lunes, 30 de enero de 2017

CADÁVERES

A estas alturas ya podemos decir que la modernidad se resume en llegar a París en cinco horas en tren, en seis horas a Nueva York en avión y en darle al palique de forma instantánea y viral a través de las redes sociales. Lo demás continúa inmutable. Guerras, enfermedades, falta de respeto, pésima educación, inseguridad, odio, rencor, supersticiones y otras epidemias de corte medieval o premoderno. Todo ello, como no, adobado con mucha autenticidad en la forma de abominar de un presente insufrible e imaginar un futuro habitable y esperanzador, pero que en el fondo ese adobo no hace otra cosa, temporada tras temporada, que maquillar tal colosal fracaso. Nada más tengo una objeción a lo que me cuentas - le dije a mi interlocutor, un recién licenciado en filosofía, al que yo di clase cuando estaba en el instituto - que al hueco de la palabra autenticidad quizá le convenga mejor la palabra cadáveres. Me explico.

Lo interesante de las elecciones americanas, y por extensión en el mundo de la especie humana,  es que ha hecho visible lo que alberga el cerebro de esos humanos quienes se creen más especiales que los otros humanos, que no hay que confundir, como ya dije el otro día, con la legítima y deseable aspiración de todo ser humano de tratar de llegar a ser alguien. La pretendida especialidad de los dueños de aquellos cerebros, decía, ha roto las paredes de esos enormes cráneos y ha salido a la luz todo lo que allí se escondía, que, mira por dónde, se va convirtiendo en un universal. Debajo de esas paredes craneales que tapa la tumefacción de sus caras y el movimiento estrafalario de sus manos, esos ganadores, como todos lo ganadores del mundo mundial, se cuece una fe ciega en sí mismos liberada de toda razón crítica, molesta o incordiante, por lo que no imaginan una humanidad que no crea ni piense como ellos. O lo que es lo mismo, han ganado, como todos los que ganan, como todos los que viven su vida como una carrera contra el reloj, quienes son incapaces de imaginar de forma individual al otro que corre a su lado. Al ese quien, se ponga como como se ponga el ganador no es un perdedor, por el mero hecho de que no será com él. El primero. A ese que lo que de verdad les gustaría es que estuviese muerto. Pues como perdedor, es decir, como eterno segundón no deja de ser un peligro. Sin darse cuenta de que muerto quien le hace la competencia muere también el fundamento oculto de su éxito, a saber, que siempre que hablen o actúen lo harán por efecto comparativo entre lo próximo y lo alejado, lo alto y lo bajo, lo grande y lo pequeño (todas ellas magnitudes físicas), lo cual saben, ellos y sus incondicionales - a quienes se creen especiales siempre les acompaña una corte de fieles, bien en forma de familia, clan, equipo, etc...-  medir y contar para poder controlar, o atenazar, o marginar a conveniencia y cuando lo consideren oportuno. Entonces, ¿de donde les viene el miedo? Porque ahora sabemos que toda su gestualidad es una de las formas de su miedo. Pues de una de las fuerzas oscuras que libera, debido al plan de puertas abiertas de su cráneo, el éxito de quienes se sienten especiales, que no es otra que el abismo que, de repente y de manera impremeditada, les rodea, cuya negra y magnética visión ni siquiera la rutilante luz de sus figuras triunfantes logra amedrentar un ápice. Justo en el mismo instante en que pareciera que ya lo habrían conseguido todo, cuando pareciera que ya tuvieran a todo el mundo pensando cómo ellos, como lo prueba el resultado de las urnas. Solo queriendo ser alguien, y no especial, solo andando por el camino, y no metido en carrera sin freno, se puede vislumbra que aquel miedo de los triunfadores de toda laya, o de quienes aspiran a ello, tenga que ver con su dificultad para poder comparar su itinerario, además de con las magnitudes del cuerpo antes aludidas, hacerlo con las magnitudes invisibles del alma. Sea esta mutilación la que, al fin y al cabo, les haga desear íntimamente, a quienes únicamente se sienten especiales, quedarse solos en el mundo con lo que tienen, a condición de que ese mundo esté habitado únicamente por cadáveres.