FANTOCHE 2
No fue de otra manera como Telmo lo pensó por adelantado, sino tal y como lo registra la voz del narrador sabelotodo, a saber, que no es exagerado afirmar que un fantoche debe estar sano y ser normal, y que la enfermedad hace al ser humano distinguido, inteligente y especial. Suena demasiado romántico, ¿no?, se auto interrogó Telmo. Es que cree que el fantoche es la ultima encarnación de aquel viejo romántico que, a parte de construir un carácter que ha perdurado hasta hoy, le dio nombre a toda una época. Antes de ponerse a leer la montaña mágica, Telmo volvió a mirar sus apuntes sobre la vigencia del arte moderno en un momento histórico caracterizado por la fuerte presencia en los medios de comunicación de lo que se ha venido llamando arte contemporáneo. En aquellos aparecía un subrayado en el que la figura de Thomas Mann era, por decirlo así, el ultimo narrador del siglo XIX. También que el orden de lectura de sus obra mayores sería el que sigue: primero Los Buddenbrook, a continuación la montaña mágica y por último Doktor Fausto. Fue entonces cuando Telmo se dio cuenta que no había seguido tal recomendación, pues aunque si había leído primero la novela de la gran familia hanseática, su segunda lectura fue la del Doktor Fausto, dejando para lo ultimo la montaña mágica en la que ahora se encontraba inmerso, bajo el arresto domiciliario que iba en serio. Estaba con todo esto ocupando su cabeza cuando le vino de repente a la cabeza el nombre de Naphta, el rival o contrapunto del inefable Settembrini, tal y como había leído en una sinopsis de internet. ¿Donde estaba Naphta? ¿Estaba allí, en el sanatorio del Berghof, desde la primera página, pero el narrador sabelotodo no se había dignado, por razones estratégicas de su voz (¿por qué, sino?) a hacerlo presente ante Hans Castorp y compañía ni, claro está, darlo a conocer al lector Telmo, que afianzaba cada día su atención y lealtad al relato del narrador sabeloto? ¿Es Naphta, pensó in extremis Telmo, la encarnación del particular fantoche que acoge la montaña mágica? El fantoche, visto así, como un mito de la literatura universal, nunca había sido catalogado de semejante manera. Llegado hasta aquí, Telmo decidió aparcar sus digresiones sobre el fantoche, así en la vida como en la literatura, hasta que apareciera el personaje de Naphta, y continuó leyendo a través de la voz del narrador sabelotodo sus excelentes disertaciones sobre anatomía y medicina, aprovechando la afición que le advino de repente a Hans Castorp, después de la entrevista que mantuvo con el gerente jefe del sanatorio del Berghof. Digámoslo rápido, tal y como lo piensa Telmo, los manuales de medicina o anatomía que relata el narrador sabelotodo son trasformados en un largo poema en prosa, por mor de una voz que, como ya hizo Homero en el mar Egeo o Cervantes en la Mancha, utiliza la geografía exterior e interior del cuerpo humanos para contarnos su particular aventura. Como ya hizo, también, con la música en Doktor Fausto, a cuenta de la transcripción de las clases que recibía Andrea Leverkun, para contarnos la aventuras del alma humana aupada en esos estratos alcanzables únicamente por los acordes y las armonías del lenguaje musical. Cabe destacar, por parte deTelmo, la curiosidad que la enfermedad despierta en el ingeniero Hans Castorp, tal y como cariñosamente le llama Settembrini, cosa que aprovecha el narrador sabelotodo para desplegar todo su talento. Castorp leía libros sobre la materia orgánica, sobre las propiedades del protoplasma, esa sustancia tan sensible que se mantiene en un extraño estado entre la composición y la descomposición, y sobre el desarrollo de sus formas a partir de unas estructuras básicas muy simples pero siempre presentes; leía con ferviente entusiasmo acerca de los misterios sagrados a la vez que impuros de la vida. ¿Qué es la vida?, se pregunta el narrador sabelotodo al seguir el itinerario de los libros que tiene Hans Castorp sobre su regazo. Y Telmo se da cuenta que se hace la pregunta como antes se la hicieron sobre las mares griegos y sobre los campos de la Mancha, sus antecesores en el arte de saberlo todo. Pero al mismo tiempo Telmo no puede evitar un estremecimiento al trasladar esa pregunta al lector de hoy. La exigencia de participación del éste es, quizá, lo más difícil de conseguir con un discurso impreso, como así lo reconocen los nuevos narradores del siglo XXI. Pues se lo impide su incurable enfermedad, a saber, la nostalgia que tiene y no disimula del narrador sabelotodo, la necesidad de tenerlo al lado mientras lee, pues no puede prescindir de la función que aquel representa y de la sintaxis como la lleva a cabo. Dicho de otra manera, es su cobijo y seguridad lo que echa en falta el lector medio de la época digital, y Telmo piensa que será así siempre, al margen de las innovaciones tecnológicas que puedan ir apareciendo. Pues es casi imposible que la educación y la cultura en una sociedad de negociantes y ociosos como la actual (la cual hace predecir un nueva y larga Edad Media, dada sus escasa posibilidad de engendrar una alternativa real que la mejore) produzca lectores sabelotodos de la talla y nivel que el narrador de la montaña mágica. No se sabía que era la vida, continuaba el narrador sabelotodo delante de los ojos atónito de Hans Castorp. Sin duda, tenía conciencia de ella, desde el momento que era vida, pero ella misma no sabía lo que era. Sin duda, la conciencia en tanto sensibilidad a ciertos estímulos, se hacia evidente en las formas inferiores y mas primitivas. Pero imposible vincular, por ejemplo, la conciencia con el sistema nervioso. Hans Castorp, hizo una mueca que contagió a Telmo que hizo la suya propia. Se produjo, así, uno de esos milagros que lleva en su seno la lectura, a saber, la relación misteriosa que hay entre lector y los personajes. Ambos dos, Telmo y Castorp se unieron, por unos segundos, en su oceánica ignorancia, a pesar de los años que le separaban respecto a lo que había sido la causa de la comunión momentánea, el conocimiento del cuerpo humano.