PRESENCIA INEXISTENTE
Como suele suceder en estos encuentros cinéfilos la cosa no fue para tanto. O no fue a mas. La resistencia que opone el espectador delante de la película cuando tiene que hacerse cargo de la presencia de su ser dentro de la película, opera siempre a favor de que las dos horas que se pasan juntos acaben siendo poco interesantes. A no ser, como dicen algunos de los espectadores, que el interés radique en lo que se vislumbra, por decirlo así, desde las almenas de su fortaleza desde donde han decidido colocarse para ver la película. Lo cual, dicho sea de paso, es interesante pues demuestra la imbricación que tienen los dos movimientos necesarios de la misma acción, primero hay que ponerse delante de la película y en segundo lugar hacer acto de presencia dentro de la misma. Todo ello dibuja con acierto la puesta en escena de lo que significa la expresión convocante “hemos quedado tal dia para conversar sobre la manera en que ha afectado a cada espectador la visión de la película tal.”
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Lo que ocurre es que todas las preguntas que nos hagamos de los protagonistas, Ferraud y D’Hubert, tanto de su situación profesional como de sus impulsos elementales no son determinaciones absolutas de su manera de ser. Son mas bien, a su vez, momentos de la conciencia de los espectadores mismos que los mueve, ilumina e impele. En ella lo inevitablemente empírico, que el espectador que todavía esta delante de la película solo puede reconocerlo en la facticidad del duelo que mantienen durante quince años Feraud y D´Hubert, está indisolublemente ligado a la libertad de cada cual, que con las imágenes delante de la vista se puede convertir, como de hecho ocurrió, en atracción por parte los menos y en repulsión por parte de los mas. Atracción debido a la belleza estética indudable de las imágenes que acompañan a los sucesivos duelos, repulsión por no sentirse identificados en absoluto con los modos de resolver las diferencias en una época tan lejana de la actual.
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Ya dentro de la película, lo que si acabó siendo interesante fue descubrir la valía y la audacia de la estructura narrativa elegida por Ridley Scott para contar su historia. Sin que se pueda ver en ello nada contradictorio con lo dicho anteriormente, pues tan alta valoración ha sido fruto, aunque parezca mentira, de lo que unos y otras hablaron con sus palabras o dejaron ver con sus silencios, lo que sigue manteniendo vivo el interés por la convocatoria de estos encuentros de conversación cinéfila a pesar de su asegurado fracaso. Javier Gomá lo ha dicho con claridad, no hay vuelta atrás en la sociedad de masas ni en esa subtrama de la misma que es la vulgaridad narcisista de sus miembros. Pues esta es una fusión inevitable del encuentro, nunca antes habido en la historia de la humanidad, de dos forma excelsas de belleza largamente anheladas y veneradas por la imaginación de los hombres y las mujeres: la de la libertad y la de la igualdad. No hay mejor momento para “disfrutar” de esta paradoja de la subtrama de la sociedad de masas en ciernes, que ver a los espectadores, o los lectores, peleando de forma agónica con sus fantasmas para no entrar en la tensión narrativa de la película, o de la novela, que los llama encarecidamente desde su interior. Es decir, no hay mejor “disfrute” que verlos peleando por quedarse plácidamente surfeando sobre las crestas de las imágenes y las palabras.
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Dentro ya de la película, decía, la estructura de la misma es una respuesta al hecho de buscar el sentido narrativo no tanto en la unidad causal de la historia (vease por comparación Guerra y Paz, la película de King Vidor inspirada en la novela homónima de Lev Tolstoi) como en la seriación de una de sus partes, que pasa así a tener un valor propio y apropiado por si misma. En la película “Los duelistas” la obsesión de Feraud por salvar su honor, peleándose mediante duelo durante quince años con D’Hubert, se convierte en la esencia misma de la película, dándole todo el sentido a la misma. Cada una de las escenas de la serie sobre la obsesión de Feraud, estratégicamente acompañadas por una puesta en escena y una fotografía que hacen realzar la intensidad respecto a la anterior, sin dejar de ser la misma obsesión, mueven la película con el propósito y en el sentido que ha imaginado el director norteamericano. Un propósito y un sentido que, como no podía ser de otra manera, están a servicio de la estructura misma a la que pertenecen, y que no es otro que renovar la obsesión de Feraud para que siga siendo la misma (y que filmada así es también la de todo ser existente) en lo que habrá de venir después de su derrota en el último duelo con pistola, que es un correlato de la derrota del emperador Napoleón. De esta nueva manera de tratar la obsesión se encarga quien ha ganado en el último duelo, D’Hubert, al perdonarle la vida a su rival dejándolo, por así decir, muerto en vida. D’Hubert inaugura así, con mucha anticipación, la indiferencia moderna con que se resuelven los duelos actuales. Al considerar al otro no como un par con los mismos derechos (ritual irrenunciable del duelo tradicional), sino como algo realmente inexistente. Síganse, como ejemplo, el linchamiento mediático que se ha hecho ley imperiosa en los duelos digitales actuales.