martes, 7 de abril de 2020

LA MONTAÑA MÁGICA 1

HANS CASTORP
Cuando Telmo decidió leer la novela de Thomas Mann, “la montaña mágica”, condiciendo con el tiempo de la cuarentena provocada por el virus de marras, no tuvo en cuenta que quizá lo mas idóneo hubiera sido volver a leer “el proceso”, de Franz Kafka, o leer las dos de manera consecutiva o alternante. La denominación de arresto domiciliario, con que el narrador de la novela del autor de Praga califica, desde las primera páginas, la situación en que se encuentra el protagonista, le parecía a Telmo mas acertada que los continuos eufemismos con que cada día los cocineros de la pandemia informativa actual trataban de contentar a la población, o al menos tratar de que su creciente indignación no se desbordara antes de que el confinamiento o el encierro o lo que fuera eso que todo el mundo estaba padeciendo se diera por terminado por decreto de la autoridad competente. Al final lo que hizo fue seguir los pasos desconocidos de Hans Castorp bajo la influencia de la sombra ya experimentada que le proporcionaron en su día los pasos de Josef K. Telmo si se dio cuenta que las dos novelas se publicaron casi simultáneamente, la montaña mágica en 1925 y el proceso en 1924, lo cual quiere decir, como así ha corroborado su afán documentalista, que se gestaron en la procelosa década anterior, primera carnicera mundial mediante. Probablemente, piensa Telmo, que debería haber leído antes la novela de Mann y después la de Kafka, aunque también piensa que el virus de marras mejor que le hubiera encerrado siendo ciudadano de estirpe luterana antes que la vaticana a la que, sin mas remedio, esta adscrito. El caso es que Telmo ha conocido a Hans Castorp yendo de viaje a Davos (montañas suizas), en cuyo sanatorio del Berghof está convaleciente su primo Joaquim debido a la tuberculosis que padece. La palabra encierro casi no la menciona el narrador de La montaña mágica, aunque cuando lo hace es para aliviar, paradójicamente, la convalecencia de los enfermos del Berghof que los ata a sus instalaciones contra su voluntad sana, digámoslos así, que todavía cumple su función dentro del cuerpo mas o menos carcomido por la enfermedad. Desde el arresto domiciliario que sufre Telmo (ahora si siguiendo la suerte de Josef K.), que será la atalaya memorística desde la que se ha propuesto leer La montaña mágica, las peripecias de Hans Castorp, según se va acercando a su destino, le parecen de procedencia histórica diferente a la de su contemporáneo Josep K., que también lo han arrestado sin explicación alguna. También es verdad que la palabra arresto tiene que ver solo con la exterioridad tanto de Josef K. como de Telmo, pues ellos ya venían practicando su aislamiento, o su preferencia por su interioridad, que ha quedado a salvo, desde hacía bastante tiempo. Sea, tal vez, la práctica de esta reclusión interior lo que posibilita en el lector Telmo que el entusiasmo de que hacen gala los pocos años de Hans Castorp lo vea como algo intemporal, y no propio de un joven que inicia su incursión en el mundo adulto con este viaje unos años antes de que todo comience en el continente europeo a deslizarse peligrosamente hacia el abismo: la Primera Guerra Mundial, en la que Telmo piensa será el otro destino que le espera a Hans Castorp una vez regrese de su visita a Davos. El dilema del narrador omnisciente, o sabelotodo, le vuelve a surgir en la lectura que hace Telmo como algo que no hace envejecer al tiempo poético de la novela, sino al tiempo histórico del arresto dentro del cual vive inmerso el mismo. El narrador sabelotodo pretender salvaguardar, y dar testimonio al mimo tiempo, del ideal de la armonía (o ataraxia, que dirían los griegos antiguos), mientras que los damnificados por el virus de marras no pueden hacer otra cosa que sobrevivir, arrestados los unos hospitalizados los otros, a los oscuros negocios políticos que su propia lógica temporal ha producido. Josef K., sin embargo, es la prueba también poética que aquel ideal ya no es posible, o al menos de la manera que lo imagina el narrador omnisciente, o sabelotodo. “Alguien debió haber calumniado a Josef K., puesto que, sin haber hecho nada malo, fueron a arrestarlo una mañana.” No obstante, Telmo intuye que hay una gramática profunda, o algo semejante, que una vez que termina su tiempo histórico, al igual que alma humana, recorre la multiplicidad de sensibilidades a la busca de esa armonía soñada. Es evidente, piensa Telmo, que ésta no se encuentra nunca en la superficie, lo que existía, lo que era antes visible al ojo humano no era otra cosa que el precepto famoso de ley y orden, sino en el mundo metafórico de la interioridad. Por eso Telmo ha acogido con tanta gratitud como goce las palabras del narrador omnisciente, o sabelotodo, que conduce con maestría indudable las vicisitudes de la naturaleza frágil y bisoña del protagonista Hans Castorp.