sábado, 7 de noviembre de 2015

HOUSE OF CARDS, serie de televisón

Me complace el congresista Underwood porque no es despiadado en el ejercicio de su profesión, que es, como todos sabemos, crisol y cocina donde se cuece todo lo peor y más abyecto del ser humano. Underwood me permite ejercer el derecho que tengo, como espectador y como ser humano, a la compasión hacia mis semejantes. Sin ese sentimiento puesto al día, nada vale en la ficción política y menos en la vida cotidiana. Sin ese sentimiento, todo queda a merced del cálculo de los técnicos y la demagogia de los fríos y crueles manipuladores de masas. Esas cucarachas asquerosas, como las nombró Iván Turgeniev, colega de Dostoeivsky, antes  de que se apoderaran del mundo en el que vivimos.

Me complace Underwood porque no es una cucaracha asquerosa. Ni lo es su mujer, ni nadie de los que los rodean. Es más bien una muestra acertada de la necesaria ocultación que nos permite salvaguardar y disfrutar del relato de la Ejemplaridad Pública Democrática. Encarnada en la figura del Presidente de los Estados Unidos de América. Una figura que representa cabalmente ese equilibrio entre la ficción y la realidad, entre lo que vemos y lo que es conveniente no ver, y que necesita para su narratividad a magos como Underwood. Una figura ejemplar y un narrador talentoso sin los cuales es imposible la democracia moderna, pensada tal y como lo hizo Thomas Jefferson.

Podemos leer la "Política" de Aristóteles, o "El príncipe" de Maquiavelo. Pero hoy también podemos, si no tenemos mucho tiempo y paciencia, ver un capítulo de House of Cards. Tres manuales del quehacer político que se conectan entre sí a través de los procelosos caminos que ponen en contacto la teoría y la práctica. La vida y la ficción política. La ventaja de Underwood sobre Aristóteles y Maquiavelo es que lo vemos, por ejemplo, comer chuletas en un callejón oscuro y oculto, y limpiarse los zapatos en el sótano de su casa. Actividades que ni Aristóteles ni Maquiavelo nos permiten experimentar en sus textos. Underwood con su relato, como digo, nos deja ver el lado compasivo que tiene la acción política, para que cumpla su verdadera función en el mantenimiento diario de nuestra humanidad. El relato de Underwood (no en balde pertenece al Partido Demócrata Americano) debe ser, antes que nada, el manual de instrucciones idóneo para todos los que se sienten todavía orgullosos de pertenecer a la clase política, antes que tengan la tentación de dar lecciones la señor congresista. Yo creo que les sentaría bien incorporarlo como relato de cabecera a su corazón inteligente. Si es lo que tuvieran o tuviesen. Así, los que si tenemos que ver su rostro todos los días, conseguiríamos librarnos de su postiza y desasosegante sonrisa, al adquirir sus labios, presumiblemente, un rictus, digamos, menos condescendiente, más ajustado, más representativo de lo que comúnmente nos rodea. No es descabellado pensar que, entonces, podríamos iniciar ese diálogo, siempre aplazado, entre electores y elegidos, entre gobernantes y gobernados. House of Cards también es conveniente para quienes nunca les interesó la acción política, porque tal vez tienen aversión al lenguaje que emplean normalmente sus protagonistas. No es para menos. 

A veces me pregunto, ¿por qué Underwood no baja nunca la guardia? ¿Por qué no aparece más a menudo como un ser humano con sus vicios y debilidades? Al final he llegado a una conclusión: porque es un arquetipo político. Porque es un manual exquisito de instrucciones del buen hacer político hoy en día. Porque su exigencia profesional me sirve como condición de posibilidad para medir cada mañana, pongamos, la escasez de talento político que nos rodea. Para eso me vale, como gesto breve y acertado de su humanidad, que lo vea comer chuletas y limpiarse él mismo sus zapatos. Eso lo convierte en un arquetipo humanizado, ejemplar en la arena pública que es donde habita, no en la estratosfera, ni en el cielo divino. La acción política de Underwood sirve para que no le pidamos a la acción política general lo que no nos puede dar, puesto que es propio de la filosofía y la poesía , y aprender a exigir lo que sí es propio de sus competencias, siempre ocultas por los humos de nuestras extravagantes ensoñaciones. Me sirve para aprender que se ha acabado el tiempo de los que entienden la acción política como salvación y liberación del pueblo, o del género humano, según las catequesis, puesto que sólo hay una liberación que valga: la que consiga librarnos de nuestros propios delirios y fantasmas. Constatación que me permite aventurar que la acción política actual debería servir para aprender a vivir juntos, el mejor antídoto contra aquellos delirios y fantasmas ancestrales.

No somos mejor personas que el señor congresista, ni tampoco ninguno de los que nos rodean. Sí, somos, sin embargo, peores estrategas en nuestras vidas, y mucho más soberbios y tiranos. Lo que me lleva a pensar que si tenemos más probabilidades de comportarnos, y vaya que si lo hacemos, como verdaderas cucarachas asquerosas. Por eso Underwood es honesto al mirar al espectador: "cuidado que te conozco, que eres heredero directo del quehacer de Napoleón, buen introductor de Maquiavelo en la Europa Moderna, pero que asfixió con su codicia el olfato estratégico teórico que poseía. Yo, sin embargo, busco sin desmayo conseguir lo que me propongo, sin tener que dejar en el camino cadáveres tan delatores como innecesarios".

Underwood es un estratega que respeta la sensibilidad e inteligencia del adversario, sabe que esa es la mejor garantía para la supervivencia del sistema democrático, lugar al que quiere seguir perteneciendo profesionalmente. Sin embargo, lo que hacen los émulos de Napoleón está más cerca de la aniquilación y del asesinato, propio de los sistemas totalitarios. Underwood no es, para entendernos, un psicópata del poder como tantos que nos rodean, es sencillamente un profesional del poder democrático que trata de hacer bien su trabajo, Tiene el poder, sí. Pero, sobre todo, tiene la autoridad, que se gana cada día tratando con quienes manda. Es con esa relación de complicidad, a través de la mirada directa de Underwood, cuando se disuelve esa hostilidad que existe en mi interior entre los ideales puros y estables de nuestra razón, y las realidades bastardas y mutantes de nuestra vida. Es como si nos preguntara: ¿qué harías, que pensarías, si tu estuvieras en mi lugar? Abriendo de esta manera, el campo de la corresponsabilidad democrática y el de la desacralización de las pasiones oscuras, al que niegan su existencia los antidemócratas contumaces.

Me conmovió, en el tercer capítulo, como actúa ante la imposibilidad de seguir en la mesa de negociaciones, donde se está debatiendo la muy importante ley de educación, porque  tiene que asistir, en su distrito electoral, a los funerales de una joven de 17 años que ha muerte en un accidente de coche. Noté un escalofrío cuando se dirigió a mi, en la conversación que mantuvo con los padres de la joven fallecida. Me volvió a insinuar con sus palabras: "no hace falta subrayar lo que tú y yo sabemos, que nuestra cabeza y nuestra corazón nunca están exactamente en el lugar de los hechos. Sencillamente porque es emocionalmente imposible, aunque técnicamente puede dar la impresión contraria. Nos mueven ciegos y ocultos intereses, que no siempre controlamos". Underwood va a al distrito donde lo han elegido, dejando la mesa de negociación de la ley de educación, porque piensa que electoralmente debe estar al lado del dolor inmenso de los padres. ¿Puede estar allí, dentro de ese dolor, por otros motivos que nos sean los electorales? ¿Podemos asegurar cabalmente que los motivos de los padres, son de mejor calidad que los del Underwood (otra vez los juegos sucios de la razón pura)? La intensidad de su dolor, de momento, los paraliza y los encona, mientras que a Underwood lo moviliza. ¿Quienes somos nosotros para juzgar la categoría de los sentimientos que acompañan a las conductas ajenas? ¿No se ríe el señor congresista, e invita a reír al espectador con los guiños que nos dirige, de ese idealismo trasnochado al que seguimos adictos, y que entiende la política como una forma talibán de la religión?

La democracia sólo es posible con tipos como Underwood, que nos miran a donde realmente existimos, no a dónde deliramos por existir. La democracia para los americanos ya es el paraíso. Es paraíso y es límite. Es todo lo que puede dar de sí la lucidez de nuestra imaginación política, tratando de que no llegue a ser calenturienta y, por tanto, intolerante y aniquiladora con otras formas de imaginar. Por eso, siguiendo a Platón, han expulsado a los poetas y fantasiosos de la Cámara de Representantes. No necesitan los americanos - queden al margen las excepciones por todos conocidas - cada vez que tienen un problema, hacer diagnósticos apocalípticos y emprender soluciones imposibles. Saben que el problema se tiene que resolver en el ámbito limitado de la democracia, que es también el del hombre "civilizado" y el de su reconocida "barbarie". Es eso que a muchos europeos nos falta aprender todavía, cada vez que tenemos conflictos entre nosotros. Pues tratamos siempre de fugarnos fuera del campo democrático, buscando las respuestas y las soluciones en lugares que no existen. O existen en el país de Nunca Jamás. Es decir, una fuga hacia la nada y una búsqueda en ninguna parte.