Decir que el narrador de la novela de Franz Kafka, “El Proceso”, señala, mediante la peripecia de Joseph K., nuestra condición de sujetos por estar sujetados al mundo - lo cual nos hace sentirnos inexplicable pero significativamente culpables – es resaltar lo más interesante de esa voz. Una voz narradora que habla al margen de lo que formulen en su propio beneficio las diferentes teorías - incluida la teológica – lo que no implica que sus palabras nos animen a levantarnos a favor de nuestra liberación. No estamos, para entendernos, frente a un panfleto, o una denuncia de la injusticia que habita en el mundo. Y tal y tal. Nuestra condición de seres sujetados y culpables habla hoy, tal y como se desprende de las palabras de ese narrador, de nuestra insignificancia en un mundo sin Dios y con todas la utopías cumplidas, es decir, fracasadas. O si se quiere, muertas de éxito. Entonces, ¿culpables del éxito de sus despropósitos? Lo cual no impide que para alcanzar los leves cambios a los que ya sólo podemos aspirar, nos guste montar estruendosas algaravías apocalípticas. Sólo nos queda una posibilidad: saltar de la condición de sujetos sujetados, porque sino nos caemos, a la de individuos libres. Abandonando nuestra inveterada necesidad de transcendencia sometiéndonos a un fin exterior, y poniendo en marcha todo el potencial de lo que llevamos dentro, formando, por ejemplo, comunidades de experiencia. La tertulia literaria en que participo, ¿qué es o debería ser, sino? Una experiencia individual única e irrepetible con el lenguaje. Un experiencia que tiene vocación inequívoca de encontrarse con otras experiencias, a su vez, únicas e irrepetibles.
Volviendo a la peripecia de K., y en comparación con la nuestra, ¿quién está más cerca de lo real? ¿Quién está fuera de la ideología, o la teología? ¿Quién no se conforma con los meros datos positivistas? ¿Quién? Joseph K. Y es que K. nos está diciendo, por si todavía no nos habíamos enterado, que somos así. De vuelta a la caverna, después de que hemos perdido el manto protector de todas las iluminadas promesas de salvación celestial y laica, somos así. Mejor dicho, somos incorregiblemente así. ¿Es esa evidencia, no su aspecto monstruoso que todos padecemos ya sin darnos cuenta, lo que nos asombra? Josep K. nos habla al centro de nuestra humana cotidianidad, pero es casi seguro que nosotros nos encontremos iluminados a años luz (valga la redundancia lumínica) de ella, envueltos por el vapor de nuestras tozudas ensoñaciones tardías.
¿Hay alguien ahí?, parece clamar en vano el arrestado y condenado, aunque inocente, Joseph K.
Pero aún así, las preguntas siguen zumbando en la atmósfera de la novela para el lector que quiera oírlas. ¿Qué es ser culpable? ¿Qué es ser acusador? ¿Qué endiablada relación hay entre culpable y acusador? ¿Por qué es culpable K.? ¿Por qué somos nosotros culpables? ¿Por ser como somos, o, por no ser como los demás? ¿Quiénes son nuestros acusadores? ¿Por qué no detienen y encierran a K.? ¿Por qué no hacen lo propio con nosotros? Sólo arrestados. Joseph K. y nosotros, sólo estamos arrestados. ¿Ningún lector se atreve a responder a estas preguntas? ¿No es acaso un problema de capital importancia para nuestros intereses cotidianos? Pero, ¿podemos hacerlo desde nos encontramos? ¿Cómo vamos a hacerlo, si nos encontramos tan entretenidamente alejados de donde se cuece la verdad del Proceso de nuestra Vida? Pero, ¿dónde se cuece la verdad de ese proceso? ¿En la escena primera del arresto? O, ¿en la escena final de la ejecución?
Las palabras de “El Proceso”, que en una primera lectura sumergen al lector en un ambiente de desconcierto total, ofrecen en una segunda lectura algo más de la luz de que son capaces, mostrando, y esto es lo más importante de ese momento efímero, las líneas de sombra que de forma apabullante y persistente las rodean. De negra sombra. Ese es el mapa y la brújula que nos ofrecen esas palabras del narrador si queremos seguir su itinerario. Unas palabras tan ajustadas a lo que la realidad tiene de hiriente como de imposible su cicatrización, debido a la quietud del tiempo en el que habita esa realidad que nos describe el narrador. Todo lo cual impide radicalmente el entretenimiento o la distracción del lector.
Oigámoslas en ese momento en que los guardianes llevan ya un rato en casa de K. Un empleado de banca que todavía no da crédito a lo que le está pasando. Ya que como todo hombre moderno no cree en lo invisible, ni en el cielo, ni comprende nada mas que lo que tiene delante, todo lo demás es oscuro para él. Como todo hombre moderno sólo cree, fijaros, en si mismo. Tanto cree en si mismo que sólo cree en la justicia que puede comprar. Pero, como todo hombre moderno, es un impaciente, no sabe esperar. Ni sabe desentenderse de lo que le dicen los guardianes inferiores que han entrado en su casa sin su permiso. Entonces contrata un abogado para que lo defienda de lo que ignora: ¿por qué lo han declarado culpable? ¿Por qué no lo han detenido? Contrata a un técnico para defenderlo de una culpa sin nombre. Y de unos acusadores sin rostro. La culpa y la acusación de quienes no creen en el pecado. La culpa y la acusación de quienes son incapaces de comprender a los demás. La culpa y la acusación de quienes no creen en nadie. La culpa sin nombre persiguiendo al acusador sin rostro, será hasta el final del relato el alimento del constante solipsismo de K. Y del hombre moderno. Será, en definitiva, lo que nos mueve erráticamente durante toda la novela de nuestra vida. El abogado, como técnico o experto, es el único acompañante de quien se fia K. a lo largo de buena parte del Proceso de su vida. Un técnico que, como no, cobra por sus servicios. Pero cerca del final K. lo despide. Entonces, en el colmo de su arrogancia, decide defenderse así mismo, saliendo a buscar al acusador sin rostro que le imputa una culpa sin nombre que, paradójicamente, parece que tiene la vitola de laica y democrática. Frente a un acusador sin rostro, una culpa sin nombre pegada a un culpable sin fe, que no entiende que pueda haber otra camino que lleve a otra Ley y a otro Tribunal. Los cuales aparecen, a lo largo de su itinerario, insobornables e invisibles ante su rala mirada, pero con una determinación implacable sobre todo lo contable y medible, santo y seña de la vida de K. Y de todo hombre moderno.
En fin, ¡qué fantástica fábula sobre el entretenimiento que es, en definitiva, nuestra existencia actual, hasta que llegue el último suspiro! Oigamos esas palabras con atención, pues.
“Sin quererlo, K. se dejó arrastrar a un diálogo de miradas con Franz, pero luego abrió sus papeles y dijo: ‘Aquí está mi documentación.’ ‘¿Y a nosotros que nos importa?’, gritó entonces el más alto de los guardas. ‘Se porta usted peor que un niño. ¿Qué es lo que quiere? ¿Pretende acelerar el fin de su maldito proceso por el hecho de discutir con nosotros, los guardianes, sobre documentación y órdenes de arresto? Nosotros somos empleados inferiores que poco entienden de documentación y que, en su caso, no tienen otra cosa que hacer mas que vigilarlo las diez horas diarias, y para eso les pagan. Esto es todo lo que somos, aunque estamos en condiciones de comprender que las altas autoridades a quienes servimos, antes de disponer un arresto como el suyo, se han informado muy a fondo sobre las razones del arresto y la persona del arrestado. No hay errores. Los que nos mandan por lo que he visto hasta ahora (y solo conozco los grados inferiores), no tratan, por así decirlo, de localizar la culpabilidad entre la población, sino que, como dice la ley, se sienten llamados por la culpabilidad y entonces nos envían a nosotros, los guardianes. Esta es la ley. ¿Dónde cabría el error?’ ‘Es una ley que no conozco’, dijo K. ‘Tanto peor para usted’, dijo el guardián. ‘Me parece que solo existe en su imaginación’, dijo K.; habría querido meterse de algún modo en los pensamientos de los guardianes, volverlos a su favor o bien amoldarse a ellos. Pero el guardián se limitó a decir, con un gesto de desaprobación: ‘Mira Willem, admite que no conoce la ley y afirma al mismo tiempo que es inocente.’ ‘Tienes toda la razón pero no hay forma de que entienda nada’, dijo el otro. K. no insistió. Pensaba: ¿Tengo que dejar que me confunda la charlatanería de estos órganos inferiores, como ellos mismos reconocen ser? En cualquier caso es evidente que hablan de cosas que no entiendo. Su seguridad sólo es posible gracias a su estupidez. Si pudiera cambiar unas palabras con una persona igual a mí, todo quedaría muchísimo más claro que hablando interminablemente con esta gente.”