martes, 14 de abril de 2020

LA MONTAÑA MÄGICA 3

EL JARDINERO DE DIOS
Dice Telmo que uno de las efectos saludables que tiene leer hoy la montaña mágica (entendiendo como hoy el presente que no es el pasado que se fue y que no es tampoco el futuro que no ha llegado todavía, a lo que hay que añadir ese ectoplasma baboso que llamamos, por llamarlo de alguna manera, rabiosa actualidad vírica), es que sumerge al lector que decide afrontar su peripecia, hoy arrestado en su domicilio por mor de la actualidad insoslayable del virus de marras, en un jardín de paz y tranquilidad, donde el aire mas puro convive de tu a tu con una de la mas terribles de las enfermedades que ha padecido la humanidad como es la tuberculosis, pues todo ello es conservado y cuidado con el mas delicado de los esmeros por el jardinero de Dios, como diría Leibniz, es decir, por le narrador sabelotodo que ha construido Mann para la ocasión. Gracias a sus palabras (qué diferentes son a las de nuestras autoridades sanitarias que nos narran cada día la rabiosa actualidad vírica) a las pocas páginas de comenzar la narración, Telmo sabe que la visita que Hans Castorp hace al sanatorio del Berghof, donde esta hospitalizado su primo, va a durar siete años en lugar de los tres meses que el protagonista confiesa en sus conversaciones con Joachim. Luego, Telmo como lector también se va preparando para esta larga estancia en el Berghof, con la seguridad y tranquilidad que le proporcionan esas palabras iniciales del narrador sabelotodo, o Jardinero de Dios, por seguir con la acepción de estirpe leibniziana. Y lo que va descubriendo, con un inesperado interés, es que ese cara a cara que se ha mencionado antes, combinado o haciendo cohabitar en su cabeza aquel presente y su rabiosa actualidad vírica, no solo tiene que ver con la enfermedad y su entorno montañoso, lleno de un aire puro que, en principio, podría pensarse que no se aviene demasiado con la podredumbre que llevan los enfermos del Berghof en sus entrañas, ese cara a cara piensa Telmo, tiene que ver, y aquí radica los mas importante para él como lector, con los propios enfermos y sus médicos cuidadores, y por su puesto con él mismo esta vez sin el estorbo y el estigma de la mascarilla. De repente, Telmo que se encuentra quieto como un poste dentro de lo que él llama un arresto domiciliario sin que nadie le diga de que se le acusa, aunque los agentes que vigilan que el arresto de cumpla a rajatabla según dicta el decreto ley de las autoridades competentes, a su vez encerradas, mas si cabe, en la torre de marfil de su poder, donde vive la legislatura que le marca la ley que no funciona por decreto, aunque esos agentes le digan, que el arresto va en serio. Valga decir también, que Telmo decidió leer la montaña mágica porque el tiempo de arresto que impone la presencia del virus de marras le parecía oportuna para saldar, digámoslo así, una cuenta pendiente, que en condiciones normales de salud publica nunca habría  encontrado el tiempo para hacerlo. Mas por razones de agenda lectora que por la estricta necesidad lectora de esa novela. Lo que, al fin y al cabo, ha ido descubriendo Telmo al encerrarse cada tarde en el Berghof, cara a cara con los enfermos, médicos y enfermeras, Hans Castorp a la cabeza, y, como no, con el narrador sabelotodo, sin máscaras ni distancia social obligatoria, es lo que significa la vida digital en la sociedad del presente (ahora en la rabiosa actualidad unicamente digital), digamos, cien años después de la época en que se desarrolla la novela de Mann. Lo que quiere decir Telmo es lo que se va haciendo obvio, que el cara a cara ha desaparecido casi por completo entre los seres hablantes de nuestra sociedad, sobre todo entre los seres hablantes mas jóvenes. Lo que el virus de marras ha traído con su contagio masivo, no es tanto una enfermedad, que sí, sino la actualización o reseteado (dicho en lenguaje digital) de las prácticas ya muy habituales entre los seres hablantes, en las que la conversación cara a cara cada vez tiene menos peso significativo, dándose el caso, que lo avala una experiencia que todo el mundo puede dar fe de ello, que consiste en ver a una familia o un grupo de amigos sentados alrededor de una mesa y todos, absolutamente todos, están conectados mediante sus teléfonos Mobil a una realidad que, evidentemente, no es la que debería formar entre todos los que han decidido sentarse juntos alrededor de una mesa durante un rato, haciendo esa realidad inexistente al igual que sus potenciales constructores. Es bien seguro que el jardinero de Dios, si tuviera la oportunidad de contemplar esa escena, intervendría de inmediato llamando la atención de los protagonistas. Se colocaría en medio de la reunión, ya haría todo lo posible para hacerse un hueco, y empezaría a interpelar a cada uno de los allí presentes, como hace en la montaña mágica con Hans Castorp, o su primo Joachim, o el inefable Sentembrini, mediante la descripción de sus innumerables intercambios e miradas o de palabras o  insinuaciones racionales o explícitas ambigüedades. Todos allí cara a cara y, sin embargo, todas allí también cargadas de sus oscuros secretos (esa otra forma de mirar, al que no llegan los hechos, sin llegar por ello a ser hechos alternativos) para descubrir y subrayar el horizonte de inteligibilidad de cada uno, y denunciar así, delante de sus narices-a-una-pantalla-pegadas, que lejos de estar únicamente dentro de la pantallita de marras, están todos totalmente afuera, en tránsito hacia los otros que están a su lado.