jueves, 19 de noviembre de 2015

HOMO FABER, novela de Max Frisch

"Lo que hay de vivo en la vida está en ella precisamente en el modo de no estar, bajo la especie de lo que se nos hurta, de lo que justamente no poseemos" (José Luis Pardo en su libro La intimidad).

¿Podrían ser esas palabras las últimas que pronunciase Walter Faber? ¿Podrían representar, después de la lectura de Homo Faber, lo que realmente se aprende?

Ya sé que huele a prejuicio, pero siempre sospecho de quien se presenta en público con las ideas tan claras, tan matemáticamente correctas, como las que hace gala el ingeniero Faber en la primera parte de la novela. Descreo de que trate vanamente de ocultar con sus calculadas palabras su "mal obscuro", ese grumo que lleva dentro y que, al fin y al cabo, es lo que lo arrastra y vapulea. Me recuerda a esas mariposas que se acercan obstinadamente a la luz de las lámparas, como queriendo verlo todo de una vez y para siempre, la misma luz que acabará por matarlas. Igual que a Faber, a los lectores literarios matemáticamente correctos no les suele agradar esta sospecha. Incomoda a la exactitud que otorgan a las palabras, con la que esos lectores quieren alumbrar no su mundo, sino EL MUNDO. Es decir, lo que les molesta es que se les diga que la luz con la que cada ser humano trata de alumbrar su mundo no le es dada al nacer, ni se da por supuesta, ni depende del contador de una empresa exterior, ni de nada previo, hay que ganársela palmo a palmo, rincón a rincón, palabra a palabra. Es una luz que sólo ilumina a ratos y, como la felicidad, sujeta a apagones inopinados y dolorosos. En definitiva, lo que irrita a Faber y a sus seguidores - ellos que creen tener respuestas para todo - es que se les hable desde un lugar al que ellos no pueden acceder con sus cálculos, y, lo peor, que encima se les diga que este lugar es muy importante. Ellos que, de esos lugares imposibles de calcular y, por tanto, nombrar, siempre dicen que nadie puede saber, o lo que es lo mismo, que cada uno tiene su propia opinión, y todas las opiniones son iguales.
Demos por perdida, pues, toda esperanza de que sólo mediante su "espontánea sinceridad" un ser de carne de hueso cante y cuente algo creíble respecto a su "mal obscuro", hecha la excepción por imperativos pecuniarios, claro está, de cuando está delante de su abogado o su psiquiatra. Esta impotencia se debe, a mi entender, a dos razones. Una, porque lo matemáticamente correcto nos protege a todos de los vendavales y el frío de la intemperie exterior, que es peor que la del Polo Norte. Dos, porque, debido a ese afán de seguridad, acabamos siendo perfectamente incompetentes para comunicarnos con el exterior. Si creo, sin embargo, que a través de la mediación del narrador Faber podemos ofrecer a los otros lectores una forma comunicable de ese "mal obscuro" que, como a Faber, nos sustancia y acompaña a todos los seres humanos. Lo creo, y sobre todo, lo deseo fervientemente. En definitiva, leer en compañía no es otra cosa.

El caso es que en la página 159, ya en la segunda parte, Hanna, la madre de la hija de Faber, desde ese lado que para el ingeniero no forma parte de la realidad, se lo canta y se lo cuenta muy claro a su antiguo amante, que todavía sigue escuchando lo que le rodea con muchas interferencias. Igualmente se dirige al lector que continúe, a estas alturas, leyendo de forma matemáticamente correcta.
"Discusión con Hanna: discusión acerca de la técnica (dice Hanna) como ardid para organizar el mundo de tal manera que no lo tengamos que vivir. Manía de técnico: convertir la creación en algo útil, porque no la soporta como compañera, no sabe como tratarla; la técnica es un ardid para eliminar el mundo como resistencia, por ejemplo, reduciéndolo por medio de la velocidad, para no enfrentarnos con él. (No se qué quiere decir Hanna con eso.) El técnico se desentiende del mundo. (Tampoco sé qué pretende significar con esta frase.) Hanna no me echa nada en cara; no encuentra inconcebible mi comportamiento con Sabeth; según Hanna fui víctima de una especie de atracción que yo no conocía y que interpreté erróneamente, diciéndome que estaba enamorado. Dice que no fue un error casual, sino un error muy propio de mí (?), como mi profesión; como, por lo demás, toda mi vida. Mi error consiste en que nosotros los técnicos intentamos vivir sin la muerte. Literalmente: tú no consideras la vida como una figura, sino como una mera suma; por eso no guardas relación con el tiempo, porque tampoco la guardas con la muerte. La vida, dice, es figura en el tiempo. Hanna reconoce que no sabe explicarme lo que quiere decir. La vida no es materia; no puede forzarse por medio de la técnica. Mi error respecto a Sabeth fue la repeticion; me comporté como si la edad no existiera; por tanto, de una modo antinatural. No podemos suprimir la edad por el hecho de seguir sumando, de casarnos con nuestros propios hijos." 

Resumiendo, nos viene a decir Hanna, podemos saber el número exacto de neuronas que bailan en nuestro cerebro, pero nada sabemos si no aprendemos también a saber acercarnos al misterio del amor, la belleza, el dolor, el odio, la imaginación,...Si no oímos la música interna que mueven a esas neuronas, si no aprendemos a sumergirnos en los misterios del lado hondo de la vida, aprendiendo, en consecuencia, a saber volver tocados por la luz de esa redención. En fin, no sabremos nada si sólo surfeamos encima de la espuma de los días, si no aprendemos a dejar de ser sólo tránsito. Así los cazadores que pintaron sus hermosas pinturas en las cuevas de Chauvet, como los internautas que hacen maravillas instantáneas con los dipositivos de Apple.

Mas adelante, Walter Faber, a siete páginas de que los cirujanos del hospital vengan a abrirle inútilmente en canal, parece haber escuchado con tino las palabras de su ex amante. Nos brinda, entonces, la que para mi es la página más bella de toda la novela. Aunque nada mas sea por haber podido llegar a leerla, me ha valido la pena seguir y soportar los pasos atribulados, toscos y cansinos de este ingeniero que ha conseguido, en las puertas de la muerte, iluminar y calcular poéticamente los contornos de su "mal obscuro".
"No volver a volar nunca más.
Deseo volver a la tierra, allí entre los últimos abetos que reciben el sol del atardecer, oler la resina y oír el agua, probablemente ruidosa, y beber con la mano...
Todo va pasando, como en una película.
Deseo tocar la tierra con mis manos.
En lugar de eso, nos elevamos cada vez más.
¡Qué estrecha es, en realidad, la zona de la vida! Unos doscientos metros a lo sumo; luego la atmósfera ya se enrarece, se vuelve demasiado fría; es algo así como un oasis, lo que habita la humanidad; el fondo verde de los valles, sus estrechas ramificaciones; luego termina el oasis, los bosques parecen rapados (aquí a los 2000 metros, en México a los 4000); todavía hay rebaños, que pacen junto al lindero de la vida; flores - no las veo pero lo sé - abigarradas y olorosas; pero diminutas; insectos, luego sólo guijarros; luego hielo.
De pronto aparece un embalse.
El agua parece pernod, verdosa y turbia; en ella se refleja una cumbre nevada; barca de remos junto a la orilla, presa de segmento; no se ve un alma.
Después las primeras nieblas, huidizas.
Resquebrajaduras de los glaciares: verdes como el vidrio de las botellas de cerveza. Sabeth diría: como esmeraldas (...) ¿En qué pienso? Si ahora estuviera encima de aquel pico ¿qué haría? Pero ya es tarde para desembarcar; oscurece en los valles y las sombras de la noche se extienden por encima de los glaciares y luego remontan en ángulo recto hasta lo alto de las paredes. ¿Qué puedo hacer? Seguimos volando; se ve la cruz de la cima, blanca, brillante, pero muy sola; los escaladores no ven nunca esa luz porque tienen que emprender el descenso antes. Luz que se pagaría con la muerte, pero muy bella; sólo un instante; luego nubes, claros, la parte meridional de los Alpes cubierta de nubes como era de esperar. Las nubes: parecen algodón, parecen yeso, parecen coliflores; parecen espuma con los colores de las ampollas de jabón, no se cuantas cosas encontraría Sabeth que parecen."



¿Por qué he derrochado tanta paciencia siguiendo los pasos del personaje literario Walter Faber? Por que nadie, por más que se empeñe, aparece de una pieza ante los demás. Siempre acabamos mostrando los huecos donde se aloja nuestro mal obscuro. Otra cosa, muy respetable faltaría más, es que no queramos hablar de ello. Era cuestión de ver como había pegado estos fragmentos o piezas el narrador. De seguir la pista de los pecios del naufragio de su vida, que el ingeniero nos va mostrando, casi sin querer, en la primera parte. Y esperar las decisiones de su talento. Walter Faber es un tipo en apariencia nada interesante, que sólo sabe medir cosas y pensar mecánicamente y de forma literal. Un tipo que cuando se pone delante de alguna sutiliza social o psicológica reacciona como un zascandil. ¿Cómo va reaccionar de otra manera si se enorgullece de ser sólo un técnico en turbinas? Pero Walter Faber no deja de ser, al fin y al cabo y a pesar de todo eso, un tipo inteligente y sensible. Lo he leído, anteponiendo mi atención a sus palabras a la falta de entusiasmo y fe que me transmitían (¿qué y cómo se puede leer guiados primordialmente por el fulgor del entusiasmo?). Porque soy incapaz de entender, aun derrochando muchas mas dosis de paciencia, a un ser humano normal, digamos, de la estirpe de Walter Faber. No por su culpa, ni por la mía. Es que la vida es así de inabarcable e inaprensible. También lo he leído porque sé que hoy son estos tipos los que imponen, a quien se mueve y piensa, la visión actual del mundo imperante e imperiosa, y es conveniente saber de que grumos está hecho el mal obscuro que ocultan. Males qué todos juntos dan forma a la epidemia infantil - ¿no es este aburrido ingeniero, durante muchas páginas, la viva imagen de un niño grande? - que atenaza al tiempo en que vivimos. ¿Se ve, entonces, para qué sirven las palabras actuales de la vida? ¿Se ve la necesidad qué tenemos hoy, más que nunca, de prestar atención y entender, al margen de entusiastas fascinaciones, las palabras precisas de la literatura?