miércoles, 25 de enero de 2017

QUIJOTE Y PANZA DIALOGAN

¿Por qué tengo que leer a mi padre, el Quijote, en lugar de matarlo, es decir, en lugar de cambiar de una vez por todas de libro? ¿Lo leemos por qué es obligatorio leerlo, como se hizo con la Biblia durante tantos siglos? ¿O por qué si no lo hacemos nos perdemos algo importante, muy importante: la experiencia del "daño" que nos hace su lectura, como condición de posibilidad para alcanzar el consuelo y la sabiduría en la vida. Lo que quiero decir es que no podemos no ser hijos de don Quijote, como no podemos no ser hijos de la Biblia. Ese No poder puede ayudar a propiciar en los lectores actuales del Quijote reflexiones, resonancias y asociaciones imprevistas. Es decir, es la condición de posibilidad para poner en marcha el juego de asociaciones mentales a partir de la relación de la experiencia de la lectura con la propia experiencia de la vida. Por ejemplo, ¿es un tramposo don Quijote? ¿Es un cínico Sancho Panza? ¿En qué medida su conversación sostenida a lo largo de la novela los hace honestos y humildes? ¿En que medida Don Quijote es una novela, no de autoayuda, para alcanzar la sabiduría en nuestra vida? ¿Que significa ser sabio hoy en día? Comprender que venimos al mundo para saber porque venimos al mundo. Algo también fundacional en toda vida humana. Ver así la capacidad ilimitada que tenemos los seres hablantes de abstraernos, como don Quijote, mediante el juego de trileros por el que nos colgamos en las alturas, fuera de todo roce con la realidad, de cualquier concepto, y así mofarnos de lo que nos convenga en cada momento. No dejar de tener quince años. 

Analizar la función del diálogo (yo soy el otro) en cada capítulo, como recurso ancilar donde se sujeta toda la novela, me parece la manera más acertada de enfrentarnos hoy a la lectura del Quijote. Pues queda claro que el papel que Cervantes ha dado a los narradores es un papel  intencionadamente subsidiario respecto a aquel. Para entendernos, son como los repartidores del juego dialógico que mantienen durante toda la novela Quijote y Panza. De los que ya se puede decir que son dos personajes que buscan la complicidad más que la amistad, por lo que necesitan un narrador que se lo facilite. Es decir, alguien que los cuente, que los traiga al mundo, pero que los deje contar y cantar. Alguien que les de la palabra, para que ellos mismos puedan llegar a ser alguien. Dos cómplices en el andar por un mismo camino, antes que dos competidores en una carrera contra el reloj por llegar a una meta final. Elijo la palabra cómplice antes que amigo, pues me parece más ajustada a esa manera de transitar y dialogar por la novela. Amigo me evoca la estabilidad de lo que ya se tiene sin miedo a perderlo, en lugar de que se va teniendo o construyendo con el intercambio de las palabras, y que en cualquier momento puede desaparecer. Amigo me parece más una de esas imposturas que inventamos para engañar a la vida. Cómplice se ajusta más a la relación de necesidad entre los discurso de ambos, que es también lo que experimentamos los lectores cuando los escuchamos hablar a cuenta de los mil y un cuento que protagonizan. Cómplice se ajusta más al universo de ficción en el que nos encontramos, y, en consecuencia, a la idea de mito como posibilidad para adentrarnos en nosotros mismos. Quijote y Panza no podemos olvidar que son dos de los mitos fundacionales de la cultura occidental de la modernidad. Igualmente no podemos, por tanto, dejar de preguntarnos: qué es lo que hacen y como lo hacen. Valga decir, como hablan entre ellos. Como se construyen mutuamente. Casi sin despeinarse, dando pábulo a su cuitas y ensoñaciones más celestiales y más mundanas, nos dan una lección de cómo entrar y estar en el mundo. A saber, que solo entramos en el mundo mediante el lenguaje, las palabras en este caso. Que, una vez dentro, solo sabemos lo que pensamos, es decir, donde estamos, cuando lo decimos y, al mismo tiempo, solo sabemos que lo que hemos dicho cuando alguien escucha y entiende eso que hemos pensado y dicho. Es decir, que solo sabemos que estamos en el mundo y el lugar que ocupamos en él, cuando reconocemos la figura del otro en tanto en cuanto radicalmente alguien que no es yo. Otro dispuesto a escuchar y a entender.