Nunca he tenido demasiada afición por coleccionar cosas u objetos. Siempre he sido demasiado
austero para ello. Todo un carácter, que ha
marcado mi destino. Lo que le quiero decir es que con estas ambiciones nunca
llegaré
a nada, que es exactamente donde me encuentro y desde
donde escribo. Pero si ha habido dos chismes de esos que desde muy pequeño me han producido una gran fascinación,
al tiempo que una insondable perplejidad y asombro. Los relojes y las plumas
estilográficas. Y los libros, por supuesto, pero, como verá, esta afición última es mas una consecuencia de las otras. Los relojes y los bolígrafos son primordiales. Y, a parte del biberón y la sopa de cocido, fundacionales, me atrevería a decir, en el deambular por mis días.
Todo empezó el día en que mi padre me regaló,
cuando hice la primera comunión, el primer reloj. Un Dogma. Y tres años
mas tarde un pluma estilográfica Parker, cuando me inicié como bachiller. El reloj es chapado en oro, de un tamaño superior a mi muñeca de entonces,
aunque mi padre me dijo que ya crecería
y se acoplaría mejor. Los números del minutero están grabados de forma
combinada. Solo hay número cuando marca las 12, las 3, las 6 y las 9. El resto de las
horas son puntos dorados entre esos cuatro dígitos.
El segundero es un circulo pequeño colocado cerca de
las 6. La pulsera, también chapada en oro, era elástica.
La pluma es de pasta negra con el plumín
chapado en oro, como no, y adornos dorados en la caperuza. La tinta siempre ha
sido Pelikan. Chapar en oro pasó de ser una forma
de ocultamiento a una manera de vivir con orgullo y dignidad en mi
familia. Todas las joyas que entraron en mi casa por aquel tiempo estaban
chapadas en oro. El chapado en oro, como los plazos, pusieron brillo a unas
vidas, después de años grises sobre grises, que empezaban a llegar a final de mes con
el sueldo de mi padre. Los objetos y las cosas empezaron, como le ocurrió a cualquier niño de entonces, a inundar mis días.
Los pongo con mayúsculas,
Dogma y Parker, porque son seres singulares, protagonistas irrepetibles en mi
vida. Yo creo, en contra del mandato de la academia, que las mayúsculas deben subrayar la importancia de lo individual no de lo
colectivo, de lo concreto e irrepetible no de lo abstracto o generalizable.
Perdone por la digresión filosófica. El paso del tiempo de la inocencia al de tener uso de razón y el de ser un parvulario a ser estudiante con futuro, quedaron
asociados para siempre en mi conciencia, mediante este reloj y esta pluma, a la
puerta de entrada previa en el mundo adulto. Decidí que con esos dos acompañantes era mas que
suficiente para andar por el mundo. Luego me contradije, como no podía ser de otra manera - ¿cómo le podría explicar, sino, por qué he llegado hasta aquí? E hice muchas
cosas y tuve en propiedad una variedad inconfesable de objetos. Incluso, fíjese, quise hacer la revolución,
que es el objeto más deseable, pero también más inasible, por excelencia. Y como buen émulo
de Lenin pretendí
asaltar el Palacio de Invierno, que donde yo vivía entonces se llamaba Palacio de la Moncloa. Un palacio precioso
de la época de Goya, que me habían dicho que estaba lleno de relojes y de
plumas de época.
Lo que me ocurrió lo hizo de forma inexplicable y simultáneamente.
Ahora que lo pienso con detenimiento, creo que fui un traidor a la causa
revolucionaria desde el principio. Yo digo, para consolarme de forma campanuda,
que tuve mi primera crisis de fe revolucionaria. O sea, me pregunté solemnemente, ¿quiero asaltar el Palacio de la Moncloa para cambiar el curso de
la historia o para apoderarme de todos los relojes y plumas que hay allí? ¿Cambiar la historia a golpe de cronómetro
y calendario, o entender el mundo a golpe de pluma y folios? Y es que por
entonces, en paralelo a mi falso furor revolucionario había desarrollado algunas incipientes habilidades literarias, fruto
de mi empeño y dedicación al estudio, que el Dogma y la Parker me habían ayudado a encauzar con éxito.
Siempre leía o estudiaba acompañado de la Una en la
mano derecha y del Otro enroscado a mi mano izquierda. Recuerdo que mi madre,
casi analfabeta y acostumbrada a contar las horas y escuchar las palabras
cantando u oyendo a Concha Piquer, siempre me decía
que con tanto leer y escribir, y mirar el reloj, acabaría por no ser un hombre de provecho. A las frases de mi madre nunca
les hice caso en su momento, pero a partir de una edad me he dado cuenta de que
algunas de ellas estaban llenas de esencial sabiduría.
Y es que desde que mi padre me regaló el Dogma adquirí una estrafalaria manía que no me
abandonado nunca: mirar el reloj con asiduidad. Una manía que iba ligada a un temor oculto: que el Dogma se atrasase o
adelantase. Esa manía por la exactitud de la hora en mi reloj buscaba algo con que reaccionarse
fuera de mi que no supe distinguir hasta años
más tarde. En definitiva, sabia que me preocupaba el paso del tiempo
aunque no sabia que hacer con esa preocupación.
La exactitud de El Dogma, mientras tanto, calmaba en gran medida toda esa ansiedad.
Al menos, saber que el tiempo pasa de forma exacta, me decía, otorga a un aura de credibilidad a las cosas que me pasaban de
acuerdo al compromiso adquirido con el Dogma. Así las registraba luego con la Parker en un diario que he ido
escribiendo de forma intermitente. Lo recuerdo ahora tan cartesiano como
insatisfactorio, pero, créame, no sabia manejarlo de otra manera.
Lo de las crisis de fe revolucionaria - o lo
que fuera eso que me pasaba - era algo que mi madre no sabia, ni los camaradas
revolucionarios tampoco. Pero, al igual que cólicos
nefríticos, he tenido frecuentes crisis de esas, de mayor o menor envergadura.
Eso que en el argot se llamaba desviacionismos pequeños
burgueses. Y es que, a parte de mi fidelidad inquebrantable al Dogma y a la
Parker, he tenido una relación de posesión continuada con otros relojes y plumas estilográficas. Incluso imaginé una forma de
trueque, que nunca me atreví
a poner en práctica,
pero que me sigue pareciendo la forma exacta de la justicia, y del inicio mas noble
de una relación amistosa. Intercambiar relojes y plumas estilográficas con
desconocidos. Si alguien se ponía delante, pongamos
en el metro o en el autobús, lo primero que hacia era mirar a la solapa de la chaqueta y a
la muñeca para ver que reloj llevaba y que pluma utilizaba. Por mi parte
llevaba un stock de relojes y plumas para ofrecer al candidato enroscados en
cada uno de mis brazos. Cada reloj mostraba la hora de las diferentes capitales
del planeta. He de confesar que he pasado buenos momentos en mis trayectos
dentro del trasporte público. Lo mas importante ha sido el intercambio de miradas que he
coleccionado, lo cual atenta una vez mas contra ese nulo interés por acumular cosas que he dicho al principio. Lo que pasaba,
valga esto como atenuante de mis obsesiones, es que la mirada sobre un reloj o
una pluma y el reloj y la pluma mismos se acababan convirtiendo en el mismo
objeto. Y en el delirio de la posesión, el dueño también. La prueba irrefutable de lo que digo es que una vez me enamoré perdidamente. Eso si que fue una revolución. El reloj que llevaba era de baratillo pero ella era hermosa
como una orquídea. Estuve tentado de ofrecerle el Dogma y la Parker a cambio de
su amor eterno. Pero el día que había reunido suficientes fuerzas para intentarlo, la orquídea no se presentó en la estación de metro. Gracias a que el Dogma y la Parker continuaban
conmigo, no me deprimí
anticipadamente. El reloj me seguía confirmando la exactitud del tiempo y sus correspondencia con
los hechos que, indefectiblemente, seguían
ocurriendo a mi alrededor. La Parker daba cumplida cuenta de todo ello en el
diario.
La segunda crisis revolucionaria
significativa la sentí
en un viaje en bici que hice por la Normandía francesa. La última etapa llegué a Caen, una de las
ciudades más castigadas por los bombardeos aliados y alemanes. En el lugar
que durante la ocupación estaba el cuartel general del ejército
alemán, se ha levantado un gran memorial en recuerdo de aquellos años de sangre y fuego, y sobre todo, a benéfico del honor y la
gloria del hecho culminante y decisivo que tuvo lugar cerca de allí: el día D, también conocido como El desembarco de Normandía.
Durante el recorrido por las diferentes salas, donde se muestran todo tipo
materiales que tratan de reproducir con detalle tales efemérides, me tope de forma inspirada con dos objetos que llamaron
poderosamente mi atención por su poder significativo. En una vitrina se encontraba el
reloj que llevaba el día D el jefe supremo de las fuerza aliadas, el general Eisenhower.
Su marca, Dogma. En otra no muy lejana de esta, se encontraba la pluma con la
que el general ruso Zukof firmó en el búnker del Furher en Berlín el final de la
guerra mundial en Europa. Su marca, como ya puede suponer, Parker. Quedé estupefacto. Y mis convicciones revolucionarias a punto de
derrumbarse para siempre. Salir de la inocencia con un reloj Dogma en la muñeca, y entrar en el mundo adulto mediante una pluma Parker entre
los dedos, para llegar esto. Mis grandes nombres sagrados los descubrí en ese viaje, contra todo pronóstico,
al lado de las más altas cotas de irracionalidad y perversión jamás logradas: eso significa para mi la guerra más devastadora de la historia de la Humanidad. Pero no me amilané ante el fatal descubrimiento. Me fui decidido a la tienda de
recuerdos del memorial y pregunté al encargado si vendían una reproducción exacta de la
pluma y le reloj de los generales. Me respondió que no le quedaban en el almacén,
pero que en un semana los tendría a mi disposición.
Como no podía esperar tanto tiempo, llegué a un acuerdo para que me los enviarán a casa por correo. Hoy forman los dos parte indisoluble de mi
colección particular.
La tercera, y última,
crisis respecto a la utopía sobre el destino final de la especie humana me surgió cuando me tuve que enfrentar, en el primer taller de literatura
creativa al que asistí, a lo que allí
me dijeron. El profe en cuestión nos dijo el primer día de clase dos cosas. Una, que anotáramos en la libreta que un texto es un prueba de la continuidad de
tiempo y del sentido, de la desgracia y de la esperanza que acompañan a esta vida, del consuelo que requiere, de la inutilidad y
miseria de tener aquello que de tan temible no es lícito
temerlo, de distinguir entre lo que podemos llegar a saber y lo que nunca
sabremos, de aceptar el amor que se nos da y el que ofrecemos no como garantía de nada, sino como iluminación
de nuestro humilde lugar en el mundo...Abran páginas
para que el miedo escape, no sea que sin darse cuenta lo hayan dejado en mitad
del pecho. Dos, que saliéramos a la calle con esa misma libreta y apuntásemos durante un día lo que de
relevante viéramos que tenía el mundo en ese lapsus de tiempo. Luego hablaríamos de todo ello en clase. Fue como una revelación, nunca antes experimentada desde mi primera comunión. El tiempo no era exacto era continuo y sucedía siempre. Lo que marcaba el Dogma era una convención mas entre otras muchas convenciones. La exactitud y sus hechos
históricos asociados, talmente. Fue como el verdadero advenimiento del
uso de la razón, prometida por mi padre con toda su gravedad e ilusión aquel día que me regaló
el Dogma. Abrí rápidamente la libreta. Apunté el misterioso párrafo en mi diario. Y a continuación,
puse mi atención a servicio de lo que pudiera dar de si el día a lo Leopold Bloom. Lo escribí todo con mi Parker en la mano derecha acompañada de cerca en la mano izquierda por su hermano gemelo el Dogma,
que registraba la hora y los minutos exactos del suceso significativo que había seleccionado. No pude prescindir de sus servicios de la noche a
la mañana. Ni puedo ahora. Sigo mirando el Dogma con asiduidad y
escribiendo con la Parker. Días mas tarde hice en casa los arreglos oportunos,
para que esa experiencia me sirviera siempre como frontispicio de la imaginación. Para no olvidarla. Para entenderla. Era un párrafo y la historia de un día
que me abrían una perspectiva nueva, jamás
antes conocida. Que se parecía a los días que podía medir con el Dogma, pero que no era el Dogma quien mandaba. Que
sus palabras latían como si saliesen de la Parker, pero esta era solo una mediadora
técnica. Un párrafo y un día daimones, como dirían los antiguos.
Fuera del tiempo cotidiano que dictaba el Dogma, tic tac tic tac, pero que seguía sucediendo dentro de él, simultáneamente. Fuera de la tecnología
que incorpora la Parker, pero discurriendo a través
de su tinta, como si fuera la sangre de un ser vivo. Una vez que acabé el taller de literatura, intenté entrar en contacto con el profesor, pero, al igual que la bella
orquídea del metro, desapareció incomprensiblemente de mi vida. Lo que si he conseguido es seguir
sus enseñanzas a través de los libros que escribe y publica con asiduidad.
Como fácilmente
podrá
entender, después
de tres crisis de fe en el género humano, ya tenía más que suficiente. Lo que quiero decirle es que, definitivamente,
mi vida tenía sentido. Ahora ya no creo en nadie, aunque sigo queriendo a la
gente que siempre he querido. Tampoco creo en nada, solo en mi imaginación, y, por supuesto, en estas dos almas gemelas, Dogma y Parker que
, - como el Azar y Necesidad o el Cielo y el Infierno o el Tiempo y el Espacio
- acreditan como nadie el uso que pueda haga de mi razón. La decisión que mis padres tomaron al traerme al mundo debió tener un propósito trascedente para ellos, y yo mediante la conservación de estos dos seres que me regalaron, como si fuese incienso y
mirra, quiero recordarlos eternamente. Respecto a mi futuro todo lo que debo
saber surgirá
siempre entre el Dogma y la Parker. Hoy imagino con
ternura, aunque con algo de resentimiento que no me abandonará nunca, aquellos
años en que me dediqué fervorosamente a
intentar asaltar el Palacio de la Moncloa. Pero sigo luciendo mi Dogma y mi
Parker como si fuese el primer día. Funcionan a la
perfección. Bueno, tienen los achaques propios de la edad. Como me pasa a
mi mismo. A la Parker le he cambiando varias veces la goma con que succiona la
tinta, y una sola vez el plumín, ya que una vez se me cayó y se despuntó. Como no, lo volví comprar chapado en
oro. Todo lo otro es original. El Dogma va como la seda. Bien es verdad que cada año, el mismo mes que yo me hago las analíticas
para ver como va la presión y las sístoles y diástoles del corazón, lo llevo al relojero del barrio. En mas de una ocasión el relojero me ha tirado los tejos diciéndome que si se lo vendo. Está fascinado con la precisión de su maquinaria. Tiene que ser suiza, me asegura, con orgullo
profesional. Yo le digo invariablemente que si se lo vendiera me volvería loco, es la garantía que me permite
seguir disfrutando del uso de mi imaginación
y mi razón. El hombre se encoge de hombros, a la espera de una ocasión más propicia.