viernes, 20 de noviembre de 2015

SOBRE EL HABLAR-POR HABLAR MENOS, EL LEER-ESCUCHAR MEJOR Y EL PENSAR-ESCRIBIR MÁS

Sabido es por el relato bíblico que Dios castigó a los descendientes de Adán y Eva a ganarse el pan con el sudor de su frente. No nos castigó a sudar para saber o para conocer o para pensar. El Gran Creador nos penalizó con la obligación de seguir vivos, no se cebó contra nuestro deseo natural a la curiosidad y al conocimiento. Es fácil de entender, por tanto, que no pudiendo quitarnos de encima la maldicion divina del trabajo, la historia de los humanos sobre la Tierra haya sido la historia de como tratar de sobrevivir lo mejor posible. De como sentirnos bien. Hasta el punto de que hoy la obligación de seguir vivos significa sólo eso, la obligación de sentirse bien. Ergo, como dice Ortega, el hombre es un animal para el que sólo lo superficial es necesario. Y cuanto mas limpio y pulido mejor. Para eso pone a su servicio toda la impedimenta técnica de que disponga a su lado. Tanto es así, creo, que si el sujeto en cuestión decidiera ponerse a pensar sobre su experiencia vivida, como algo inseparable de su vivir la vida - eso que lo diferencia de la mera supervivencia animal - está convencido de que se sentiría mal. Y, con los "avances médicos" que tiene a su alcance, por ahí el ciudadano actual no pasa. Esa técnica, como le dice Hanna a Faber, le sirve para dos cosas. Una, para desentenderse de tener que vivir y pensar la vida. Dos, para maquillar su mera supervivencia animal como trascendencia espiritual.

Convengamos que hablar a los otros lo hacemos cada día. No hace falta que nadie nos enseñe. Pero pensar es ordenar ese hablar, darle una forma que tenga significación y sentido. Eso sólo se puede hacer escribiendo, para que los otros lo escuchen. Es decir, lo lean. La pregunta es, ¿por qué la gente se expone sin pudor ante los demás con sus palabras habladas y siente tanta vergüenza para hacerlo con sus palabras escritas? Hablar a los otros no nos cuesta porque afianza nuestra pertenencia al grupo. Hablar vendría a ser como el comer o el dormir. Tiene un indiscutible aire de familia. Es un mero acto adscrito a la obligación de seguir vivos. Sin embargo, para escribir, decimos, no tenemos tiempo, el mismo que necesitamos para abandonar la servidumbre verbal del grupo. Lejos del aire de famila y de la supervivencia, escribir para saber es el acto mas radical de nuestra individualizacion, de nuestra libertad. ¿Exagero si digo que no pensamos-escribimos porque tenemos miedo a la intemperie del campo incierto y oscuro que nos indica la práctica de la libertad, prefiriendo sentirnos bien hablando las palabras de los iguales al calor y la luz del recinto de la fortaleza donde se protegen? Escribir para saber y para que lo lean quienes como nosotros quieren saber, nos delata significativamente como "Alguien" frente al grupo o la familia, donde éramos hasta ese momento unos don nadie. Significarse con la escritura es también convertirse en "sospechoso" ante los que antes eran nuestros iguales. Hablar a los otros, y entre los otros iguales, es lo propio de las sociedades predemocráticas y analfabetas. Leer-escuchar y pensar-escribir sobre lo leído, para que los otros lectores, individuos que escuchan y piensan junto a nosotros, lo compartan, es, debe ser, además algo propio de las sociedades alfabetizadas y democráticas. Sin embargo, lo que hemos puesto en práctica, doscientos años después de instaurada la democracia política y lecto-escritora, es que hablar es un atributo y un derecho del pueblo: habla pueblo habla. Pero escribir es una actividad propia de los profesionales o instructores que guían al pueblo. Aquí se encuentra, por tanto, el gran fiasco de la democracia política y lecto-escritora antes aludida. La escritura ha quedado en las manos de expertos o mandarines y la lectura para instruir o entretener al pueblo indiferenciado. Se ha impuesto la formación de masas, arrinconando o haciendo desaparecer la comunicación y la conversación entre individuos, que era lo que originariamente se imaginaron los padres fundadores. 

Contra semejante estado de cosas deberíamos instituir un nuevo pacto entre hablantes, lectores y escritores. Los clubs de lectura deberían servir para eso. Un pacto que se base en dos puntos fundamentales. Uno, hablar menos. Dos, desprofesionalizar la escritura convirtiéndola en el acto principal de la comunicación humana, mediante la transformación del lector en el segundo autor de lo que se escriba. De esta manera lograremos vencer el principal mal que aqueja a las democracias actuales occidentales: la ausencia de transcendencia que se traduce en un peligroso y nihilista totalitarismo rampante. Reinventadas así las tres habilidades genuinamente humanas: hablar menos, y leer y escribir con una ajustada complicidad entre las respectivas intenciones, proporcionaría a los ciudadanos - huérfanos de dioses y paraísos relevantes -, su mejor herramienta contra la influencia de cualquier poder y, sobre todo, contra la claudicación del paso del tiempo. 

¿Que es pensar? Es, según dicen los que piensan, un arreglo entre la imagen que tenemos de la realidad y la realidad misma para situar el lugar que el ser pensante ocupa en el mundo. Pensar es lo que debe venir a continuación de trabajar. No es el ocio, la otra cara del trabajo, como anhelan - ¿corroído su carácter por trabajar, o por  pensar mal en las peores compañías? - los que quieren sentirse bien. Pensar es estar dispuesto a vivir exiliado fuera del paraíso. 

¿Que es sentirse bien? Debería bastar con el hecho de pensar bien. Ser su consecuencia directa. Tener conciencia y disfrutar de la satisfación de sentirme bien porque pienso bien. Pero todos sabemos, escuchando a los que dicen sentirse bien, que no es así. ¿Por qué? Porque no sabemos determinar, continúan diciendo los que piensan, el ámbito de nuestras dudas al pensar, ya que, huérfanos de ese lenguaje necesario para enfrentarnos a ellas, las colocamos en un ámbito donde no molesten a nuestras estrictas convicciones. Es otra manera de decir que nuestras convicciones ocupan todo el mapa de las palabras que utilizamos. Y, también, porque, expulsados del paraíso y ante la imperiosa obligación de seguir vivos, hemos perdido el sentido del límite de lo que significa sentirse bien. Por eso siempre vamos de bólido a su busca y captura. Es decir, siempre caminamos hacia ninguna parte. Sin querer aceptar que la expulsion es irreversible y la maldición divina eterna. Bien, de acuerdo. Entonces, perseveramos, el paraíso es cada momento en que nos sentimos bien. Y de lo que se trata es de sumar muchos de esos momentos con lo que se tenga a mano. La hipertecnologia actual proporciona una ayuda inmejorable al los nuevos Hombres y Mujeres Faber del mundo globalizado, que viven angustiados con la idea de sentirse bien. Todas esas pantallas nos permiten hablar y hablar, de forma intermitente, lo cual nos hace sentirnos bien. Manteniendo nuestro empeño de seguir imaginando lo que debe ser la buena vida: la de Adán y Eva cuando entonces. Secularizada en la actualidad mediante los diferentes paraísos laicos, que esas mismas pantallas nos prometen cada día. Así va el mundo actual. 

¿Y su lectura? La situación no es muy diferente. ¿Cuántas veces hemos oído decir a los lectores en las tertulias que ellos leen para pasárselo pipa, para sentirse bien? No quieren saber nada de ningún narrador que les haga pensar. Que les saque los colores de sus dudas. Que les destrone de sus pétreas convicciones. Qué les indique el océano de su ignorancia. En fin, que les haga conocer lo que exige la lectura a los lectores que se ponen en serio a ello. Porque ese en serio les hace sentirse muy mal. Cerrado el círculo. El mas vicioso y paralizante de todos los círculos que quepa imaginar. Así leen la mayoría de los lectores de esta sociedad nuestra, que sólo quieren sentirse bien.

Situados de espaldas al pensar y escribir sobre lo que vivimos y leemos, por un lado. Y obsesionados, por otro, por cumplir la maldición divina de seguir obligatoriamente vivos, hablando y hablando, haciendo y haciendo, para sentirnos bien a toda costa - aliándonos agónicamente, si es preciso, con lo más banal e inane de las nuevas tecnologías, ese "me gusta/no me gusta", que nos hace desentendernos de tener que vivir y entender la vida; y que es el correlato inevitable del "me siento bien/no me siento bien" -, tengo la sensación de que corremos el peligro de olvidarnos, ahora sí, lo que nos enseñó el genial hidalgo de la Mancha (cuando se cumple el cuarto centenario de su segunda parte): que los molinos contra los que luchamos no son gigantes, ni son la causa verdadera de nuestras desventuras, las cuales siguen, imperturbables, acechándonos tozudamente.