jueves, 19 de enero de 2017

HIGIENE

Tu lo llamas con acierto "hay que venir bien leído y pensado", cuando te refieres al club de lectura al que mensualmente asistes para conversar sobre la lectura de un libro. Normalmente una novela de autor desconocido publicado por el sello de una editorial pequeña y poco conocida. No puedo estar más de acuerdo contigo. Pienso que la relación de la mayoría de los seres hablantes con el lenguaje, que es lo que nos constituye como seres humanos, es muy descuidada, por no decir "sucia" y con mucha y dilatada falta de higiene. Y no me refiero al hecho de hablar mal o con infinidad de giros o guiños debido a la deformación profesional, sino al estar, tanto en unos casos como en otros, orgullosos de hacerlo. Y esta falta continuada de higiene en el lenguaje personal, enturbia cualquier conversación que se quiera poner en marcha. Invalidando la función del diálogo (yo soy el otro) como recurso ancilar, mediante el se sustenta toda verdadera conversación.

¿Somos unos tramposos o unos cínicos? ¿En qué medida la conversación que hemos mantenido durante tres horas nos ha hecho menos honestos y humildes? Así, de sopetón, le pregunté el otro día a uno con el que compartía mesa y mantel. Como no se lo esperaba, se puso de inmediato a la defensiva. No creo que haya dicho nada que justifique que me hagas estas preguntas, me respondió, acompañado con la consiguiente demanda implícita de disculpas, o si no era así, también implícitamente, no valía la pena que volviéramos a quedar. Este es otro de los daños colaterales de la falta de higiene habitual en el lenguaje. La propensión, por parte de quien así de "sucio" conversa habitualmente en su vida, a sentirse ofendido o apaleado por las palabras ajenas quien, sin proponérselo explícitamente, le está diciendo que se lave por partes. O que mejor se de una buena ducha, al menos, a la semana. No se ofendió mi acompañante por mi mala educación, no podía hacerlo. Como puedes comprobar mis preguntas fueron hechas en plural, lo cual nos interpelaba a los dos, y puse al formularlas todo mi empeño en que el tono fuera el más respetuoso de que soy capaz. Me di cuenta que el malestar e irritación de sus palabras le venían por  lo imprevisto, o la falta de tino por mi parte, al hacer en voz alta aquellas preguntas. Esto era  lo que le había sacado de quicio. Sin embargo, lo que le había destartalado por dentro fue, deduje al final de la conversación y poco antes de despedirnos, que mis preguntas, dirigidas a los dos, se habían colado de rondón, y sin su permiso, en su sacrosanta intimidad, donde al parecer nadie había entrado nunca. 

Algo que hace ciento cincuenta años fue propiedad y hábito de unos pocos elegidos por su cuna o ascenso económico, tengo para mí que hoy es algo general - viral dirían los de las redes sociales - en las conversaciones de cada día. Me refiero a la actitud o conducta de mi acompañante de mesa y mantel, fruto de la alfabetización total y la libertad de expresión que ha traído la democracia política y cultural. Un actitud o conducta que consiste en anteponer, a la hora de conversar, una pose, digamos, estética - esa capacidad instantánea que tenemos para colgarnos del concepto o frase hecha que primero se nos ponga a mano, cuando la realidad nos funde el cerebro y la conciencia empieza a bizquear, o cuando no acabamos de comprender lo que hemos leído o mirado o escuchado - que de manera casi siempre desmañada trata de ocultar la "suciedad" del propio lenguaje, que los incapacita para enfrentarse a esos dilemas existenciales o creativos. Todo lo cual da la verdadera dimensión de cómo utilizamos el pensamiento y, por tanto, de nuestra posición en el mundo. Pero lo peor de todo es que, quienes así aparecen hablando en las conversaciónes habituales, quieren hacernos creer que no hay tal grieta o abismo, según los casos. Que da igual. Que cada uno diga lo que quiera o lo que piense. Sin darse cuenta que de lo que se trata, si es que queremos de verdad conversar, es decir, saber el lugar que ocupamos en el mundo, es que cada uno intente y sea capaz - antes de pedir la palabra y, por supuesto, antes de decir lo que piensa - de pensar lo que quiere decir. Así, de paso, también se dará cuenta del alcance que tienen las palabras dichas por los otros.