La verdad es que hacía tiempo que esperaba que me lo dijera. Había habido días más propicios para ello, pero fue justo el que menos pensaba yo en ello, ya que aquella noche no había casi nadie en el restaurante. El caso fue que se acercó a la mesa donde mi mujer y yo estábamos sentados y, con su habitual parsimonia, nos dijo que estaba pensando seriamente en poner el cartel de “no se admiten menores de edad”. Tiene tres hijos a los que profesa un especial cariño, pero tiene claro que si no pone coto a esa nueva forma de vandalismo familiar - así lo había calificado en otras ocasiones - el ambiente del restaurante acabaría por deteriorarse hasta parecer un avispero de camioneros, lo cual significaba que la idea de negocio que había imaginado se iría al garete, acompañaba sus palabras con un gesto pronunciado de amargura y decepción . Yo le dije - seguramente porque te lo había oído decir a ti miles de veces, que ese histerismo constante de los niños (lo que el pedagogismo dominante llama fértil y esperanzadora vitalidad) era consecuencia del diseño curricular que propicia la actual ley educativa - que el problema era del actual modelo educativo. Lo cual después de oírmelo decir, y viendo la cara que puso mi mujer, me pareció una solemne generalidad que no podía acabar siendo otra cosa que una vulgar tontería. Antes de poder rectificar con alguna frase de aliño que le quitara la mayor cantidad de roña a la primera, el dueño de restaurante me contestó explícito, nada de eso, el problema es de las familias, más en concreto, el problema de cada niño que confunde el restaurante con el parque de atracciones es de su padre y de su madre. Dice Jaeger al respecto, “Esta vivida y concreta representación religiosa, todavía exenta de toda abstracción relativa a los demonios buenos y malos y a su lucha desigual para llegar a la conquista del corazón humano, expresa el íntimo conflicto entre las pasiones ciegas y la más clara intelección, considerado como el auténtico problema de toda educación”. Bien sabía yo, porque así me lo había confesado, que su ideal de negocio era ofrecer platos a unos precios asequibles que levantasen el vivo interés de quienes entrasen en su local. En dirección opuesta al elitismo gastronómico de los últimos años, pretendía acercar la buena cocina a todos los paladares. Evitando así - esto no me lo dijo con sus propias palabras, aunque lo puedo deducir de ellas con total garantía - que vuelva a ser el añejo espíritu de la beneficencia estatal o el voluntarismo moderno populista quienes se pongan al frente de los destrozos económicos y morales de la crisis. No hay que dejar de salir a comer fuera de casa, si eso es lo que a uno le apetece, porque la crisis haya golpeado la economía de la unidad familiar. Al igual que en la antigüedad griega, esta representación religiosa del lowcost, no otra cosa es esta reciente modalidad de consumo, pone sobre el tapete social y el alma individual el conflicto entre la pasión ciega de la codicia y la buena educación. Insisto y le digo al jefe de mi restaurante de cabecera que, además de los padres, no puede no exigir responsabilidades a los profesores de la escuela, donde esos niños pasan buen parte de su jornada. Probablemente quienes desean acabar con el capitalismo no vean relación alguna entre la seducción de los platos que ofrece el jefe de mi restaurante de cabecera y la necesidad de una sólida educación por parte de quienes se sientan alrededor de la mesa para degustarlos. Luego me dice - como arrepintiéndose de pensar siquiera la idea de vetar el acceso a los niños - puedo hacer algunas correcciones respecto a la manera de acceder la clientela al restaurante, lo que no quiero hacer es cambiar las formas que adquiere la clientela misma, de la que una de ellas, la familiar, me parece importante para la idea de negocio que tengo. Fue entonces, al verlo realmente atrapado entre lo que decía la cita de Jaeger, las pasiones ciegas de los hombres y la más clara intelección propia, cuando pensé en regalarle un libro que tenía en casa y al que no había vuelto probablemente por falta de motivación. Me refiero al que publicó a principios de los años 80 del siglo pasado el profesor Faustino Cordón, con el título de “Cocinar hizo al hombre”. De esta manera, pensé, me añadía al particular desconcierto de las palabras del jefe de mi restaurante de cabecera, tratando de darles el protagonismo que pedían de forma inaplazable entre las de la propia actualidad del ámbito gastronómico. La tesis del profesor Cordón es fácil colegir que ya estuviera presente, aunque no desarrollada de forma tan abstracta, entre los antiguos griegos pensando en el desarrollo de su ideal educativo. Dice así el profesor Cordón en el prólogo de su libro, “La ocasión del libro, y no solo la ocasión sino también su partero, ha sido Xavier Domingo. Le enteré de mi convicción de que la palabra, y, por tanto, el hombre, que se define por la facultad de hablar, sólo ha podido originarse en unos homínidos (sin duda ya muy evolucionado en el manejo de útiles) precisamente cuando se aplicaron a transformar, con ayuda del fuego, alimento propio de otras especies en comida adecuada para ellos”. Al escucharlas se puede deducir que la estrecha colaboración entre la conversación y el cocinar es la base primordial de nuestra identidad individual y nuestra cultura colectiva, entendiendo por conversación una forma de conocimiento. Diría más, la única forma posible de acceso al conocimiento entre seres hablantes. Su ausencia actual, tanto en en el ámbito de la familia como en el ámbito escolar, no solo nos convierte en unos zampabollos solitarios y en unos monos enjaulados dando vueltas alrededor de las mesas - de lo que da fe el jefe de mi restaurante de cabecera - sino que nos devuelve a la velocidad de la luz a la cultura salvaje del aullido y de lo crudo. Jaeger, evocando los lejanos tiempos del mundo griego donde empezó la cultura occidental, nos recuerda la importancia de volver a recuperar la conversación alrededor de la mesa, o mejor dicho, la importancia del momento de sentarse a comer alrededor de la mesa para poder iniciar una conversación. Dice así Jaeger en su libro Paideia, “Las sagas contienen todo el tesoro de bienes espirituales que constituyen la herencia y el alimento de toda nueva generación”.