sábado, 28 de noviembre de 2015

LOS RELOJES, LAS PLUMAS ESTILOGRÁFICAS Y MIS DIAS

Nunca he tenido demasiada afición por coleccionar cosas u objetos. Siempre he sido demasiado austero para ello. Todo un carácter, que ha marcado mi destino. Lo que le quiero decir es que con estas ambiciones nunca llegaré a nada, que es exactamente donde me encuentro y desde donde escribo. Pero si ha habido dos chismes de esos que desde muy pequeño me han producido una gran fascinación, al tiempo que una insondable perplejidad y asombro. Los relojes y las plumas estilográficas. Y los libros, por supuesto, pero, como verá, esta afición última es mas una consecuencia de las otras. Los relojes y los bolígrafos son primordiales. Y, a parte del biberón y la sopa de cocido, fundacionales, me atrevería a decir, en el deambular por mis días.

Todo empezó el día en que mi padre me regaló, cuando hice la primera comunión, el primer reloj. Un Dogma. Y tres años mas tarde un pluma estilográfica Parker, cuando me inicié como bachiller. El reloj es chapado en oro, de un tamaño superior a mi muñeca de entonces, aunque mi padre me dijo que ya crecería y se acoplaría mejor. Los números del minutero están grabados de forma combinada. Solo hay número cuando marca las 12, las 3, las 6 y las 9. El resto de las horas son puntos dorados entre esos cuatro dígitos. El segundero es un circulo pequeño colocado cerca de las 6. La pulsera, también chapada en oro, era elástica. La pluma es de pasta negra con el plumín chapado en oro, como no, y adornos dorados en la caperuza. La tinta siempre ha sido Pelikan. Chapar en oro pasó de ser una forma de ocultamiento a una manera de vivir con orgullo y dignidad en mi familia. Todas las joyas que entraron en mi casa por aquel tiempo estaban chapadas en oro. El chapado en oro, como los plazos, pusieron brillo a unas vidas, después de años grises sobre grises, que empezaban a llegar a final de mes con el sueldo de mi padre. Los objetos y las cosas empezaron, como le ocurrió a cualquier niño de entonces, a inundar mis días.

Los pongo con mayúsculas, Dogma y Parker, porque son seres singulares, protagonistas irrepetibles en mi vida. Yo creo, en contra del mandato de la academia, que las mayúsculas deben subrayar la importancia de lo individual no de lo colectivo, de lo concreto e irrepetible no de lo abstracto o generalizable. Perdone por la digresión filosófica. El paso del tiempo de la inocencia al de tener uso de razón y el de ser un parvulario a ser estudiante con futuro, quedaron asociados para siempre en mi conciencia, mediante este reloj y esta pluma, a la puerta de entrada previa en el mundo adulto. Decidí que con esos dos acompañantes era mas que suficiente para andar por el mundo. Luego me contradije, como no podía ser de otra manera - ¿cómo le podría explicar, sino, por qué he llegado hasta aquí? E hice muchas cosas y tuve en propiedad una variedad inconfesable de objetos. Incluso, fíjese, quise hacer la revolución, que es el objeto más deseable, pero también más inasible, por excelencia. Y como buen émulo de Lenin pretendí asaltar el Palacio de Invierno, que donde yo vivía entonces se llamaba Palacio de la Moncloa. Un palacio precioso de la época de Goya, que me habían dicho que estaba lleno de relojes y de plumas de época.

Lo que me ocurrió lo hizo de forma inexplicable y simultáneamente. Ahora que lo pienso con detenimiento, creo que fui un traidor a la causa revolucionaria desde el principio. Yo digo, para consolarme de forma campanuda, que tuve mi primera crisis de fe revolucionaria. O sea, me pregunté solemnemente, ¿quiero asaltar el Palacio de la Moncloa para cambiar el curso de la historia o para apoderarme de todos los relojes y plumas que hay allí? ¿Cambiar la historia a golpe de cronómetro y calendario, o entender el mundo a golpe de pluma y folios? Y es que por entonces, en paralelo a mi falso furor revolucionario había desarrollado algunas incipientes habilidades literarias, fruto de mi empeño y dedicación al estudio, que el Dogma y la Parker me habían ayudado a encauzar con éxito. Siempre leía o estudiaba acompañado de la Una en la mano derecha y del Otro enroscado a mi mano izquierda. Recuerdo que mi madre, casi analfabeta y acostumbrada a contar las horas y escuchar las palabras cantando u oyendo a Concha Piquer, siempre me decía que con tanto leer y escribir, y mirar el reloj, acabaría por no ser un hombre de provecho. A las frases de mi madre nunca les hice caso en su momento, pero a partir de una edad me he dado cuenta de que algunas de ellas estaban llenas de esencial sabiduría. Y es que desde que mi padre me regaló el Dogma adquirí una estrafalaria manía que no me abandonado nunca: mirar el reloj con asiduidad. Una manía que iba ligada a un temor oculto: que el Dogma se atrasase o adelantase. Esa manía por la exactitud de la hora en mi reloj buscaba algo con que reaccionarse fuera de mi que no supe distinguir hasta años más tarde. En definitiva, sabia que me preocupaba el paso del tiempo aunque no sabia que hacer con esa preocupación. La exactitud de El Dogma, mientras tanto, calmaba en gran medida toda esa ansiedad. Al menos, saber que el tiempo pasa de forma exacta, me decía, otorga a un aura de credibilidad a las cosas que me pasaban de acuerdo al compromiso adquirido con el Dogma. Así las registraba luego con la Parker en un diario que he ido escribiendo de forma intermitente. Lo recuerdo ahora tan cartesiano como insatisfactorio, pero, créame, no sabia manejarlo de otra manera.

Lo de las crisis de fe revolucionaria - o lo que fuera eso que me pasaba - era algo que mi madre no sabia, ni los camaradas revolucionarios tampoco. Pero, al igual que cólicos nefríticos, he tenido frecuentes crisis de esas, de mayor o menor envergadura. Eso que en el argot se llamaba desviacionismos pequeños burgueses. Y es que, a parte de mi fidelidad inquebrantable al Dogma y a la Parker, he tenido una relación de posesión continuada con otros relojes y plumas estilográficas. Incluso imaginé una forma de trueque, que nunca me atreví a poner en práctica, pero que me sigue pareciendo la forma exacta de la justicia, y del inicio mas noble de una relación amistosa. Intercambiar relojes y plumas estilográficas con desconocidos. Si alguien se ponía delante, pongamos en el metro o en el autobús, lo primero que hacia era mirar a la solapa de la chaqueta y a la muñeca para ver que reloj llevaba y que pluma utilizaba. Por mi parte llevaba un stock de relojes y plumas para ofrecer al candidato enroscados en cada uno de mis brazos. Cada reloj mostraba la hora de las diferentes capitales del planeta. He de confesar que he pasado buenos momentos en mis trayectos dentro del trasporte público. Lo mas importante ha sido el intercambio de miradas que he coleccionado, lo cual atenta una vez mas contra ese nulo interés por acumular cosas que he dicho al principio. Lo que pasaba, valga esto como atenuante de mis obsesiones, es que la mirada sobre un reloj o una pluma y el reloj y la pluma mismos se acababan convirtiendo en el mismo objeto. Y en el delirio de la posesión, el dueño también. La prueba irrefutable de lo que digo es que una vez me enamoré perdidamente. Eso si que fue una revolución. El reloj que llevaba era de baratillo pero ella era hermosa como una orquídea. Estuve tentado de ofrecerle el Dogma y la Parker a cambio de su amor eterno. Pero el día que había reunido suficientes fuerzas para intentarlo, la orquídea no se presentó en la estación de metro. Gracias a que el Dogma y la Parker continuaban conmigo, no me deprimí anticipadamente. El reloj me seguía confirmando la exactitud del tiempo y sus correspondencia con los hechos que, indefectiblemente, seguían ocurriendo a mi alrededor. La Parker daba cumplida cuenta de todo ello en el diario.

La segunda crisis revolucionaria significativa la sentí en un viaje en bici que hice por la Normandía francesa. La última etapa llegué a Caen, una de las ciudades más castigadas por los bombardeos aliados y alemanes. En el lugar que durante la ocupación estaba el cuartel general del ejército alemán, se ha levantado un gran memorial en recuerdo de aquellos años de sangre y fuego, y sobre todo, a benéfico del honor y la gloria del hecho culminante y decisivo que tuvo lugar cerca de allí: el día D, también conocido como El desembarco de Normandía. Durante el recorrido por las diferentes salas, donde se muestran todo tipo materiales que tratan de reproducir con detalle tales efemérides, me tope de forma inspirada con dos objetos que llamaron poderosamente mi atención por su poder significativo. En una vitrina se encontraba el reloj que llevaba el día D el jefe supremo de las fuerza aliadas, el general Eisenhower. Su marca, Dogma. En otra no muy lejana de esta, se encontraba la pluma con la que el general ruso Zukof firmó en el búnker del Furher en Berlín el final de la guerra mundial en Europa. Su marca, como ya puede suponer, Parker. Quedé estupefacto. Y mis convicciones revolucionarias a punto de derrumbarse para siempre. Salir de la inocencia con un reloj Dogma en la muñeca, y entrar en el mundo adulto mediante una pluma Parker entre los dedos, para llegar esto. Mis grandes nombres sagrados los descubrí en ese viaje, contra todo pronóstico, al lado de las más altas cotas de irracionalidad y perversión jamás logradas: eso significa para mi la guerra más devastadora de la historia de la Humanidad. Pero no me amilané ante el fatal descubrimiento. Me fui decidido a la tienda de recuerdos del memorial y pregunté al encargado si vendían una reproducción exacta de la pluma y le reloj de los generales. Me respondió que no le quedaban en el almacén, pero que en un semana los tendría a mi disposición. Como no podía esperar tanto tiempo, llegué a un acuerdo para que me los enviarán a casa por correo. Hoy forman los dos parte indisoluble de mi colección particular.

La tercera, y última, crisis respecto a la utopía sobre el destino final de la especie humana me surgió cuando me tuve que enfrentar, en el primer taller de literatura creativa al que asistí, a lo que allí me dijeron. El profe en cuestión nos dijo el primer día de clase dos cosas. Una, que anotáramos en la libreta que un texto es un prueba de la continuidad de tiempo y del sentido, de la desgracia y de la esperanza que acompañan a esta vida, del consuelo que requiere, de la inutilidad y miseria de tener aquello que de tan temible no es lícito temerlo, de distinguir entre lo que podemos llegar a saber y lo que nunca sabremos, de aceptar el amor que se nos da y el que ofrecemos no como garantía de nada, sino como iluminación de nuestro humilde lugar en el mundo...Abran páginas para que el miedo escape, no sea que sin darse cuenta lo hayan dejado en mitad del pecho. Dos, que saliéramos a la calle con esa misma libreta y apuntásemos durante un día lo que de relevante viéramos que tenía el mundo en ese lapsus de tiempo. Luego hablaríamos de todo ello en clase. Fue como una revelación, nunca antes experimentada desde mi primera comunión. El tiempo no era exacto era continuo y sucedía siempre. Lo que marcaba el Dogma era una convención mas entre otras muchas convenciones. La exactitud y sus hechos históricos asociados, talmente. Fue como el verdadero advenimiento del uso de la razón, prometida por mi padre con toda su gravedad e ilusión aquel día que me regaló el Dogma. Abrí rápidamente la libreta. Apunté el misterioso párrafo en mi diario. Y a continuación, puse mi atención a servicio de lo que pudiera dar de si el día a lo Leopold Bloom. Lo escribí todo con mi Parker en la mano derecha acompañada de cerca en la mano izquierda por su hermano gemelo el Dogma, que registraba la hora y los minutos exactos del suceso significativo que había seleccionado. No pude prescindir de sus servicios de la noche a la mañana. Ni puedo ahora. Sigo mirando el Dogma con asiduidad y escribiendo con la Parker. Días mas tarde hice en casa los arreglos oportunos, para que esa experiencia me sirviera siempre como frontispicio de la imaginación. Para no olvidarla. Para entenderla. Era un párrafo y la historia de un día que me abrían una perspectiva nueva, jamás antes conocida. Que se parecía a los días que podía medir con el Dogma, pero que no era el Dogma quien mandaba. Que sus palabras latían como si saliesen de la Parker, pero esta era solo una mediadora técnica. Un párrafo y un día daimones, como dirían los antiguos. Fuera del tiempo cotidiano que dictaba el Dogma, tic tac tic tac, pero que seguía sucediendo dentro de él, simultáneamente. Fuera de la tecnología que incorpora la Parker, pero discurriendo a través de su tinta, como si fuera la sangre de un ser vivo. Una vez que acabé el taller de literatura, intenté entrar en contacto con el profesor, pero, al igual que la bella orquídea del metro, desapareció incomprensiblemente de mi vida. Lo que si he conseguido es seguir sus enseñanzas a través de los libros que escribe y publica con asiduidad.

Como fácilmente podrá entender, después de tres crisis de fe en el género humano, ya tenía más que suficiente. Lo que quiero decirle es que, definitivamente, mi vida tenía sentido. Ahora ya no creo en nadie, aunque sigo queriendo a la gente que siempre he querido. Tampoco creo en nada, solo en mi imaginación, y, por supuesto, en estas dos almas gemelas, Dogma y Parker que , - como el Azar y Necesidad o el Cielo y el Infierno o el Tiempo y el Espacio - acreditan como nadie el uso que pueda haga de mi razón. La decisión que mis padres tomaron al traerme al mundo debió tener un propósito trascedente para ellos, y yo mediante la conservación de estos dos seres que me regalaron, como si fuese incienso y mirra, quiero recordarlos eternamente. Respecto a mi futuro todo lo que debo saber surgirá siempre entre el Dogma y la Parker. Hoy imagino con ternura, aunque con algo de resentimiento que no me abandonará nunca, aquellos años en que me dediqué fervorosamente a intentar asaltar el Palacio de la Moncloa. Pero sigo luciendo mi Dogma y mi Parker como si fuese el primer día. Funcionan a la perfección. Bueno, tienen los achaques propios de la edad. Como me pasa a mi mismo. A la Parker le he cambiando varias veces la goma con que succiona la tinta, y una sola vez el plumín, ya que una vez se me cayó y se despuntó. Como no, lo volví comprar chapado en oro. Todo lo otro es original. El Dogma va como la seda. Bien es verdad que cada año, el mismo mes que yo me hago las analíticas para ver como va la presión y las sístoles y diástoles del corazón, lo llevo al relojero del barrio. En mas de una ocasión el relojero me ha tirado los tejos diciéndome que si se lo vendo. Está fascinado con la precisión de su maquinaria. Tiene que ser suiza, me asegura, con orgullo profesional. Yo le digo invariablemente que si se lo vendiera me volvería loco, es la garantía que me permite seguir disfrutando del uso de mi imaginación y mi razón. El hombre se encoge de hombros, a la espera de una ocasión más propicia.

Ahora vivo en la cabaña que me compré con la indemnización que me dieron cuando me despidieron del trabajo. Cada vez quedo menos para cenar con los amigos o con la familia. Pero cuando lo hago, es igual de lo que hablemos, y el tiempo que pierda en ello. Se que con mi reloj y mi pluma a mi lado, mi vida tendrá siempre una posibilidad abierta de sentido al representarla en mi diario, por mucho que mis seres queridos se empeñen en hacerme sentir lo contrario. Mi mujer me lo dice con frecuencia, lo tuyo es un milagro incomprensible. Yo supongo que por ello sigue a mi lado. De usted, que ha leído esta crónica, no espero algo diferente.

viernes, 27 de noviembre de 2015

LA PROMESA DE KAMIL MODRÁCEK, novela de Jiri Kratochvil

En la novela "La promesa de Kamil Modrácek", de Jiri Kratochvil, todo me hace sentir que el narrador, o los narradores en los que se ha desdoblado ese narrador, me han traído y llevado dentro de las entrañas de un monumental laberinto. Y que esa era la experiencia lectora que se proponía que yo tuviera, si tenía a bien no desfallecer en el intento de mi lectura. ¿Un laberinto como metáfora de una vida, la del arquitecto Modrácek? ¿Un laberinto como metáfora de la vida misma, con sus apuntes en superficie, y, como no, sus atormentados apuntes del subsuelo? ¿Un laberinto sin más, un tiovivo, un divertimento estético? 

Al principio, me dije, estoy leyendo la novela de un arquitecto que escribe como piensa sobre el tablero de dibujo en su estudio de trabajo, donde diseña los esbozos de sus espantosos edificios socialistas. Durante toda la lectura he tenido la sensación de estar leyendo un esbozo de algo que no acababa de revelárseme. ¿Demasiada información para tan escasos sentimientos, me dije, que no emanan de su seno y tampoco migran al mío? ¿O era más bien mi imaginación, que no admitía una idea tan enrevesada? Luego pensé que los matemáticos - y los arquitectos tienen que tener el cerebro de matemático para llevar a cabo los cálculos que definan las fuerzas que aguantan los edificios que quieren hacer -, tienen tendencia a imaginar metáforas imposibles de imaginar por una mente que no sea matemática. En el extremo del delirio, imaginan metáforas espaciales del tiempo.

"Berthaud Russell - refiere Borges en un artículo suyo que titula "El tiempo"- explica que hay números finitos (la serie natural de los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y así infinitamente). Pero luego consideramos otra serie y esa otra serie tendrá exactamente la mitad de la extensión de la primera . Esta hecha de todos lo números pares. Así, al 1 corresponde el 2, al 2 corresponde el 4. al 3 corresponde el 6....Y luego tomemos otra serie. Vamos a elegir una cifra cualquiera. Por ejemplo, 365. Al 1 corresponde el 365, al 2 corresponde el 365 multiplicado por sí mismo, al 3 corresponde el 365 multiplicado a la tercera potencia. Tenemos así varias series de números que son todos infinitos. Es decir, en los números transfinitos las partes no son menos numerosas que el todo. Creo que esto ha sido aceptado por los matemáticos. Pero no sé hasta dónde nuestra imaginación puede aceptarlo."

De hecho, si los ingenieros y los arquitectos no tuvieran la disculpa del imperativo e imperioso servicio a la habitabilidad humana (¿?), ¿los podemos imaginar construyendo edificios donde, por ejemplo, se calme el dolor, o que sirvan para pensar, o para que se produzca dentro el advenimiento de lo sobrenatural, o edificios donde sea posible no compartir nada con nadie, una cabaña o una cueva? Edificios estos hermosos, llenos de fuerza poética y espiritualidad, y no esos monstruos, pensados para tener el mismo destino que las series transfinitas de números, con que muchas de sus obras abochornan los paseos ciudadanos por la ciudad. Descubriríamos, entonces, que cualquier rincón puede ser un edificio hermoso, y que al mundo le conviene que no salgamos tanto de casa. Al mundo, y a nosotros también. En fin.

Pero el caso es que Modrácek, libre de esas preocupaciones de que su edificio sirva a la causa socialista y a la grandeza de la clase obrera, diseña una estructura para llevar acabo su venganza contra el asesino de su hermana, y en definitiva, contra la opresión soviética y contra todas las opresiones. Y la venganza es una forma que adquiere su impotencia, al saber el arquitecto vengador que las cosas ya no podrán tener ningún tipo de significado. ¿Todas las fuerzas que sostienen su particular edificio en el subsuelo, operan para dar cuenta de esa endiablada asociación, ultima y definitiva? ¿Es ese el fin único del totalitarismo en la superficie? ¿Y lo es también de la novela de Modrácek, subiendo arriba y abajo, creando ángulos, amplias galerías, pasadizos estrechos, perspectivas distorsionadas, escorzos con luces y sombras? ¿Con las mañas de arquitecto, que es lo que de verdad sabe hacer bien, ha edificado Modrácek un poema, que refleja y alberga la venganza y el amor que anida y zumba sin descanso en su alma? ¿Ha construido un descenso a los infiernos, para visitar al dios Hades? ¿Única manera de mancharse (y mancharnos), y de entender lo que le ha (y nos ha) ocurrido arriba? Con el paso de los días creo que estas preguntas abren un camino de mi lectura no necesariamente desacertado. Y aunque el desdoblamiento de las voces narradoras me sigue atolondrando, así como el cambio de registro narrativo, y aunque el lenguaje me parezca, a veces, demasiado coloquial o sin voluntad poética, si consigo atisbar a través de todo el conjunto el mundo que pretender sacar a la luz desde el fondo de las tinieblas. ¿Edificado por el desquiciante ímpetu espiritual del arquitecto Modrácek? Cada hora que pasa lo dudo menos. 

Dice Azúa "que los lugares sagrados son espacios desconcertantes, caprichosos y generalmente baratos. Aparecen en donde menos se piensa, es inútil buscarlos porque sólo es posible encontrarlos, no se perciben a simple vista ya que su naturaleza sacra sólo se muestra mediante el sacrificio, que es lo propio de los espacios sagrados, si no, se llamarían de otra manera. Es el deseo y sólo el deseo, unido al sacrificio y sólo al sacrificio, lo que hace descender a las divinidades y convertir modestos lugares en templos perdurables. Todavía hoy sigue sucediendo."  

jueves, 26 de noviembre de 2015

INTENTEMOS NO PERDER EL TIEMPO CON LA LECTURA

Todo movimiento nos delata y toda palabra delata al narrador. Mientras habla, se construye. Mientras mira, desvela su mirada. Mientras dice, se descubre en sus palabras. Mientras observa, descubrimos sus puntos de interés. Mientras juzga, enseña sus criterios. La fantasía de un narrador neutro es un imposible. Lo oculto se ve en un disfraz. Lo neutro se percibe en una estrategia. Y desde su actitud lo interpretamos e interpretemos todo lo que nos dice. Leer es leer en compañía. En compañía del narrador. El objetivo del narrador es ganar nuestro interés, pero este interés depende en gran parte de la credibilidad que le demos. Ningún narrador es fiable. La credibilidad debe ganársela porque nadie está obligado a leer.
El autor escribe pero eso que escribe no es exactamente lo que el lector lee. El lector escucha lo que dice el narrador. Entre el autor y el lector es necesario este artificio que denominamos narrador. El autor está fuera del texto durante el proceso de lectura. El autor es el responsable del narrador que ha elegido y en esta elección descansa gran parte de su acierto o error. Puede elegir entre un narrador que lo sabe todo o uno que no sepa nada. Entre un narrador que muestre sus deseos de seducir al lector y otro que parezca no necesitarlo. Entre un narrador que comente al lector la lectura y otro que deje que el lector elija sus propias conclusiones. Entre un narrador que explique por qué narra lo que narra y otro que narre sin dar explicaciones. Todos son posibles. Lo importante es que el lector admita su compañía.
La literatura, y más concretamente, la narrativa, es una forma de conocimiento. Como dice Kundera, la novela es una forma de conocer algo que solo se puede conocer mediante la novela, y su escritura tiene mas que ver con la palabra no dada que con la palabra ya conocida, y precisamente por eso requiere un escritor o una escritora y no un escribiente. Los escritores y las escritoras que no han renunciado, es decir, aquellos y aquellas con más consciéncia de que su función es buscar la palabra que todavía no existe, no son ajenos a esta tensión que se produce alrededor de la escritura. Los buenos lectores y las buenas lectores también.

Conviene que recordemos, de vez en cuando, todo lo anterior antes de enfrentarnos al acto de la lectura, igual que pienso que debemos hacernos preguntas del tipo que a continuación expongo. Son éstas: ¿qué quiere del narrador de esta historia al oírle por primera vez en la primera página? ¿Que pienso que ha querido de mí el narrador de esta historia cuando he acabado de leer la última página? Y un narrador que se presenta hablando así, ¿es competente para contar esta historia? ¿Qué le impulsa, entonces, a contar esa historia? 

Si no es así, leer, entonces, ¿para qué? Cualquier actividad es intercambiable y sirve, igualmente, para satisfacer de inmediato las urgencias inaplazables de ese Yo del lector por ver el mundo exterior, inabarcable y misterioso, que lo desea configurado y formateado por defecto igualmente que su previsible y rutinario mundo interior. Un mundo exterior que - en toda cultura y condición, y debido a su persistencia y tamaño - siempre acaba imponiendo sus imágenes a nuestro escueto y limitado mundo interior. Lo que me lleva a preguntarme, a estas alturas, ¿qué tiene que ver toda esa precipitación del lector, con el afán de querer tener un libro entre sus manos? 

¿Qué es lo que no nos hace creíble un narrador? ¿Qué es lo que hace que no sea nuestro principal foco de atención durante el proceso de nuestra lectura? Honestamente no lo sé. Pero sí creo que tiene que ver, y de forma inversamente proporcional, con la fe que tengamos en nuestra configuración interna por defecto. Cuanto más creamos en ella y en el Yo que habita en nuestro cerebro, cuanto más creamos que ese cerebro es principio y fin de todo lo que nos ocurre, cuando más creamos que todo lo que ocurre en el mundo tiene antes que pasar por él, menos nos interesará lo que dicen los narradores que se nos acercan. Ensimismados, nunca nos fijaremos en cómo dicen lo que dicen, ni para qué lo dicen, ni a quien se lo dicen. Lo único que haremos es leer, repitiendo como un loro, lo que dicen. Y de lo que dicen, leeremos lo que mas engorde la fe inquebrantable en nuestro Yo Súper Size. Un Yo ahíto, por otro lado, de una imperdonable ignorancia. 

Ciertamente, como decía antes, ningún narrador es fiable. Ni nadie esta obligado a leer. Pero, igualmente, ¿cabe preguntarse qué fiabilidad tienen esos lectores con un Yo tan sobrado de peso y con una gravedad mental y espiritual tan espesa y opaca, que los fija para siempre al sitio donde se encuentran? Ya inmóviles, ahí para siempre, que exijan que sean los narradores quienes vayan a visitarlos dándoles palmaditas en la espalda, es comprensible desde el punto de vista gerontológico. Pero totalmente inapropiado si tenemos en cuenta la movilidad y la cintura que tiene que desplegar el ser propio de la lectura. Por todo ello, intentemos no perder el tiempo que le dediquemos a la lectura.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

SOBRE IDEAS Y CREENCIAS

Siguiendo a Ortega y Gasset, en las creencias estamos, las ideas las podemos tener o dejar de tener. O dicho de otra manera: las creencias no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Las creencias son acríticas y las damos siempre por supuestas siendo el continente de nuestra vida, no los contenidos, que se apoyan para su obtención en el continente: es lo que llamamos las ideas, a las que acompaña el pensamiento crítico. Por las ideas podemos llegar a ser capaces de dar nuestra vida, pero no podemos vivir de ellas como si hacemos con las creencias. Y las dudas, ¿dónde colocamos nuestras dudas? Cerca de las creencias o de las ideas.

Los inventores de la tradición del cristianismo a partir del Nuevo Testamento, a la que pertenecemos, pusieron la oscuridad y el misterio (ese Saber que Hay en el No Saber) en un sitio lo más alejado posible de las creencias de la vida cotidiana y rellenaron el hueco con dogmas de fe e instituciones religiosas. Lo hicieron así porque llegaron a la conclusión que no había nada que leer ni que pensar, aunque sí había mucho que creer. Esta claridad dogmática que se impuso en el mundo occidental desde entonces, y a la que las diferentes revoluciones dieron continuidad en su versión laica, dejó numerosas zonas de la vida humana trágicamente suspendidas del vacío o de la búsqueda ciega. De poco ha servido que críticos radicales del cristianismo, como fue el caso de Nietzsche, propugnaran tener la voluntad de la ignorancia y aprenderla. Nos es necesario comprender que, sin esta suerte de ignorancia la vida misma será imposible, que es una condición merced a la cual únicamente próspera y se conserva lo que vive. Sin embargo, solo aspiramos, como ya he dicho otras veces, a ser trasparentes como el vidrio. Por eso las formas de curación espiritual actual con vitola científica, paradójicamente, no habilitan para tener ideas, sino para restaurar la estancia de sus creencias que es lo que ha perdido el ser de vidrio. Sirven para instalar de nuevo la claridad dogmática de tales creencias, que el mal espiritual, al hacer nido en sus adentros, ha hecho desaparecer o temblar en sus sólidos fundamentos. Ya que ese malestar, que los seres humanos únicamente de vidrio padecen, lo que hace es acercar de nuevo la oscuridad y el misterio de la sentimentalidad primera. Algo que nuestras sociedades actuales, firmes creyentes todavía de los beneficios del Laicismo y del Progreso, no pueden digerir de ninguna de las maneras. Nada de lo anterior, claro está, quiere decir que esos seres humanos de vidrio solo habiten sobre sus creencias, y que no tengan ideas.

¿Cómo leemos habitualmente: bajo el palio protector de las creencias sólidas, o seducidos por la perspectiva o el horizonte que nos pueden abrir las ideas frágiles del relato? ¿Cómo se debe interpretar esas conocidas y recurrentes frases dichas por muchos lectores: "no se lo que me quiere decir el narrador" o "no sé como expresar el cómo me afecta lo que me dice el narrador"? Explicabilidad y expresividad son dos carencias frecuentes del lector en su acto único e irrepetible de lectura ¿A cuenta de que ponemos esas dos carencias: a la falta de ideas frágiles o al exceso de creencias sólidas? ¿Qué impulsa el diálogo, cualquier diálogo: las creencias sólidas o las ideas frágiles? Sin embargo, muchas tertulias quedan abortadas, o son muy aburridas, o sencillamente no se inician ni se convocan, debido a que todos llevamos dentro el tertuliano que en un momento u otro dice: "por ahí no paso, esto me lo tienes que aceptar, es indiscutible, no puede ser motivo de discordia." ¿De dónde nos sale semejante sentencia: de la solidez de nuestras creencias, o debido a nuestra incapacidad para enfrentarnos a los nuevos horizontes o perspectivas que nos alumbran las frágiles ideas? ¿Qué aborta la tertulia: las sólidas creencias o las frágiles ideas?

¿Por qué no aceptamos que las creencias sólidas son las que nos permiten levantarnos cada día para salir al mundo, pero son las frágiles y cambiantes ideas las que nos permiten caminar por él? Las creencias sólidas en las que estamos hacen que el mundo no tiemble bajo nuestros pies, pero son las  ideas frágiles que tenemos las que consiguen que se mueva ante nuestros sentidos. Lo que hay de vivo en la vida está precisamente en su modo de no estar, o en lo que no poseemos para siempre. ¿Por qué lo "creemos" al revés? ¿Somos conscientes del peligro que corremos de que nuestras frágiles ideas se hagan roca y se transformen en creencias? ¿Qué mundo es este en el que ponemos el pie en la tierra por la confianza que nos proporcionan nuestras frágiles ideas y en el que luego caminamos aupados sobre la fe sólida de nuestras creencias? Un mundo al revés. Un mundo transparente y, sin embargo, muy pesado o aburrido por falta de significados relevantes, puesto estos los proporcionan las frágiles ideas y la forma como las perciben los sentidos, no las sólidas creencias.

El malestar espiritual de la modernidad actual radica, según el filósofo coreano berlinés Han, en el exceso de positivismo que metemos en nuestras vidas, olvidándonos de su negatividad inmanente. Tan positivos somos, que desde hace ciento cincuenta años hemos prescindido de la figura del dios creador. Solo creemos en lo que de ciega tiene nuestra razón y en su enorme vanidad asociada. El mundo por venir será muy pesado y duro de habitar si no inventamos un nuevo dios creador, que ocupará como todos lo anteriores el lugar del Saber del No Saber. Aunque el camino hacia él ya no será trazado por las creencias sólidas donde estamos, sino por las ideas frágiles que tenemos, cuyas estrategias de comunicación ya no estarán rebozadas por la estática y árida vanidad del yo sabelotodo, sino por la humildad de quien tiene la voluntad de la ignorancia y quiere aprenderla. E intenta comunicarla a los otros.

martes, 24 de noviembre de 2015

SE TRATA DE CONTAR: ENTRE LA CALCULADORA Y EL ALMA

Lo difícil de la experiencia de la lectura no es leer, que es algo mecánico (cualquier animal "lee" a su alrededor para llevar a cabo sus estrategias de supervivencia), sino qué hacer con lo que hemos leído, que es lo incuestionable y genuinamente humano. Esto ya lo sabemos. Lo saben todos los seres humanos. Lo que no sabemos es por qué, sabiéndolo, nos comportamos al leer como lo hacemos. Lo que no sabemos es cómo lo sabemos.

Todo lector, indefectiblemente, aloja una parte de lo que ha leído en el contenedor de los datos y la otra en el contenedor de los sentimientos. Porque todo lector tiene dentro una calculadora y un alma. Porque todo lector existe, al mismo tiempo, haciendo sus cuentas y sintiendo lo que le cuentan. Ahora bien, ante la pregunta, ¿qué has hecho con lo que has leído?, ¿por qué la mayoría de los lectores usan sólo la calculadora, cerrando con el mismo impulsó la espita del alma? Misterio habemus. Ahí nos encontramos.

Todo narrador de un ensayo económico, político, sociológico, psicológico, antropológico, etc., existe usando la calculadora y el alma que lleva dentro. Todo narrador de literatura hace lo mismo. ¿Cual es la diferencia? El énfasis que ponen en el uso de la calculadora o en el del alma. Los primeros ponen mas empeño en que les salgan sus cuentas, y el segundo en sentir lo que cuenta. Pero, ¿por qué cuando nos ponemos delante de un narrador literario leemos como si estuviésemos delante de un narrador de los otros? ¿Por qué sólo queremos existir pensando en que nos cuadren las cuentas, sean estas económicas, profesionales, familiares, sociales, psicológicas, históricas, amatorias, etc., en lugar de existir también escuchando y sintiendo lo que nos cuentan? ¿Cual es la existencia mas inauténtica? ¿Que nos hace vivir de forma más auténtica como seres humanos realmente existentes?

Si oigo a alguien decir en la calle, "te quiero", la frase es correcta y exacta, pero no tengo ninguna garantía de que sea verdadera. Pero si oigo en un relato decir a un personaje, "te quiero mas que a mis ojos, te quiero mas que a mi vida y más que al aire que respiro, te quiero mas que a la mare mía. Que se me paren los pulsos si te dejo de querer. Que las campanas me doblen si te farto alguna vé", la frase es abrumadora y de todo punto incorrecta e inexacta, pero tiene toda la garantía de ser verdadera. ¿Seguimos en el misterio? Si seguimos, ¿por qué nos empeñamos en calcular sus dimensiones externas, en lugar de adentrarnos en sus vericuetos internos? Pero, ¿qué es el misterio? Es la distancia - entendida como tensión y como fuerza, no como una magnitud espacial - que media entre querer que siempre nos salgan las cuentas en la vida y aprender a sentir lo que nos cuentan en la ficción. Lo que hay entre lo que vemos y lo que es invisible. Porque, ¿estamos de acuerdo en que nosotros no lo vemos todo con un solo golpe de ojo? ¿Estamos de acuerdo que con ese golpe de ojo solo vemos lo obvio? Eso es lo que hay verdaderamente, y eso es el misterio.

Entonces, ¿por qué los Más dan vueltas y vueltas, como si estuvieran atados a una noria, alrededor del misterio, y son los Menos quienes se arriesgan solitariamente a adentrarse en su obscuridad? La culpa, ¿la tiene la calculadora o la tiene el alma? ¿La tiene el trajín que nos Okupa cada día para que nos cuadren de forma inaplazable nuestras cuentas o el sentir inaprensible y lento de lo que nos cuentan? Hacer que nos salgan nuestras cuentas supone trabajar con lo que es inteligible, sin tener por ello que mancharnos las manos, haciendo valer nuestra neutralidad en el proceso de ese conocimiento. Voilá, aquí un objeto y aquí un sujeto, limpios de polvo y paja, cada uno a lo suyo y en lo suyo. Es decir, supone trabajar siempre bajo la influencia de la luz cegadora. De hecho la vida humana comienza con un golpe de luz y un llanto debido a tanta luz. Un canto de protesta y de queja. ¿Hace falta tanta luz para existir? Porque, conviene no olvidarlo, la vida y la ficción antes que cuentas y cuentos, son, sobre todo, canto y aullido. El origen primordial de todas las cuentas y todos los cuentos.

Por otro lado, sentir lo que nos cuentan en la ficción significa tratar con lo ininteligible y oscuro, y mancharnos las manos con el mundo que nos cuentan. Salir del cuento con las manos llenas de ese mundo. No con ese mundo entre las manos, que es lo que hacen los lectores sectarios. De hecho toda novela comienza entre la niebla, que extiende sobre el alma del lector la voz de un narrador desconocido, y que solo vamos a conocer dentro de la novela. Comienza entre niebla, y con el lector en silencio y atento para averiguar cual es su lugar y su papel dentro de esa niebla.

Calculadora y alma. Canto y saldar cuentas y que me cuenten un cuento. Luz y niebla. Todo pertenece a nuestra humanidad. Todo nos hace ser como somos. Todo está relacionado con todo desde el principio de los tiempos, a pesar de la oposición de nuestra configuración interna por defecto. ¡Que no nos vengan a dar lecciones ahora los internautas de última generación! Lo sabemos. Lo sabemos porque llevamos toda nuestra existencia saldando cuentas y escuchando cuentos y cantos. ¿Cómo negárnoslo a estas alturas de nuestra vida adulta? ¿Cómo negárselo a los otros? Entonces, ¿donde está el misterio? ¿Por qué cuando leemos una novela queremos ser notarios o ingenieros o economistas o sociólogos o psicólogos o politólogos o antropólogos, ... antes que ser lectores? Si sólo se trata de eso: Ser Simples Lectores. Cantar, contar y que nos cuenten. Repito, ¿por qué nos acobarda tanto el misterio?

sábado, 21 de noviembre de 2015

EN EL CAFÉ DE LA JUVENTUD PERDIDA, novela de Patrick Modiano

No podemos no tener vida cotidiana, sí. No podemos no pensar, sí. No podemos no evitar la experiencia con las palabras de la literatura, no. De hecho, si no nos lo proponemos, la vida cotidiana y su pensamiento asociado acabarán siempre imponiéndose y acompañándonos durante toda nuestra existencia. El nombramiento de cuando un ser es adulto lo dicta la comunidad donde vive. Lo cual no es óbice para que uno decida seguir siendo un niño. Si quiere. Eso ha pasado así siempre. Lo que distingue a las comunidades occidentales actuales es que han renunciado a su prerrogativa antigua de nombrar y subrayar los ritos de paso durante la existencia humana, a cambio de incentivar un impas permanente, que se resume en hacer todo lo inimaginable para que hombres y mujeres puedan llegar a los setenta años manifestando, con orgullo y satisfacción, que se sienten como chavales o chavalas de veinte. Este es, mas o menos y de forma intencionalmente esquemática, el impulso que mueve nuestra vida cotidiana actual. El pensamiento que la imagina opera todo él para que esa vida se organice alrededor de ese único propósito.

¿Cuando se hace uno adulto, entonces? Cuando cambiamos, o nos cambian, no tanto el conocimiento de las cosas, como la percepción que tenemos de ellas y la forma como las proyectamos sobre los acontecimientos que nos suceden. Cuando dejamos de creer que somos el único foco de atención de las personas y las cosas que nos rodean. Cuando dejamos de creer que el Big Bang del mundo coincidió con el mismo día que venimos al mundo. Cuando aparcamos eso y empezamos a mirar a las personas y las cosas con una atención minuciosa nunca antes practicada. Cuando al mirar así descubrimos que en la realidad, en esa realidad que es la nuestra, hay rupturas, discontinuidades, tergiversaciones, olvidos y vueltas al origen. En fin, cuando hay, en comparación con la época de la juventud perdida, un inopinado extrañamiento apuntando con determinación hacia un final inevitable, que es a su vez nuestro gran descubrimiento como seres adultos. Todo ello hace que, sin previo aviso, la realidad se nos revele dentro de una estructura que se parece, o que no se distingue demasiado de la ficción. En fin, ser adulto es dejar de sentir que la vida nos resulta natural, como el pez siente respecto al agua donde vive, confiando en ella totalmente y extrayendo de esa confianza su fuerza y su felicidad.

Ya que un día ocurre que llama a la puerta de nuestra vida cotidiana una artefacto narrativo como es la novela "En el café de la juventud perdida". ¿Qué hacer? ¿Cómo dejarle un hueco en esa vida autocomplaciente, no tanto para comprenderlo como para que se manifieste ahí dentro? ¿Cómo, si las palabras de los narradores no están concebidas para servir al inmutable propósito de nuestra vida cotidiana de seguir habitando en ese limbo o impas temporal, donde el tiempo no pasa, y ni tampoco hay ritos ni liturgias de paso? Los narradores de "En el café de la juventud perdida" - y todos lo que nos han visitado - hablan y piensan instalados, al contrario que en nuestra vida cotidiana y su pensamiento asociado, en la lógica existencial del paso del tiempo. Esa es la experiencia que nos invitan a sentir en su compañía.

"Y, además, si toda aquella época sigue aun muy viva en mi recuerdo se debe a las preguntas que se quedaron sin respuesta...en las horas bajas del día, al volver de la oficina, yo también empiezo a buscar puntos fijos." Pg 24

¿Le mentí acaso cuando le dije que era editor de libros de arte? Es la ventaja de llevarle veinte años a los demás: no saben nada del pasado de uno (...) Según vas contando esa vida imaginaria, fuertes ráfagas de aire fresco cruzan por un lugar en el que llevabas mucho tiempo asfixiándote." Pg 28-29

"Uno intenta crearse vínculos, ya me entiende...
Si, claro que lo entendía. En esa vida que, a veces, nos parece como un gran solar sin postes indicadores, en medio de las líneas de fuga y de los horizontes perdidos, nos gustaría dar con puntos de referencia, hacer algo así como un catastro para no tener la impresión de navegar a la aventura. Y entonces creamos vínculos, intentamos que sean más estables los encuentros azarosos (...) Ponía cara de resignación y le decía que en el fondo todo aquello no tenía mayor importancia. A lo mejor algún día entendía que era la Vida de Verdad." Pg 43-44

"Uno intenta crear vínculos...Encuentros en una calle, en una estación de metro en hora punta. En momentos de ésos habría que sujetarse mutuamente con unas esposas. ¿Qué vínculo podría resistir a esa oleada que nos arrastra y nos lleva a la deriva?" Pag 48


Lo que mas me ha interesado de la novela de Modiano es esta amable calma con que nos ofrecen los narradores sus palabras, que no deja de ser impertinente porque no se opone frontalmente, sino que disuelve con elegancia y parsimonia la mirada urgente y ensimismada de ese Yo altivo, dominador y encumbrado en su intemporalidad. Un Yo que, al fin y al cabo, se ha construido a base de dedicarle horas a atiborrar de "grasa" su vida cotidiana. Estos narradores no están mostrando las cosas y las personas como las muestran en la reconocida y luminosa superficie del Paris que conocemos, o en los telediarios, o en las postales de promoción turística, sino en un sitio de la capital francesa desde donde mirarlas con una perspectiva de mas largo alcance. Alcance universal. Puesto que da igual la ciudad o pueblo donde perdamos la juventud. Y que, como París, ya no esté del todo bien iluminada. Ni sea lineal, después, nuestro recorrido por sus calles. Ni tenga una meta conocida. Ni siquiera tenga una meta.

El texto de Modiano no se entiende bien usando la razón analítica, ni se ve del todo si ponemos sobre sus palabras un ojo imperioso e impaciente. Las palabras de sus narradores son un tanto confusas y erráticas. Cómo seres adultos, que hemos visto, al fin, el perfil definitivo de nuestro destino y la distancia turbia que nos separa de nuestro pasado, ¿podemos hablar de otra manera? Yo creo que, ante todo, esas voces intencionadamente están ahí para ser oídas, pues caminan por un Paris que ya no es, como antaño, la ciudad de las luces. A Louki, el objeto de deseo y foco que los "iluminó" a todos, nos la muestran como un ser que habita las sombras. Son voces construidas para pegar, por encima de lo que pueda ver el ojo, la oreja. Tal vez porque el paso del tiempo sea como un soplo. Porque la vida sea solo eso, como un latido. Una extraño y asombroso latido.

viernes, 20 de noviembre de 2015

SOBRE EL HABLAR-POR HABLAR MENOS, EL LEER-ESCUCHAR MEJOR Y EL PENSAR-ESCRIBIR MÁS

Sabido es por el relato bíblico que Dios castigó a los descendientes de Adán y Eva a ganarse el pan con el sudor de su frente. No nos castigó a sudar para saber o para conocer o para pensar. El Gran Creador nos penalizó con la obligación de seguir vivos, no se cebó contra nuestro deseo natural a la curiosidad y al conocimiento. Es fácil de entender, por tanto, que no pudiendo quitarnos de encima la maldicion divina del trabajo, la historia de los humanos sobre la Tierra haya sido la historia de como tratar de sobrevivir lo mejor posible. De como sentirnos bien. Hasta el punto de que hoy la obligación de seguir vivos significa sólo eso, la obligación de sentirse bien. Ergo, como dice Ortega, el hombre es un animal para el que sólo lo superficial es necesario. Y cuanto mas limpio y pulido mejor. Para eso pone a su servicio toda la impedimenta técnica de que disponga a su lado. Tanto es así, creo, que si el sujeto en cuestión decidiera ponerse a pensar sobre su experiencia vivida, como algo inseparable de su vivir la vida - eso que lo diferencia de la mera supervivencia animal - está convencido de que se sentiría mal. Y, con los "avances médicos" que tiene a su alcance, por ahí el ciudadano actual no pasa. Esa técnica, como le dice Hanna a Faber, le sirve para dos cosas. Una, para desentenderse de tener que vivir y pensar la vida. Dos, para maquillar su mera supervivencia animal como trascendencia espiritual.

Convengamos que hablar a los otros lo hacemos cada día. No hace falta que nadie nos enseñe. Pero pensar es ordenar ese hablar, darle una forma que tenga significación y sentido. Eso sólo se puede hacer escribiendo, para que los otros lo escuchen. Es decir, lo lean. La pregunta es, ¿por qué la gente se expone sin pudor ante los demás con sus palabras habladas y siente tanta vergüenza para hacerlo con sus palabras escritas? Hablar a los otros no nos cuesta porque afianza nuestra pertenencia al grupo. Hablar vendría a ser como el comer o el dormir. Tiene un indiscutible aire de familia. Es un mero acto adscrito a la obligación de seguir vivos. Sin embargo, para escribir, decimos, no tenemos tiempo, el mismo que necesitamos para abandonar la servidumbre verbal del grupo. Lejos del aire de famila y de la supervivencia, escribir para saber es el acto mas radical de nuestra individualizacion, de nuestra libertad. ¿Exagero si digo que no pensamos-escribimos porque tenemos miedo a la intemperie del campo incierto y oscuro que nos indica la práctica de la libertad, prefiriendo sentirnos bien hablando las palabras de los iguales al calor y la luz del recinto de la fortaleza donde se protegen? Escribir para saber y para que lo lean quienes como nosotros quieren saber, nos delata significativamente como "Alguien" frente al grupo o la familia, donde éramos hasta ese momento unos don nadie. Significarse con la escritura es también convertirse en "sospechoso" ante los que antes eran nuestros iguales. Hablar a los otros, y entre los otros iguales, es lo propio de las sociedades predemocráticas y analfabetas. Leer-escuchar y pensar-escribir sobre lo leído, para que los otros lectores, individuos que escuchan y piensan junto a nosotros, lo compartan, es, debe ser, además algo propio de las sociedades alfabetizadas y democráticas. Sin embargo, lo que hemos puesto en práctica, doscientos años después de instaurada la democracia política y lecto-escritora, es que hablar es un atributo y un derecho del pueblo: habla pueblo habla. Pero escribir es una actividad propia de los profesionales o instructores que guían al pueblo. Aquí se encuentra, por tanto, el gran fiasco de la democracia política y lecto-escritora antes aludida. La escritura ha quedado en las manos de expertos o mandarines y la lectura para instruir o entretener al pueblo indiferenciado. Se ha impuesto la formación de masas, arrinconando o haciendo desaparecer la comunicación y la conversación entre individuos, que era lo que originariamente se imaginaron los padres fundadores. 

Contra semejante estado de cosas deberíamos instituir un nuevo pacto entre hablantes, lectores y escritores. Los clubs de lectura deberían servir para eso. Un pacto que se base en dos puntos fundamentales. Uno, hablar menos. Dos, desprofesionalizar la escritura convirtiéndola en el acto principal de la comunicación humana, mediante la transformación del lector en el segundo autor de lo que se escriba. De esta manera lograremos vencer el principal mal que aqueja a las democracias actuales occidentales: la ausencia de transcendencia que se traduce en un peligroso y nihilista totalitarismo rampante. Reinventadas así las tres habilidades genuinamente humanas: hablar menos, y leer y escribir con una ajustada complicidad entre las respectivas intenciones, proporcionaría a los ciudadanos - huérfanos de dioses y paraísos relevantes -, su mejor herramienta contra la influencia de cualquier poder y, sobre todo, contra la claudicación del paso del tiempo. 

¿Que es pensar? Es, según dicen los que piensan, un arreglo entre la imagen que tenemos de la realidad y la realidad misma para situar el lugar que el ser pensante ocupa en el mundo. Pensar es lo que debe venir a continuación de trabajar. No es el ocio, la otra cara del trabajo, como anhelan - ¿corroído su carácter por trabajar, o por  pensar mal en las peores compañías? - los que quieren sentirse bien. Pensar es estar dispuesto a vivir exiliado fuera del paraíso. 

¿Que es sentirse bien? Debería bastar con el hecho de pensar bien. Ser su consecuencia directa. Tener conciencia y disfrutar de la satisfación de sentirme bien porque pienso bien. Pero todos sabemos, escuchando a los que dicen sentirse bien, que no es así. ¿Por qué? Porque no sabemos determinar, continúan diciendo los que piensan, el ámbito de nuestras dudas al pensar, ya que, huérfanos de ese lenguaje necesario para enfrentarnos a ellas, las colocamos en un ámbito donde no molesten a nuestras estrictas convicciones. Es otra manera de decir que nuestras convicciones ocupan todo el mapa de las palabras que utilizamos. Y, también, porque, expulsados del paraíso y ante la imperiosa obligación de seguir vivos, hemos perdido el sentido del límite de lo que significa sentirse bien. Por eso siempre vamos de bólido a su busca y captura. Es decir, siempre caminamos hacia ninguna parte. Sin querer aceptar que la expulsion es irreversible y la maldición divina eterna. Bien, de acuerdo. Entonces, perseveramos, el paraíso es cada momento en que nos sentimos bien. Y de lo que se trata es de sumar muchos de esos momentos con lo que se tenga a mano. La hipertecnologia actual proporciona una ayuda inmejorable al los nuevos Hombres y Mujeres Faber del mundo globalizado, que viven angustiados con la idea de sentirse bien. Todas esas pantallas nos permiten hablar y hablar, de forma intermitente, lo cual nos hace sentirnos bien. Manteniendo nuestro empeño de seguir imaginando lo que debe ser la buena vida: la de Adán y Eva cuando entonces. Secularizada en la actualidad mediante los diferentes paraísos laicos, que esas mismas pantallas nos prometen cada día. Así va el mundo actual. 

¿Y su lectura? La situación no es muy diferente. ¿Cuántas veces hemos oído decir a los lectores en las tertulias que ellos leen para pasárselo pipa, para sentirse bien? No quieren saber nada de ningún narrador que les haga pensar. Que les saque los colores de sus dudas. Que les destrone de sus pétreas convicciones. Qué les indique el océano de su ignorancia. En fin, que les haga conocer lo que exige la lectura a los lectores que se ponen en serio a ello. Porque ese en serio les hace sentirse muy mal. Cerrado el círculo. El mas vicioso y paralizante de todos los círculos que quepa imaginar. Así leen la mayoría de los lectores de esta sociedad nuestra, que sólo quieren sentirse bien.

Situados de espaldas al pensar y escribir sobre lo que vivimos y leemos, por un lado. Y obsesionados, por otro, por cumplir la maldición divina de seguir obligatoriamente vivos, hablando y hablando, haciendo y haciendo, para sentirnos bien a toda costa - aliándonos agónicamente, si es preciso, con lo más banal e inane de las nuevas tecnologías, ese "me gusta/no me gusta", que nos hace desentendernos de tener que vivir y entender la vida; y que es el correlato inevitable del "me siento bien/no me siento bien" -, tengo la sensación de que corremos el peligro de olvidarnos, ahora sí, lo que nos enseñó el genial hidalgo de la Mancha (cuando se cumple el cuarto centenario de su segunda parte): que los molinos contra los que luchamos no son gigantes, ni son la causa verdadera de nuestras desventuras, las cuales siguen, imperturbables, acechándonos tozudamente.

jueves, 19 de noviembre de 2015

HOMO FABER, novela de Max Frisch

"Lo que hay de vivo en la vida está en ella precisamente en el modo de no estar, bajo la especie de lo que se nos hurta, de lo que justamente no poseemos" (José Luis Pardo en su libro La intimidad).

¿Podrían ser esas palabras las últimas que pronunciase Walter Faber? ¿Podrían representar, después de la lectura de Homo Faber, lo que realmente se aprende?

Ya sé que huele a prejuicio, pero siempre sospecho de quien se presenta en público con las ideas tan claras, tan matemáticamente correctas, como las que hace gala el ingeniero Faber en la primera parte de la novela. Descreo de que trate vanamente de ocultar con sus calculadas palabras su "mal obscuro", ese grumo que lleva dentro y que, al fin y al cabo, es lo que lo arrastra y vapulea. Me recuerda a esas mariposas que se acercan obstinadamente a la luz de las lámparas, como queriendo verlo todo de una vez y para siempre, la misma luz que acabará por matarlas. Igual que a Faber, a los lectores literarios matemáticamente correctos no les suele agradar esta sospecha. Incomoda a la exactitud que otorgan a las palabras, con la que esos lectores quieren alumbrar no su mundo, sino EL MUNDO. Es decir, lo que les molesta es que se les diga que la luz con la que cada ser humano trata de alumbrar su mundo no le es dada al nacer, ni se da por supuesta, ni depende del contador de una empresa exterior, ni de nada previo, hay que ganársela palmo a palmo, rincón a rincón, palabra a palabra. Es una luz que sólo ilumina a ratos y, como la felicidad, sujeta a apagones inopinados y dolorosos. En definitiva, lo que irrita a Faber y a sus seguidores - ellos que creen tener respuestas para todo - es que se les hable desde un lugar al que ellos no pueden acceder con sus cálculos, y, lo peor, que encima se les diga que este lugar es muy importante. Ellos que, de esos lugares imposibles de calcular y, por tanto, nombrar, siempre dicen que nadie puede saber, o lo que es lo mismo, que cada uno tiene su propia opinión, y todas las opiniones son iguales.
Demos por perdida, pues, toda esperanza de que sólo mediante su "espontánea sinceridad" un ser de carne de hueso cante y cuente algo creíble respecto a su "mal obscuro", hecha la excepción por imperativos pecuniarios, claro está, de cuando está delante de su abogado o su psiquiatra. Esta impotencia se debe, a mi entender, a dos razones. Una, porque lo matemáticamente correcto nos protege a todos de los vendavales y el frío de la intemperie exterior, que es peor que la del Polo Norte. Dos, porque, debido a ese afán de seguridad, acabamos siendo perfectamente incompetentes para comunicarnos con el exterior. Si creo, sin embargo, que a través de la mediación del narrador Faber podemos ofrecer a los otros lectores una forma comunicable de ese "mal obscuro" que, como a Faber, nos sustancia y acompaña a todos los seres humanos. Lo creo, y sobre todo, lo deseo fervientemente. En definitiva, leer en compañía no es otra cosa.

El caso es que en la página 159, ya en la segunda parte, Hanna, la madre de la hija de Faber, desde ese lado que para el ingeniero no forma parte de la realidad, se lo canta y se lo cuenta muy claro a su antiguo amante, que todavía sigue escuchando lo que le rodea con muchas interferencias. Igualmente se dirige al lector que continúe, a estas alturas, leyendo de forma matemáticamente correcta.
"Discusión con Hanna: discusión acerca de la técnica (dice Hanna) como ardid para organizar el mundo de tal manera que no lo tengamos que vivir. Manía de técnico: convertir la creación en algo útil, porque no la soporta como compañera, no sabe como tratarla; la técnica es un ardid para eliminar el mundo como resistencia, por ejemplo, reduciéndolo por medio de la velocidad, para no enfrentarnos con él. (No se qué quiere decir Hanna con eso.) El técnico se desentiende del mundo. (Tampoco sé qué pretende significar con esta frase.) Hanna no me echa nada en cara; no encuentra inconcebible mi comportamiento con Sabeth; según Hanna fui víctima de una especie de atracción que yo no conocía y que interpreté erróneamente, diciéndome que estaba enamorado. Dice que no fue un error casual, sino un error muy propio de mí (?), como mi profesión; como, por lo demás, toda mi vida. Mi error consiste en que nosotros los técnicos intentamos vivir sin la muerte. Literalmente: tú no consideras la vida como una figura, sino como una mera suma; por eso no guardas relación con el tiempo, porque tampoco la guardas con la muerte. La vida, dice, es figura en el tiempo. Hanna reconoce que no sabe explicarme lo que quiere decir. La vida no es materia; no puede forzarse por medio de la técnica. Mi error respecto a Sabeth fue la repeticion; me comporté como si la edad no existiera; por tanto, de una modo antinatural. No podemos suprimir la edad por el hecho de seguir sumando, de casarnos con nuestros propios hijos." 

Resumiendo, nos viene a decir Hanna, podemos saber el número exacto de neuronas que bailan en nuestro cerebro, pero nada sabemos si no aprendemos también a saber acercarnos al misterio del amor, la belleza, el dolor, el odio, la imaginación,...Si no oímos la música interna que mueven a esas neuronas, si no aprendemos a sumergirnos en los misterios del lado hondo de la vida, aprendiendo, en consecuencia, a saber volver tocados por la luz de esa redención. En fin, no sabremos nada si sólo surfeamos encima de la espuma de los días, si no aprendemos a dejar de ser sólo tránsito. Así los cazadores que pintaron sus hermosas pinturas en las cuevas de Chauvet, como los internautas que hacen maravillas instantáneas con los dipositivos de Apple.

Mas adelante, Walter Faber, a siete páginas de que los cirujanos del hospital vengan a abrirle inútilmente en canal, parece haber escuchado con tino las palabras de su ex amante. Nos brinda, entonces, la que para mi es la página más bella de toda la novela. Aunque nada mas sea por haber podido llegar a leerla, me ha valido la pena seguir y soportar los pasos atribulados, toscos y cansinos de este ingeniero que ha conseguido, en las puertas de la muerte, iluminar y calcular poéticamente los contornos de su "mal obscuro".
"No volver a volar nunca más.
Deseo volver a la tierra, allí entre los últimos abetos que reciben el sol del atardecer, oler la resina y oír el agua, probablemente ruidosa, y beber con la mano...
Todo va pasando, como en una película.
Deseo tocar la tierra con mis manos.
En lugar de eso, nos elevamos cada vez más.
¡Qué estrecha es, en realidad, la zona de la vida! Unos doscientos metros a lo sumo; luego la atmósfera ya se enrarece, se vuelve demasiado fría; es algo así como un oasis, lo que habita la humanidad; el fondo verde de los valles, sus estrechas ramificaciones; luego termina el oasis, los bosques parecen rapados (aquí a los 2000 metros, en México a los 4000); todavía hay rebaños, que pacen junto al lindero de la vida; flores - no las veo pero lo sé - abigarradas y olorosas; pero diminutas; insectos, luego sólo guijarros; luego hielo.
De pronto aparece un embalse.
El agua parece pernod, verdosa y turbia; en ella se refleja una cumbre nevada; barca de remos junto a la orilla, presa de segmento; no se ve un alma.
Después las primeras nieblas, huidizas.
Resquebrajaduras de los glaciares: verdes como el vidrio de las botellas de cerveza. Sabeth diría: como esmeraldas (...) ¿En qué pienso? Si ahora estuviera encima de aquel pico ¿qué haría? Pero ya es tarde para desembarcar; oscurece en los valles y las sombras de la noche se extienden por encima de los glaciares y luego remontan en ángulo recto hasta lo alto de las paredes. ¿Qué puedo hacer? Seguimos volando; se ve la cruz de la cima, blanca, brillante, pero muy sola; los escaladores no ven nunca esa luz porque tienen que emprender el descenso antes. Luz que se pagaría con la muerte, pero muy bella; sólo un instante; luego nubes, claros, la parte meridional de los Alpes cubierta de nubes como era de esperar. Las nubes: parecen algodón, parecen yeso, parecen coliflores; parecen espuma con los colores de las ampollas de jabón, no se cuantas cosas encontraría Sabeth que parecen."



¿Por qué he derrochado tanta paciencia siguiendo los pasos del personaje literario Walter Faber? Por que nadie, por más que se empeñe, aparece de una pieza ante los demás. Siempre acabamos mostrando los huecos donde se aloja nuestro mal obscuro. Otra cosa, muy respetable faltaría más, es que no queramos hablar de ello. Era cuestión de ver como había pegado estos fragmentos o piezas el narrador. De seguir la pista de los pecios del naufragio de su vida, que el ingeniero nos va mostrando, casi sin querer, en la primera parte. Y esperar las decisiones de su talento. Walter Faber es un tipo en apariencia nada interesante, que sólo sabe medir cosas y pensar mecánicamente y de forma literal. Un tipo que cuando se pone delante de alguna sutiliza social o psicológica reacciona como un zascandil. ¿Cómo va reaccionar de otra manera si se enorgullece de ser sólo un técnico en turbinas? Pero Walter Faber no deja de ser, al fin y al cabo y a pesar de todo eso, un tipo inteligente y sensible. Lo he leído, anteponiendo mi atención a sus palabras a la falta de entusiasmo y fe que me transmitían (¿qué y cómo se puede leer guiados primordialmente por el fulgor del entusiasmo?). Porque soy incapaz de entender, aun derrochando muchas mas dosis de paciencia, a un ser humano normal, digamos, de la estirpe de Walter Faber. No por su culpa, ni por la mía. Es que la vida es así de inabarcable e inaprensible. También lo he leído porque sé que hoy son estos tipos los que imponen, a quien se mueve y piensa, la visión actual del mundo imperante e imperiosa, y es conveniente saber de que grumos está hecho el mal obscuro que ocultan. Males qué todos juntos dan forma a la epidemia infantil - ¿no es este aburrido ingeniero, durante muchas páginas, la viva imagen de un niño grande? - que atenaza al tiempo en que vivimos. ¿Se ve, entonces, para qué sirven las palabras actuales de la vida? ¿Se ve la necesidad qué tenemos hoy, más que nunca, de prestar atención y entender, al margen de entusiastas fascinaciones, las palabras precisas de la literatura?

miércoles, 18 de noviembre de 2015

DELHI NO ESTÁ LEJOS, novela de Ruskin Bond

¿Cual es la distancia que hay entre mi camino y la dignidad de mi mundo? Mucho de lo que pueda significar esta pregunta, se me ha ido ocurriendo a medida que escuchaba de cerca la voz narradora de Arun, en su periplo dentro de la novela "Delhi no está lejos". Lo que me pregunto es si quedan caminos, distancias y dignidades en la fortaleza del cálculo de probabilidades, dentro de la cual vive sitiada la vida en Occidente. Lo que me parece que late en la novela de Bond es la vida vivida en otros caminos, con otras distancias y con otras dignidades. No la vida convertida en un camino lleno permanentemente de problemas y la distancia angustiosa que debemos recorrer hasta llegar a su imperiosa e imperativa solución. Lo que existe en esas breves páginas es la vida sin solución lógica, es decir, con esa lógica que nos hemos inventado para dominarla y apaciguarla. Para llegar a vivirla de forma indigna. Escuchando a Arun no he padecido la imposición de su voz para tener que enfrentarme a algún tipo de problema, que requiriese por mi parte adoptar algún tipo de tensión para encontrar algún tipo de respuesta. 

Dicho lo cual, la lectura del texto no ha evitado que me haya sentido como extraño en casa ajena. Soy lo suficientemente rico y aseado como para que me repela la fatalidad de tanta miseria. Soy lo suficientemente idiota como para seguir creyendo en la liberación de la humanidad según los preceptos occidentales. Y es que una cosa es oponerme o resistirme, a partir de un momento de mi vida, al paradigma que organiza el mundo occidental donde vivo, que lo podemos llamar el del cálculo de Probabilidades, y otra cosa es vivir en un mundo donde no se sabe quien es este señor, ni se tiene el más mínimo interés en conocer lo que significa el alcance de su evangelio calculador. Mi vida, entonces, se convierte en algo reactivo, lo cual, como todas las reacciones, no logra desprenderse nunca de la costra de lo que pretende combatir. Y tiende, por tanto, a la ceguera. Aun así, me sigue resultando desconcertante que el narrador Arun me muestre los elementos que componen su mundo colocados todos al mismo nivel. He tardado tiempo en acomodarme a esa nivelación que, intuyo, solo intuyo, no es simpleza o falta de talento. Sencillamente es una manera de mostrar su sabiduría. Y no se que pesa mas al final, si mis sentimientos o el convencimiento racional de que insistir hoy en el enfrentamiento de los opuestos es en Occidente algo absolutamente estéril y periclitado. Esto si lo entiendo.

El caso es que, ya dentro del relato de Arun, la felicidad y la infelicidad son lo mismo, no vale la pena convertir ese enfrentamiento en un objetivo vital. Igual que sentir dolor o placer. No hace falta insistir, ya se ve que el calor y el frío se necesitan, tanto como la limpieza y la mugre, o el comer y el pasar hambre. O dormir bajo techo y dormir a la intemperie, que es intercambiable pero que es a lo que mas difícil me resulta resignarme. Igual que ganar dinero y no tener una rupia. Sin embargo, me llevo de maravilla con la dicotomía entre coger el tren o tener que ir andando. Igual que pensar en que no hay vidas completas o vidas inacabadas. Hay gente que vive y toda vida es vivida. Y esa maravilla de percepción que consiste en darse cuenta de que lo sensible no puede estar por debajo de lo que es sólo extraordinario en lugares extraordinarios  y protagonizado por gente, por supuesto, extraordinaria. O el papel del ojo que mira no es mejor que el del tacto que piensa. O que los cuerpos esbeltos sean más atractivos que los cuerpos grasientos, ya que todos están bendecidos por el papel satinado de la conciencia que hay en cada uno. O que pedir limosna se mira cara a cara con los impuestos que debe pagar el pedigüeño. O que la mendicidad como negocio se cotiza igual que ganar dinero contando historias. O la nula distancia que hay entre las picaduras de los insectos y el olor de una margarita nacida entre una grieta de cemento. O entre el derroche de la naturaleza y la pobreza de la condición humana. O entre los destrozos del monzón, esa "pasión" de la naturaleza capaz de alterar las magnitudes de la tierra, y la paciencia de sus habitantes que lo gozan tanto como lo padecen. Igual que los terremotos. O la continuidad que hay entre las grullas, los pájaros y las vacas, todos sagrados en su permanente alteridad con respecto a la precariedad del existir humano. O entre como hablan los árboles cuando los miras y las palabras con que les respondes, equidistante todo ello de la emoción con que los puedes abrazar después de conversación tan inaudita. O en el espacio que ocupa Dios llenando los huecos que dejan entre si los hombres, lo cual los libera de la tentación vaticana: Dios esta conmigo, es mío, porque Dios esta en todos los sitios. O la nula distancia que hay entre nuestras preguntas y sus respuestas ante la presencia de Dios, viviendo entre el misterio de nuestras distancias. O entre el aire viciado y los ruidos estridentes de la gran conurbación llamada Delhi y el aire y el silencio de los pueblos pequeños de las montañas del norte de la India. O entre vivir en Delhi, pero existir en Pipalnagar. La nula distancia entre el recuerdo de los muertos y los vicios de los vivos, que son los únicos que pueden  recordar a los muertos. O entre los irreductibles colonizadores ingleses y sus colonizadores indios actuales. O entre la indiferencia de la vida y la muerte, ya que la muerte de la carne no es el fin de la vida.

Pero lo mas desconcertante - para alguien habituado a calcular probabilidades, a tener que elegir entre esto y lo otro, sin saber muy bien el por qué de esa elección, simplemente porque siempre se ha hecho así - es que todo esto lo muestra Arun sin despeinarse, uniéndolo todo bajo la influencia de su poderosa conciencia de existir. De su poderosa manera de contar, que es su poderosa manera de seleccionar y juntar. De mirar. Sin ninguna voluntad de jerarquizar, ni querer buscar lo que no existe. Porque sabe que no se puede buscar lo que es nada más que un invento de imaginaciones calenturientas: la tensión y el enfrentamiento entre distintos que viven unos juntos a otros. Imaginados irreconciliables, por los de este lado del paraíso, para conseguir que la vida sea perfecta. No digna, perfecta. Sin ningún interés por erigirse en juez, ni guiar su narración para acabar dictando sentencia ante el lector. En fin, no se trata de si vida y muerte, sino de cómo vivimos y de cómo morimos. "Delhi no esta lejos", trata de la búsqueda del camino y de la distancia que lleva a la dignidad. Un camino y una distancia que la cultura occidental extravió durante la dominación, pongamos, del primer gran imperio. El Imperio Romano. Y desde entonces no hemos hecho otra cosa que poner toda nuestra inteligencia y nuestro armamento a servicio de no querer encontrarlos. Separándolo todo en dualidades sangrantes e irreconciliables. No obstante, si me sienta bien sentir y comprobar, al final de la lectura, lo cercano que está Lo Malo de Lo Mejor en esta novela. 


Con más tino que yo lo dice el narrador en el último párrafo de su relato que, como no podía ser de otra manera, me obliga a volver sobre el principio, poniendo luz en el regreso a todo lo que he leído. Luz y, como no, camino, distancia y dignidad a mi lectura. Que es de lo que se beneficia, al fin y al cabo, mi experiencia.


"Ayer estaba triste y mañana puedo volver a estarlo, pero hoy sé que soy feliz. Quiero seguir viviendo, regocijándome como un pagano en todo lo que es físico; sé que está única vida, no importa lo larga que sea, nunca podrá satisfacer mi corazón."

martes, 17 de noviembre de 2015

SOBRE LOS TIPOS MÓVILES DE LA ERA DE LA IMPRENTA Y/O LOS BITS Y LOS PÍXELES DE LA ERA DIGITAL

Enseñanza, ¿para qué? Todos sabemos que la enseñanza humanista tradicional tiene cada vez menos influencia en la vida de los actuales ciudadanos digitalizados. Enseñanza, ¿para que? Valdría con un barracón donde proporcionar a los discentes las cuatro habilidades técnicas que necesitan para ser eficaces emprendedores y un patio de recreo para entretenerse con sus ambiciosos colegas de empresa. ¿Nos  vamos a decepcionar anticipadamente por ello? ¿Tiene cabida la decepción en el ámbito de lo comprensible? ¿O es incomprensible, como el fracaso, la finitud, en fin, como la muerte? Quizá nos convenga mejor pensar, como homenaje, que si esa forma de enseñar está tocando a su fin es porque ya ha realizado con éxito el trabajo que le habían encomendado nuestros grandes maestros. Nada de nostalgia. El mañana no está escrito, que es lo mismo que decir que lo puede escribir cualquiera. O se puede escribir a cuatros manos. La libertad bien entendida consiste es eso. Es una cuestión de fuerza y de su sentido, no únicamente de anhelo.

Tenemos, por un lado, a los incansables promotores del Yo Emprendedor y Entretenido con sus narraciones atiborradas de bits y píxeles, que se seguirán deleitando en contar historias que cada vez tendrán menos relación con las cosas que pasan en este mundo, que es donde, vaya por dios, siguen pasando las cosas que nos afectan. El espíritu racionalista ha alcanzado su máxima aspiración con el Yo Digital, perfeccionamiento irreversible del Yo Faber. Un Yo Digital que mediante bits y píxeles consigue imaginar un mundo perfecto e inmortal, al margen de la imperfección y finitud del mundo natural. Un Yo Digital que ha inventado una gramática donde signo y significación alcanzan la síntesis definitiva. Lo que quiero decir es que Dios, que sigue sin saber que hacer con su aburrimiento, ha caído en la tentación y también se ha digitalizado.

En algún hueco de este espectro digital apabullante, los humanistas de siempre seguiremos tratando con nuestras contradicciones de siempre. No podemos mirar sin pretender dominar el objeto de nuestro mirada. No podemos leer sin ponerle el ronzal en la boca al narrador de nuestra lectura. Pero ese será nuestro futuro, que ya es presente, en el que, de seguir así, no podremos. Mas bien podrán con nosotros. No exactamente la ausencia de sentido, sino la multiplicación imparable de sentidos que se contraponen, se potencian, se anulan, se sublevan, se tuercen, se retuercen, descienden y se elevan. No podremos con toda esa fragmentación sensorial que se nos echa encima. Por eso nuestros dioses se han aburrido de la intratable fanfarronería de este humanismo de un solo carril y con un solo golpe de ojo. Pues nunca fue así el tiempo que nos vive en el cuerpo. Lo que no quiere decir que tengamos que sentirnos sometidos. Ni que tengamos que dejar de luchar y esforzarnos, y tal y tal. No será un futuro de esclavitud a la forma aristotélica. Será un futuro, como dice el coreano berlinés Han, de amable retirada del Yo humanista caduco de la primera línea de fuego, desde donde ya ha disparado todas sus municiones contra todo lo que se ha movido durante los últimos quinientos años. Después de medio milenio de campanuda egolatría humanista, será un futuro, al fin, de venerada y venerable humildad. O no será. 

¿Será la Humildad, vista así, otra distopía mas? ¿Lo serán sólo los Bits y los Píxeles? ¿Podremos, ahora sí, llegar a algún pacto entre humanos de tipos móviles y humanos de tipos bits y píxeles? Un pacto que valga para obtener provecho de las limitaciones de cada tipo. No ninguneándonos, sino mirándonos cara a cara.

No me preocupa un futuro, digámoslo usando la terminología humanista, de alfabetización solo con tipos bits y píxeles. Yo he sido educado en los tipos móviles de la imprenta, que es lo propio de la galaxia Gutemberg y aquí sigo. Además no me cuesta nada reconocer que se han escrito y cometido mas barbaridades mediante el uso de los tipos móviles que con los tipos bits o píxeles. Sencillamente la era digital acaba de comenzar. No ha tenido tiempo de escribir la barbarie que acompaña a toda cultura. Sus seguidores mas fanáticos están embelesados con sus nuevos juguetes. Lo que si me preocupa es un mañana de seres hablantes que "piensen", digamos, con el estilo costumbrista de siempre, usen para empresa tan edificante tipos móviles o tipos bits o tipos píxelados. Porque hablar, lo que se dice darle al pico y hacer garabatos, no vamos a dejar de hacerlo. Pero hablar, mirar y escribir sobre lo que hablamos y miramos es lo que define y apuntala nuestra finita e imperfecta humanidad, que está por encima de los tipos con que exprese su barbaridad o su civilidad. Y aunque sigamos pensando y mirando el mundo con ese estilo costumbrista que, como una costra, nos blinda tanto como renueva nuestro orgullo contra toda la incomprensión que nos aflige, no dejaremos de ser frágiles seres humanos. Pixelar nuestra humanidad costumbrista de siempre, hasta hacerla irreconocible, no nos librará jamás de nuestra finitud y nuestras limitaciones.

¿Qué hacer? En esta ocasión sí, al contrario que en otros momentos de nuestra existencia, aprender a mirar hacia otro lado. No debemos consentir vivir estos nuevos días de bits y píxeles sin que nadie nos diga nunca que hay poesía, por ejemplo, en nuestro trabajo (donde pasamos un tercio del día), y que acaso sólo la haya en los cansados fines de semana. No podemos seguir con la fatalidad de la maldición bíblica de que ganaremos el pan con el sudor de nuestra frente, y el séptimo día "descansaremos". No podemos vivir sin que encontremos un lugar y un tiempo donde poder enderezar el significado de tanta distorsión enfermiza. Ese lugar y ese tiempo donde entendamos en compañía de los otros que todo lo que es conocimiento, de lo natural a lo poético, de lo empírico a lo intuitivo, contribuye a dibujar una imagen de las cosas mucho más cercana a la realidad o a la verdad que nunca encontraremos, por mucho que la pixelemos, o que nos pixelemos. Ese lugar y ese tiempo donde se pierda el miedo a aceptar, y a decir sin vergüenza, que toda vida es vivida, que toda vida aloja en su interior algo poderoso y desconocido bajo el nombre de la práctica creativa. No se puede vivir sin saborear la dignidad que hay en los sinsabores y en los placeres de cada día. No se puede vivir sólo pensando en tener una idea fija: ocupar un lugar relevante en el carrusel de la historia pixelada o en tener que resignarnos a imitar o escuchar a sus hombres excepcionalmente pixelados. No vale la pena volver a fracasar viviendo como hemos vivido los de la imprenta, tratando de querer ser durante toda nuestra vida como Napoleón. Ese gran fundador de la decepción moderna que se resume en que cualquier don nadie bajito y aislado puede llegar a ser, si se lo propone, El Alguien Mas Grande Jamás Visto. ¿Mamá por qué Yo no puedo ser Napoleón? Porque con uno ya hemos tenido bastante. Los  humanistas de tipos móviles no podemos consentir que los nuevos humanistas de bits y píxeles cometan las mismas barbaridades que los de nuestra cultura de la imprenta. Porque sabemos de los beneficios que tiene el Pensar con la cabeza. Porque además del pensar al estilo costumbrista, el Pensar con la cabeza, también, lo hemos inventado nosotros. Los de los tipos móviles de la imprenta.

Así pues, debemos pensar en el hecho de que nuestra Democracia Lecto-Escritora no es lineal, es aHistórica y sin Tipos Excepcionales al frente, pero está protagonizada por cientos de historias singulares e irrepetibles. Su futuro será imperfecto e intersubjetivo. Lo cual significa algo a lo que no estamos habituados: que todo se puede ver siempre de otra manera. Que lo importante es la fuerza de la perspectiva de la mirada, no la meta, ni el éxito, ni la fama. Esos dos impostores. Este es el gran reto que tenemos por delante. Sea representado con la mezcla de soportes que a cada uno le pete. Nuestra Humanidad sera así, o no será. Todo lo cual no invalida lo de siempre: que no hay en cada día mejor "oración", mejor manera de reconciliarse consigo mismo, mejor religión (religar los trozos en que nos rompe la vida diaria), que esa trabazón entre lo que uno hace en ese día y lo que piensa sobre que lo hace. Y sobre lo que le hacen. Debemos avisar a los humanistas de tipos bits y pixeles del peligro que subyace en el hecho de separarse de los escalones que nos elevan a nuestro pequeño cielo (conocimiento), ya que sino, mas pronto que tarde, acabaremos metidos de coz y hoz en el más grande infierno que podamos conocer, que es donde nos quemaremos todos. Decirles que juramos por todos dioses que el paraíso no existe.  Y que la inocencia, a partir de los nueve años, tampoco. Aunque con los bits y los píxeles parezca, como la juventud, que ahora dura para siempre. Que la felicidad pixelada l'Oreal es el otro nombre que recibe la enfermedad neuronal imperante (Han dixit). En fin, decirles que en lo que de verdad nos afecta todo sigue pesando y es tan duro como cuando a Adán y Eva los expulsaron del Edén. Luego, si queremos, a ese colosal esfuerzo lo podemos llamar entretenimiento o emprendeduría o enseñanza pública, pues que así sea. Al fin y al cabo, uno siempre vive entre-tenido, en público o en la intimidad, con la presencia o la ausencia de los otros, y se mueve emprendiendo el camino hacia donde está eso otro que no es uno. Por lo tanto, no dejemos que algo que es esencial y permanente (no confundir con lo costumbrista) a nuestra forma de estar en el mundo desde el principio de los tiempos, nos sea arrebatado por las argucias y urgencias de las cuentas de resultados de los actuales industriales de los bits y los píxeles, como antaño lo hicieron, de la forma que ya conocemos, los capos de las industrias de los tipos móviles. 

Pensar siguiendo la costumbre es algo cuya banalidad nos acaba abrazando con toda esa fuerza que nos fija como un arado a su tierra: es que siempre se ha pensado así o esto es lo que hay. No hay humanismo que dure un día con semejante cantinela. Para pensar con la cabeza, sin embargo, hay que hacer el esfuerzo de elevarse para llegar a ver a las personas y a las cosas, en definitiva, al mundo bajo la influencia de una nueva perspectiva. Solo hacen falta los otros dos dedos de frente, que no debemos dejar que mojen el sudor del trabajo. Eso es todo.