¿Quién nos arroja al mundo? ¿Quién nos saca del mundo? ¿Qué le debemos al lenguaje que nos acoge inmediatamente después de ser arrojados? ¿Qué nos exige el lenguaje que nos desaloja del mundo?
Nada más nacer caemos, por efecto de la gravedad, en un espacio. Pero la primera mirada, la primera caricia, la primera palabra de quien se encuentra intencionada o con total falta de intención – que de toda hay en esto de traer seres al mundo - en ese lugar donde hemos caído pertenece ya, y hasta el final de nuestra vida, al tiempo. Aunque no lo sepamos, somos alguien porque lo somos en el tiempo, nunca en el espacio, donde solo podemos aspirar a ser algo, pues ya no hay sitio adonde ir. En fin, no hay Utopía. Y si no hay sitio adonde ir no hay trayecto. Sólo paseos peripatéticos. Si "La Biblia" fue el libro fundacional del relato lineal de la Creación del mundo, con la promesa de la Tierra Prometida como horizonte, "Ser y tiempo", "Verdad y método" y las demás obras de los pensadores que sintieron en directo la Experiencia Universal del Desastre, del acabamiento de toda esperanza de horizonte, ¿deberán ser los libros fundacionales del relato que venga después?, si es que todavía estamos a tiempo de contarnos algo. ¿Podemos contar nuestra existencia fuera del relato bíblico, o clásico, organizado dentro de las coordenadas espacio y tiempo? Yo creo que sí. La Biblia no la leía nadie, pues todos eran analfabetos, pero todos sabían seguir como linces el espíritu de sus palabras. Lo mismo puede pasar con "Ser y tiempo", una novelilla para los analbafetos que nos hemos quedado sin el manual de instrucciones de La Biblia. Aunque siempre existirán los historicistas y positivistas predicando en sus escuelas de objetivos, descubriendo los hechos y presentándolos al gran público. Y a falta de la tierra prometida, ofrecerán eternidad.
Después del concierto de música clásica, al que me invitaron unos jóvenes músicos, nos fuimos a tomar unas copas a un garito que ponía música pop y tal. Yo les dije que mejor que relajarse con música pop y tal, a mi entender les habría sentado mejor asistir como espectadores a un concierto de jazz. Yo creo que así se entendería mejor que hacen hoy unos jóvenes – imagino que la mayoría de educación republicana y laica - tratando de llegar a las más altas cotas del espíritu, mediante la interpretación de una música concebida originariamente en honor y gloria de Dios.
La simultaneidad de esos dos estados de pureza, por un lado la potencia y fuerza del jazz antes de que sea proyecto, y por otro el proyecto de la música clásica cuando ha llegado a la cumbre, bien hilvanados en la conciencia tanto del que primero ejecuta como del que luego escucha, pienso que los hubiera colocado en el centro del tiempo a que me refería antes. Libres al fin de los historicistas y de la verborrea de sus objetivos positivistas. De otra manera y en plan divulgativo, es como decirle al ejecutor, recuerda que tu también fuiste potencia, y al escuchador, no olvides que, si te esfuerzas, tu también puede llegar lejos. El cohabitar en el tiempo iguala así, lejos y arriba, dos magnitudes que se reconocen definitivamente humanas y que dialogan sin oponerse. Para entendernos, el Jazz es a Platón (esquema original de las formas) como la Música Clásica es a Hegel (un proyecto acabado en lo más alto).
Reconociendo su impureza debido a su relación condicionada con la vida, la música de las palabras deberían seguir un similar itinerario. Recorrido de la mano, pero sin abandonar la mutua sospecha y desconfianza - por eso es un recorrido impuro - entre el ejecutor-narrador y el escuchador-lector. Al fin y al cabo, una novela no deja de ser un concierto de voces que cantan palabras, no recién sacadas del diccionario, sino millones de veces usadas y sentidas con diferentes sentidos en el tiempo, pero afinadas escrupulosamente para la ocasión. Las palabras son como las teclas o las cuerdas, y van y vienen según las toque o sople el viento de la experiencia de quien las escuche.