sábado, 28 de noviembre de 2015

LOS RELOJES, LAS PLUMAS ESTILOGRÁFICAS Y MIS DIAS

Nunca he tenido demasiada afición por coleccionar cosas u objetos. Siempre he sido demasiado austero para ello. Todo un carácter, que ha marcado mi destino. Lo que le quiero decir es que con estas ambiciones nunca llegaré a nada, que es exactamente donde me encuentro y desde donde escribo. Pero si ha habido dos chismes de esos que desde muy pequeño me han producido una gran fascinación, al tiempo que una insondable perplejidad y asombro. Los relojes y las plumas estilográficas. Y los libros, por supuesto, pero, como verá, esta afición última es mas una consecuencia de las otras. Los relojes y los bolígrafos son primordiales. Y, a parte del biberón y la sopa de cocido, fundacionales, me atrevería a decir, en el deambular por mis días.

Todo empezó el día en que mi padre me regaló, cuando hice la primera comunión, el primer reloj. Un Dogma. Y tres años mas tarde un pluma estilográfica Parker, cuando me inicié como bachiller. El reloj es chapado en oro, de un tamaño superior a mi muñeca de entonces, aunque mi padre me dijo que ya crecería y se acoplaría mejor. Los números del minutero están grabados de forma combinada. Solo hay número cuando marca las 12, las 3, las 6 y las 9. El resto de las horas son puntos dorados entre esos cuatro dígitos. El segundero es un circulo pequeño colocado cerca de las 6. La pulsera, también chapada en oro, era elástica. La pluma es de pasta negra con el plumín chapado en oro, como no, y adornos dorados en la caperuza. La tinta siempre ha sido Pelikan. Chapar en oro pasó de ser una forma de ocultamiento a una manera de vivir con orgullo y dignidad en mi familia. Todas las joyas que entraron en mi casa por aquel tiempo estaban chapadas en oro. El chapado en oro, como los plazos, pusieron brillo a unas vidas, después de años grises sobre grises, que empezaban a llegar a final de mes con el sueldo de mi padre. Los objetos y las cosas empezaron, como le ocurrió a cualquier niño de entonces, a inundar mis días.

Los pongo con mayúsculas, Dogma y Parker, porque son seres singulares, protagonistas irrepetibles en mi vida. Yo creo, en contra del mandato de la academia, que las mayúsculas deben subrayar la importancia de lo individual no de lo colectivo, de lo concreto e irrepetible no de lo abstracto o generalizable. Perdone por la digresión filosófica. El paso del tiempo de la inocencia al de tener uso de razón y el de ser un parvulario a ser estudiante con futuro, quedaron asociados para siempre en mi conciencia, mediante este reloj y esta pluma, a la puerta de entrada previa en el mundo adulto. Decidí que con esos dos acompañantes era mas que suficiente para andar por el mundo. Luego me contradije, como no podía ser de otra manera - ¿cómo le podría explicar, sino, por qué he llegado hasta aquí? E hice muchas cosas y tuve en propiedad una variedad inconfesable de objetos. Incluso, fíjese, quise hacer la revolución, que es el objeto más deseable, pero también más inasible, por excelencia. Y como buen émulo de Lenin pretendí asaltar el Palacio de Invierno, que donde yo vivía entonces se llamaba Palacio de la Moncloa. Un palacio precioso de la época de Goya, que me habían dicho que estaba lleno de relojes y de plumas de época.

Lo que me ocurrió lo hizo de forma inexplicable y simultáneamente. Ahora que lo pienso con detenimiento, creo que fui un traidor a la causa revolucionaria desde el principio. Yo digo, para consolarme de forma campanuda, que tuve mi primera crisis de fe revolucionaria. O sea, me pregunté solemnemente, ¿quiero asaltar el Palacio de la Moncloa para cambiar el curso de la historia o para apoderarme de todos los relojes y plumas que hay allí? ¿Cambiar la historia a golpe de cronómetro y calendario, o entender el mundo a golpe de pluma y folios? Y es que por entonces, en paralelo a mi falso furor revolucionario había desarrollado algunas incipientes habilidades literarias, fruto de mi empeño y dedicación al estudio, que el Dogma y la Parker me habían ayudado a encauzar con éxito. Siempre leía o estudiaba acompañado de la Una en la mano derecha y del Otro enroscado a mi mano izquierda. Recuerdo que mi madre, casi analfabeta y acostumbrada a contar las horas y escuchar las palabras cantando u oyendo a Concha Piquer, siempre me decía que con tanto leer y escribir, y mirar el reloj, acabaría por no ser un hombre de provecho. A las frases de mi madre nunca les hice caso en su momento, pero a partir de una edad me he dado cuenta de que algunas de ellas estaban llenas de esencial sabiduría. Y es que desde que mi padre me regaló el Dogma adquirí una estrafalaria manía que no me abandonado nunca: mirar el reloj con asiduidad. Una manía que iba ligada a un temor oculto: que el Dogma se atrasase o adelantase. Esa manía por la exactitud de la hora en mi reloj buscaba algo con que reaccionarse fuera de mi que no supe distinguir hasta años más tarde. En definitiva, sabia que me preocupaba el paso del tiempo aunque no sabia que hacer con esa preocupación. La exactitud de El Dogma, mientras tanto, calmaba en gran medida toda esa ansiedad. Al menos, saber que el tiempo pasa de forma exacta, me decía, otorga a un aura de credibilidad a las cosas que me pasaban de acuerdo al compromiso adquirido con el Dogma. Así las registraba luego con la Parker en un diario que he ido escribiendo de forma intermitente. Lo recuerdo ahora tan cartesiano como insatisfactorio, pero, créame, no sabia manejarlo de otra manera.

Lo de las crisis de fe revolucionaria - o lo que fuera eso que me pasaba - era algo que mi madre no sabia, ni los camaradas revolucionarios tampoco. Pero, al igual que cólicos nefríticos, he tenido frecuentes crisis de esas, de mayor o menor envergadura. Eso que en el argot se llamaba desviacionismos pequeños burgueses. Y es que, a parte de mi fidelidad inquebrantable al Dogma y a la Parker, he tenido una relación de posesión continuada con otros relojes y plumas estilográficas. Incluso imaginé una forma de trueque, que nunca me atreví a poner en práctica, pero que me sigue pareciendo la forma exacta de la justicia, y del inicio mas noble de una relación amistosa. Intercambiar relojes y plumas estilográficas con desconocidos. Si alguien se ponía delante, pongamos en el metro o en el autobús, lo primero que hacia era mirar a la solapa de la chaqueta y a la muñeca para ver que reloj llevaba y que pluma utilizaba. Por mi parte llevaba un stock de relojes y plumas para ofrecer al candidato enroscados en cada uno de mis brazos. Cada reloj mostraba la hora de las diferentes capitales del planeta. He de confesar que he pasado buenos momentos en mis trayectos dentro del trasporte público. Lo mas importante ha sido el intercambio de miradas que he coleccionado, lo cual atenta una vez mas contra ese nulo interés por acumular cosas que he dicho al principio. Lo que pasaba, valga esto como atenuante de mis obsesiones, es que la mirada sobre un reloj o una pluma y el reloj y la pluma mismos se acababan convirtiendo en el mismo objeto. Y en el delirio de la posesión, el dueño también. La prueba irrefutable de lo que digo es que una vez me enamoré perdidamente. Eso si que fue una revolución. El reloj que llevaba era de baratillo pero ella era hermosa como una orquídea. Estuve tentado de ofrecerle el Dogma y la Parker a cambio de su amor eterno. Pero el día que había reunido suficientes fuerzas para intentarlo, la orquídea no se presentó en la estación de metro. Gracias a que el Dogma y la Parker continuaban conmigo, no me deprimí anticipadamente. El reloj me seguía confirmando la exactitud del tiempo y sus correspondencia con los hechos que, indefectiblemente, seguían ocurriendo a mi alrededor. La Parker daba cumplida cuenta de todo ello en el diario.

La segunda crisis revolucionaria significativa la sentí en un viaje en bici que hice por la Normandía francesa. La última etapa llegué a Caen, una de las ciudades más castigadas por los bombardeos aliados y alemanes. En el lugar que durante la ocupación estaba el cuartel general del ejército alemán, se ha levantado un gran memorial en recuerdo de aquellos años de sangre y fuego, y sobre todo, a benéfico del honor y la gloria del hecho culminante y decisivo que tuvo lugar cerca de allí: el día D, también conocido como El desembarco de Normandía. Durante el recorrido por las diferentes salas, donde se muestran todo tipo materiales que tratan de reproducir con detalle tales efemérides, me tope de forma inspirada con dos objetos que llamaron poderosamente mi atención por su poder significativo. En una vitrina se encontraba el reloj que llevaba el día D el jefe supremo de las fuerza aliadas, el general Eisenhower. Su marca, Dogma. En otra no muy lejana de esta, se encontraba la pluma con la que el general ruso Zukof firmó en el búnker del Furher en Berlín el final de la guerra mundial en Europa. Su marca, como ya puede suponer, Parker. Quedé estupefacto. Y mis convicciones revolucionarias a punto de derrumbarse para siempre. Salir de la inocencia con un reloj Dogma en la muñeca, y entrar en el mundo adulto mediante una pluma Parker entre los dedos, para llegar esto. Mis grandes nombres sagrados los descubrí en ese viaje, contra todo pronóstico, al lado de las más altas cotas de irracionalidad y perversión jamás logradas: eso significa para mi la guerra más devastadora de la historia de la Humanidad. Pero no me amilané ante el fatal descubrimiento. Me fui decidido a la tienda de recuerdos del memorial y pregunté al encargado si vendían una reproducción exacta de la pluma y le reloj de los generales. Me respondió que no le quedaban en el almacén, pero que en un semana los tendría a mi disposición. Como no podía esperar tanto tiempo, llegué a un acuerdo para que me los enviarán a casa por correo. Hoy forman los dos parte indisoluble de mi colección particular.

La tercera, y última, crisis respecto a la utopía sobre el destino final de la especie humana me surgió cuando me tuve que enfrentar, en el primer taller de literatura creativa al que asistí, a lo que allí me dijeron. El profe en cuestión nos dijo el primer día de clase dos cosas. Una, que anotáramos en la libreta que un texto es un prueba de la continuidad de tiempo y del sentido, de la desgracia y de la esperanza que acompañan a esta vida, del consuelo que requiere, de la inutilidad y miseria de tener aquello que de tan temible no es lícito temerlo, de distinguir entre lo que podemos llegar a saber y lo que nunca sabremos, de aceptar el amor que se nos da y el que ofrecemos no como garantía de nada, sino como iluminación de nuestro humilde lugar en el mundo...Abran páginas para que el miedo escape, no sea que sin darse cuenta lo hayan dejado en mitad del pecho. Dos, que saliéramos a la calle con esa misma libreta y apuntásemos durante un día lo que de relevante viéramos que tenía el mundo en ese lapsus de tiempo. Luego hablaríamos de todo ello en clase. Fue como una revelación, nunca antes experimentada desde mi primera comunión. El tiempo no era exacto era continuo y sucedía siempre. Lo que marcaba el Dogma era una convención mas entre otras muchas convenciones. La exactitud y sus hechos históricos asociados, talmente. Fue como el verdadero advenimiento del uso de la razón, prometida por mi padre con toda su gravedad e ilusión aquel día que me regaló el Dogma. Abrí rápidamente la libreta. Apunté el misterioso párrafo en mi diario. Y a continuación, puse mi atención a servicio de lo que pudiera dar de si el día a lo Leopold Bloom. Lo escribí todo con mi Parker en la mano derecha acompañada de cerca en la mano izquierda por su hermano gemelo el Dogma, que registraba la hora y los minutos exactos del suceso significativo que había seleccionado. No pude prescindir de sus servicios de la noche a la mañana. Ni puedo ahora. Sigo mirando el Dogma con asiduidad y escribiendo con la Parker. Días mas tarde hice en casa los arreglos oportunos, para que esa experiencia me sirviera siempre como frontispicio de la imaginación. Para no olvidarla. Para entenderla. Era un párrafo y la historia de un día que me abrían una perspectiva nueva, jamás antes conocida. Que se parecía a los días que podía medir con el Dogma, pero que no era el Dogma quien mandaba. Que sus palabras latían como si saliesen de la Parker, pero esta era solo una mediadora técnica. Un párrafo y un día daimones, como dirían los antiguos. Fuera del tiempo cotidiano que dictaba el Dogma, tic tac tic tac, pero que seguía sucediendo dentro de él, simultáneamente. Fuera de la tecnología que incorpora la Parker, pero discurriendo a través de su tinta, como si fuera la sangre de un ser vivo. Una vez que acabé el taller de literatura, intenté entrar en contacto con el profesor, pero, al igual que la bella orquídea del metro, desapareció incomprensiblemente de mi vida. Lo que si he conseguido es seguir sus enseñanzas a través de los libros que escribe y publica con asiduidad.

Como fácilmente podrá entender, después de tres crisis de fe en el género humano, ya tenía más que suficiente. Lo que quiero decirle es que, definitivamente, mi vida tenía sentido. Ahora ya no creo en nadie, aunque sigo queriendo a la gente que siempre he querido. Tampoco creo en nada, solo en mi imaginación, y, por supuesto, en estas dos almas gemelas, Dogma y Parker que , - como el Azar y Necesidad o el Cielo y el Infierno o el Tiempo y el Espacio - acreditan como nadie el uso que pueda haga de mi razón. La decisión que mis padres tomaron al traerme al mundo debió tener un propósito trascedente para ellos, y yo mediante la conservación de estos dos seres que me regalaron, como si fuese incienso y mirra, quiero recordarlos eternamente. Respecto a mi futuro todo lo que debo saber surgirá siempre entre el Dogma y la Parker. Hoy imagino con ternura, aunque con algo de resentimiento que no me abandonará nunca, aquellos años en que me dediqué fervorosamente a intentar asaltar el Palacio de la Moncloa. Pero sigo luciendo mi Dogma y mi Parker como si fuese el primer día. Funcionan a la perfección. Bueno, tienen los achaques propios de la edad. Como me pasa a mi mismo. A la Parker le he cambiando varias veces la goma con que succiona la tinta, y una sola vez el plumín, ya que una vez se me cayó y se despuntó. Como no, lo volví comprar chapado en oro. Todo lo otro es original. El Dogma va como la seda. Bien es verdad que cada año, el mismo mes que yo me hago las analíticas para ver como va la presión y las sístoles y diástoles del corazón, lo llevo al relojero del barrio. En mas de una ocasión el relojero me ha tirado los tejos diciéndome que si se lo vendo. Está fascinado con la precisión de su maquinaria. Tiene que ser suiza, me asegura, con orgullo profesional. Yo le digo invariablemente que si se lo vendiera me volvería loco, es la garantía que me permite seguir disfrutando del uso de mi imaginación y mi razón. El hombre se encoge de hombros, a la espera de una ocasión más propicia.

Ahora vivo en la cabaña que me compré con la indemnización que me dieron cuando me despidieron del trabajo. Cada vez quedo menos para cenar con los amigos o con la familia. Pero cuando lo hago, es igual de lo que hablemos, y el tiempo que pierda en ello. Se que con mi reloj y mi pluma a mi lado, mi vida tendrá siempre una posibilidad abierta de sentido al representarla en mi diario, por mucho que mis seres queridos se empeñen en hacerme sentir lo contrario. Mi mujer me lo dice con frecuencia, lo tuyo es un milagro incomprensible. Yo supongo que por ello sigue a mi lado. De usted, que ha leído esta crónica, no espero algo diferente.