miércoles, 22 de abril de 2020

LA MONTAÑA MÁGICA 9

MIMADO POR LA VIDA
El lector actual, quizá haya que repetirlo una vez mas piensa Telmo, es hijo legitimo del desencantamiento que inició su andadura pocos años después de las fechas que el narrador sabelotodo ha fijado como el marco histórico de la montaña mágica, donde poder celebrar la poética de sus palabras, que dicho sea de paso parecen que vienen de un lugar que a veces es sin por qué y otras de un lugar donde todos sucede siempre, nunca en cualquier caso en los inicios del siglo XX, antes de la Primera Guerra Mundial. Lo cual hace que todas las tardes Telmo abandone su casa, ese sitio seguro de una gobernanza fiable, para subir al sanatorio del Berghof a conversar con sus internos, en particular, por su puesto, con aquellos que el narrador sabelotodo saca mas a escena, sin duda con la intencionalidad que lo anima a contar, que no puede ser, como es fácil imaginar piensa Telmo, el saber mas, sino saber de otra manera que es lo mismo que decir que saber en otras compañías. Parece claro que la elección de Davos y el sanatorio de tuberculosos a ese pueblo suizo apegado (Telmo tenía duda si decir agregado, pero con el paso de las páginas tiene mas claro que el pueblo y el sanatorio son dos entidades apegadas la una a la otra como lo puedan ser, para entendernos, la mano y el guante o en el extremo la uña y la carne). Lo que Settembrini no puedan imaginar, desde la atalaya donde se dirige a Hans Castorp, la de un pedagogo le gusta decir a éste, es ese desencanto que será la herencia de las gloriosas ideas que, respecto al progreso y la felicidad de la humanidad como una meta alcanzable más pronto que tarde, proclama Settembrini en voz bien alta para que Castorp las haga suyas lo antes posible, y que al oírlas Telmo, heredero directo del fracaso de su esperanza en nombre de todos los lectores que hayan leído, o que la puedan, la montaña mágica, no puede por menos sentarse a meditar sobre cual es hoy su validez y, por tanto, la del personaje que las encarna. Pues, piensa Telmo, el pedagogo italiano es uno de los pilares sobre los que se aguanta la estructura de la novela de Mann, y eso que todavía no ha dado señales de vida Naphta, su contrapunto más acabado, al decir de los comentarios que Telmo ha leído y escuchado antes de sumergirse cada tarde en el corazón del Berghof. Tampoco puede el lector Telmo asimilar, como algo propio de la época de la novela, la expresión “niño mimado por la vida”, hecha por Hans Castorp delante de Settembrini como un gesto no de falsa modestia, sino de una expectativa lectora traducida en una incipiente humildad a desarrollar páginas masa delante. No puede, entre otras cosas, porque esa misma expresión, u otra similar, es hoy el calificativo mas acertado para señalar las conductas de miles y miles de jóvenes de la edad de Hans Castorp, que ni siquiera pueden llegar a ser conscientes de ello, ya que antes de que se les pueda pasar por la cabeza ese alto en su carrera ya han atornillado en la base de su cerebro lo único que tienen claro, a saber, que todo lo que poseen y hacen es porque así lo quieren (entendido como la acepción volitiva del querer) y porque, faltaría más, se lo merecen. Así respiran las palabras y la voz del narrador sabelotodo en las primeras páginas de la novela, o, a punto de concluir el capítulo de la celebración del Carnaval en el Berghof, es el propio Hans Castorp quien las repite en su dialogo con Sentembrini al que, tal vez aupado o espoleado por la atmósfera carnavalera, le llama de tu en una conmovedora y excelente escena. Probablemente la idea que, desde Homero, fertiliza toda la literatura occidental y que no es otra que todos los viajes llegan al mismo sitio (ese lugar del que hay que volver) es la que inspira al narrador sabelotodo y a la que se adhiere Telmo para traer al regazo de su alma las filípicas, por decirlo así, que Settembrini le lanza a Castorp y el desparpajo carnavalero que adopta éste, después de  meses hablando con el humanista y filosofo italiano. Settembrini podría decirse que, varado como un dragaminas en el Berghof, viaja con su imaginación para encontrarse a sí mismo, aunque Telmo no puede dejar de atisbar en el exagerado énfasis que pone en sus palabras un hálito de engaño o, mejor dicho, de autoengaño o de falta de autenticidad no necesariamente ofensiva para el oyente. Hans Castorf, por su parte, igualmente encerrado en el sanatorio que al final lo ha admitido, dándole así el estatuto de enfermo, viaja con su imaginación para encontrarse con su abuelo, verdadero mentor (al quedar huérfano siendo aun niño) de sus afanes profesionales en campo de la ingeniería naval. Sin embargo, el viaje de Settembrini y el de Castorp se parecen en la incertidumbre del regreso, el día que salgan del sanatorio. Temen en silencio si todo lo que dejaron en sus respectivas casas y lugares de procedencia (Hamburgo e Lombardía), cuando se internaron en el Berghof, no siga en pie cuando vuelvan, y si no es así a donde se ha ido o si ha desaparecido para siempre. Telmo piensa que esos temores y temblores son permanentes, atraviesan todas las épocas. Así lo quiere el narrador sabelotodo y así lo siente, también, aquel lector que lo sigue sin separarse un metro ni un instante de su lado, mientras tiene las páginas de la montaña mágica entre las manos.