Todo movimiento nos delata y toda palabra delata al narrador. Mientras habla, se construye. Mientras mira, desvela su mirada. Mientras dice, se descubre en sus palabras. Mientras observa, descubrimos sus puntos de interés. Mientras juzga, enseña sus criterios. La fantasía de un narrador neutro es un imposible. Lo oculto se ve en un disfraz. Lo neutro se percibe en una estrategia. Y desde su actitud lo interpretamos e interpretemos todo lo que nos dice. Leer es leer en compañía. En compañía del narrador. El objetivo del narrador es ganar nuestro interés, pero este interés depende en gran parte de la credibilidad que le demos. Ningún narrador es fiable. La credibilidad debe ganársela porque nadie está obligado a leer.
El autor escribe pero eso que escribe no es exactamente lo que el lector lee. El lector escucha lo que dice el narrador. Entre el autor y el lector es necesario este artificio que denominamos narrador. El autor está fuera del texto durante el proceso de lectura. El autor es el responsable del narrador que ha elegido y en esta elección descansa gran parte de su acierto o error. Puede elegir entre un narrador que lo sabe todo o uno que no sepa nada. Entre un narrador que muestre sus deseos de seducir al lector y otro que parezca no necesitarlo. Entre un narrador que comente al lector la lectura y otro que deje que el lector elija sus propias conclusiones. Entre un narrador que explique por qué narra lo que narra y otro que narre sin dar explicaciones. Todos son posibles. Lo importante es que el lector admita su compañía.
La literatura, y más concretamente, la narrativa, es una forma de conocimiento. Como dice Kundera, la novela es una forma de conocer algo que solo se puede conocer mediante la novela, y su escritura tiene mas que ver con la palabra no dada que con la palabra ya conocida, y precisamente por eso requiere un escritor o una escritora y no un escribiente. Los escritores y las escritoras que no han renunciado, es decir, aquellos y aquellas con más consciéncia de que su función es buscar la palabra que todavía no existe, no son ajenos a esta tensión que se produce alrededor de la escritura. Los buenos lectores y las buenas lectores también.
Conviene que recordemos, de vez en cuando, todo lo anterior antes de enfrentarnos al acto de la lectura, igual que pienso que debemos hacernos preguntas del tipo que a continuación expongo. Son éstas: ¿qué quiere del narrador de esta historia al oírle por primera vez en la primera página? ¿Que pienso que ha querido de mí el narrador de esta historia cuando he acabado de leer la última página? Y un narrador que se presenta hablando así, ¿es competente para contar esta historia? ¿Qué le impulsa, entonces, a contar esa historia?
Si no es así, leer, entonces, ¿para qué? Cualquier actividad es intercambiable y sirve, igualmente, para satisfacer de inmediato las urgencias inaplazables de ese Yo del lector por ver el mundo exterior, inabarcable y misterioso, que lo desea configurado y formateado por defecto igualmente que su previsible y rutinario mundo interior. Un mundo exterior que - en toda cultura y condición, y debido a su persistencia y tamaño - siempre acaba imponiendo sus imágenes a nuestro escueto y limitado mundo interior. Lo que me lleva a preguntarme, a estas alturas, ¿qué tiene que ver toda esa precipitación del lector, con el afán de querer tener un libro entre sus manos?
¿Qué es lo que no nos hace creíble un narrador? ¿Qué es lo que hace que no sea nuestro principal foco de atención durante el proceso de nuestra lectura? Honestamente no lo sé. Pero sí creo que tiene que ver, y de forma inversamente proporcional, con la fe que tengamos en nuestra configuración interna por defecto. Cuanto más creamos en ella y en el Yo que habita en nuestro cerebro, cuanto más creamos que ese cerebro es principio y fin de todo lo que nos ocurre, cuando más creamos que todo lo que ocurre en el mundo tiene antes que pasar por él, menos nos interesará lo que dicen los narradores que se nos acercan. Ensimismados, nunca nos fijaremos en cómo dicen lo que dicen, ni para qué lo dicen, ni a quien se lo dicen. Lo único que haremos es leer, repitiendo como un loro, lo que dicen. Y de lo que dicen, leeremos lo que mas engorde la fe inquebrantable en nuestro Yo Súper Size. Un Yo ahíto, por otro lado, de una imperdonable ignorancia.
Ciertamente, como decía antes, ningún narrador es fiable. Ni nadie esta obligado a leer. Pero, igualmente, ¿cabe preguntarse qué fiabilidad tienen esos lectores con un Yo tan sobrado de peso y con una gravedad mental y espiritual tan espesa y opaca, que los fija para siempre al sitio donde se encuentran? Ya inmóviles, ahí para siempre, que exijan que sean los narradores quienes vayan a visitarlos dándoles palmaditas en la espalda, es comprensible desde el punto de vista gerontológico. Pero totalmente inapropiado si tenemos en cuenta la movilidad y la cintura que tiene que desplegar el ser propio de la lectura. Por todo ello, intentemos no perder el tiempo que le dediquemos a la lectura.