la ciudad condal desapareció como por ensalmo de los papeles y de las pantallas. Su lugar vino a ocuparlo esa baba con sus diferentes texturas y colores que queda acertadamente representada por aquella frase almodovariana “que hemos hecho nosotros para merecer esto”. Una frase que siempre me ha parecido de doble filo a la hora de usarla. Por un lado el filo más habitual, que busca al otro para señalarlo con su corte como el culpable de eso que nos ha pasado sin que lo hayamos merecido. Por otro el filo raramente frecuente, que se vuelve sobre uno mismo y se pregunta, ¿qué somos los seres humanos?; que somos si hemos nacidos tontos y ciegos, como todos los animales, dotados de escasas luces, que no pueden iluminar las tinieblas en las que siempre andamos a tientas o ciegas. Creo que fue el escritor Ricardo Piglia quien dijo que lo que un ser humano puede escribir con prístina claridad cabe en un línea, todo lo demás es escribir rodeado por la mas absoluta obscuridad. Sin embargo, antes de que todo volviera a ser como antes del crimen, la necesidad de apropiarse del revuelo que él había producido dejó como testimonio de una experiencia tan efímera un puñado de imágenes elocuentes. En parte fueron captadas por las diferentes televisiones que se presentaron, como no podía ser de otra manera, antes de que la policía y los servicios sanitarios de urgencia, pero de la mayoría de las imágenes se debieron hacer cargo los compañeros de la víctima y, mas que probable, del asesino con sus teléfonos móviles. Mientras esperaba que me enviaras alguna de estas imágenes, pues no me cabía la menor duda que como asesora educativa te habías personado en el lugar de los hechos en cuanto te enteraste de la noticia, repasé mentalmente alguna de las imágenes de crímenes similares acaecidos en los Estado Unidos de América, como tu siempre me dices es de donde viene todo. En los últimos años ha habido varios sucesos de este tipo, pero el que más me impactó, convirtiéndose así en modelo de estas desgracias humanas, fue el de la escuela preparatoria de Columbine en la localidad de Columbine (Denver, Colorado, Estados Unidos), donde dos estudiantes de la misma, Eric Harris y Dylan Klebold, asesinaron a trece personas el día 20 de abril de 1999. A continuación ellos mismos se suicidaron. Lo más significativo de las imágenes que nos brindaron las cámaras de televisión, un popurrí de lo que captaron tanto las cámaras de los profesionales como las de los aficionados, fue el rostro de la mayoría de los alumnos frente al hecho inesperado de la muerte de algunos de sus compañeros a manos de dos de sus compañeros. Esta intromisión de lo imprevisto por quien menos se lo esperaban hacía que todos lo rostros aparecieran cuarteados en la pantalla. De repente envejecidos, como si le hubieran caído una veintena de años encima. Como era de esperar los locutores de allí y los de aquí lo que más repetían era la palabra injusticia, era injusto, según ellos, que vidas que estaban empezando su andadura quedaran interrumpidas de manera tan brutal. Se referían tanto a las víctimas como a los asesinos, aunque ellos llamaban víctimas a todos, dejando entrever en sus intervenciones la sombra de un culpable indefinido que preferían darle el estatuto de ausente con intención decidida de que desapareciera de sus vidas para siempre. Lo que yo deduje fue que narrando así lo sucedido en la Escuela Preparatoria de Columbine, pretendían trasmitir la idea de que era un hecho aislado que confiaban no se volviera a repetir. No obstante, las palabras de los cronistas del suceso eran rápidamente desmentidas por los rostros de alumnos y familiares de la Escuela de Columbine que sin más ambages estaban mirando cara a cara al enigma de la muerte. Prueba de ello, a mi entender, es que la mayoría no lloraba, es decir, las lágrimas no se atrevían a anegar lo que no era del todo irremediable, no querían proporcionarle su primer sudario. El enigma de la muerte no era lo irremediable para aquellos seres tan bisoños, aunque si lo fuera que ya no volverían a ver a sus compañeros muertos. Dicho con otras palabras, sabían que la muerte existía pero no tenía que ver con sus vidas, aunque ya se hubiera llevado por delante las de sus compañeros. De nuevo el asunto de nuestra mortalidad irrumpía ferozmente en un centro educativo moderno tan dado, como todos su pares occidentales, a proteger uniformando a sus alumnos como seres inmortales en su gineceo. Al día siguiente de asesinato del instituto de Barcelona llovía a cántaros en al ciudad. Esperé en balde tu llamada, o una foto, desde el lugar donde se suponía había entrado la muerte cuando nadie se lo esperaba. Esperaba al menos eso, que me dijeras que nadie se lo esperaba, que el comentario general era que no había palabras para contar lo sucedido. Nada. Puse la televisión con la última esperanza de volver a ver lo que ya vi hacia casi veinte años. Otra vez, nada. Al final dejé de esperar y me bajé a tomar una cerveza en el bar de la esquina cerca de donde vivo. Volví a preguntarme mientras caminaba, ¿quienes somos los seres humanos? Nosotros somos los que van a morir en un mundo que ya existía cuando nacimos y que seguirá existiendo cuando nos muramos. No son muchas palabras, pero son más que ninguna o que el silencio ante la angustia del enigma de la muerte. Son palabras de consuelo, dije elevando un poco la voz. ¿Cómo dice? Una caña, por favor, póngame una caña.