jueves, 23 de julio de 2020

MINORIA DE EDAD 3

La esencia de un ser humano no es ya una virtud enraizada en la profundidad recóndita de su interior, es la ley manifiesta que preside a la sucesión de sus apariciones en el mundo, es la razón de la serie no de la unidad imperturbable en esos adentros.
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Al igual que vas por la calle de tu barrio, a veces te pasa, y reconoces a alguien de toda la vida y en lugar de alegría o indiferencia te entra un colosal pánico de que él o ella te reconozcan, cuando tienes que escuchar, pasa demasiadas veces, que siempre hay alguien culpable de lo que nos pasa entonces te entra una cólera difícilmente controlable en los primeros minutos de su erupción, pues se parece a un volcán escupiendo lava hacia los cuatro puntos cardinales. Y cuando la lava empieza a hacerse costra sobre la indestructible superstición del chivo expiatorio, es cuando también te preguntas, después de escuchar atentamente al supersticioso que te ha tocado al lado, si tal erupción tiene que ver todavía con la virtud que cree lleva enraizada dentro. Y si en defensa de esa virtud se ve obligado a bramar y lanzar su fuego contra los infieles.
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Y es que a ningún ser humano le llega la virtud de la bondad si no aprende a corregirse, a considerar la posibilidad de hacerse una enmienda a la totalidad, que no tiene nada que ver con hacerse el harakiri. Después de más doscientos años de la muerte oficial de Dios toda la ilimitada sensibilidad acumulada ha acabado alojándose  entre las cuatro paredes de una conciencia dominada por las supersticiones de siempre. Y sino que se lo digan a Walter Scott, que bajo un retrato suyo expuesto en la Galería Nacional de Edimburgo cuelga una nota admonitoria en la que se escribe, como se advierte del peligro de muerte en una cajetilla de tabaco, que su visión de Escocia estaba nublada por tintes románticos y muy alejada de la realidad. El escribidor de la nota, se supone que por falta de espacio, no dice de qué realidad se trata y cuál es la distancia exacta de ese alejamiento.
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No es tanto que el sujeto, huérfano sin consuelo después de aquella defunción celestial, no se sienta mayor de edad, sino que le da miedo reconocerlo en el ámbito de la esfera pública tal y como la vamos entendiendo aquí. Desde aquella muerte hay esperanza para todos lo otros seres vivos, pero no para el más consciente de todos ellos. Su única esperanza es la renovación confiada de su propia experiencia junto a los otros huérfanos. La pelea no es contra una negación, sino contra una ocultación que no es lo mismo. Un encubrimiento, un disfraz o un carnaval constante de la mayoría de edad mediante el uso de las palabras, los gestos y las vestimentas de los pocos años. Nadie no puede no tener conciencia de su mayoría de edad, aunque bien es verdad que el juego de las supersticiones puede obrar maravillas para su ocultamiento. No hay chivo expiatorio, por muy sofisticado que sean sus promotores a la hora de que se lo compre la mayoría de clientes, que pueda hacerse cargo de todas las posibilidades de aparición del ser humano en el mundo.