martes, 21 de abril de 2020

LA MONTAÑA MÁGICA 8

UN DÍA ES UNA VIDA
Todos los viajes llegan al mismo sitio, al lugar del que hay que volver, lee Telmo en un blog al que sigue. El viaje de Hans Castorp empieza a transformarse en algo parecido a lo que trata de señalar esa frase. El sanatorio del Bergforf es ese lugar del que hay que volver, pero del que el joven ingeniero esta comprobando que no sabe como se hace eso. Podría decirse, augura Telmo, que Hans Castorf, incluso Settembrini, siempre han vivido, hasta que llegaron a Davos, bajo cubierto dentro de la “tienda” que han construido, ya sea en Hamburgo ya en la Lombardía, con sus imperturbables conocimientos especializados (eso que llaman pomposamente “lo suyo” y lo de los suyos). Telmo está convencido de que no son, propiamente, “intelectuales”, al menos la intención del narrador al narrar sus peripecias no es que sea esa la percepción del lector, lo cual es de muy agradecer por parte de éste, intelectuales en el sentido de que no tienen curiosidad por lo que no saben (eso que miran con indiferencia o desdén o con explícito supremacismo, y que es lo denominan  lo otro y “lo de los otros”). No es que sean malos por naturaleza, tampoco es ésta la intención del narrador sabelotodo, en esto son como el resto de los seres humanos, pero pueden no cabe duda de pueden llegar a ser muy estúpidos, en esto se les nota mucho más que al resto de los humanos. Sea esta quizá, tal y como lo le Yadlmo, la mayor habilidad, o talento narrativo del narrador sabelotodo, valga toda la redundancia que sea menester. A saber, el hacer que el lector del siglo XXI no sienta rechazo con las peroratas de Settembrini que, fuera del contexto de la montaña mágica, son antes propias de cualquier predicador que de un abnegado y estudioso erudito, ni que tampoco vea motivos para alejarse de la tensión narrativa del libro por la falsa amenaza de la mojigatería amarillenta que pudiera detectar en la repentina adicción de Castorp por consolar a los enfermos en los últimos instantes antes de su muerte. Con es cabeza de ingeniero, incipientemente amueblada para que todo quepa entre la escuadra y el cartabón de su mesa de trabajo, bien asegurado económicamente, remilgado hasta la nausea ante la vulgaridad verbal y física de la señora Stöhr, menguante hasta querer desparecer para siempre cuando pasa cerca del la señorita Claudia Chauchat, de donde ha podido salir esa entrega a la causa de los demás en los momentos más difíciles, como es el paso de la vida a la muerte, es un enigma. Lo es también, cree Telmo, para el mismísimo Settembrini, tan laico y republicano que cuesta creer que pueda fijar su exquisita atención en estas debilidades humanas, que es casi seguro como el las calificaría, impropios del progreso y la felicidad de la humanidad a que su ideario revolucionario aspira. Cuando un día es igual que los demás en ese lugar donde habitan por un tiempo indefinido los enfermos, piensa Telmo cuando ha salido del sanatorio y se enfrenta a la vida habitual de los de allí abajo (por extensión es el lugar al que se vuelve desde donde se ha llegado, y también, por ende, es el lugar donde habitan los sanos, los que no están encerrados ni arrestados, ni donde nadie les preguntan a donde van y cual es su identificación personal) le cuesta desprenderse de esa percepción que cada vez mas verbalizan los internos del Berghof, como si todos los días no fueran más que un único día y una monotonía total convirtiera hasta la vida más larga en un soplo que, sin querer, se llevaría el viento. Cree Telmo que un día de encierro no es solo un día. Es mas que un día. Es toda una vida. Es por ello que al menos el encerrado (o el arrestado, según como cada cual se lo tome, pues nadie en representación de alguien con autoridad ha venido a nuestro domicilio a leernos nuestros derechos, si es que todavía nos queda alguno al que atenernos) debería girar su pensamiento, hacia estas latitudes temporales, en las que el tiempo del reloj se retira y entra en escena el tiempo del pensamiento, o de la poesía, o de la conversación sin tiempo. Telmo destaca - al respecto de su tic tac o del moviendo tan peculiar de mover la muñeca y enfocar la mirada hacia su esfera - como los relojes han debido dejar de funcionar en el Berghof, ni tan siquiera el narrador sabelotodo los menciona en fechas tan señaladas como la celebración del Año Nuevo. Lo que si funciona de forma permanente, si es de aparatos de medición se trata, es el termómetro con esfera de mercurio. Todos los internos, por orden médica del gerente jefe del Berghof, se tienen que tomar la temperatura corporal y enseñar el informe correspondiente al doctor cuando se lo pida. La costumbre hace que la conciencia del tiempo se adormezca o, mejor dicho, quede anulada, lee Telmo con atención precavida. Puede que entonces, si nos dejan nuestros prejuicios, un día no es un día de una vida, sino una vida, no sea del todo un disparate del poeta. Es terrible admitir que no sabemos, y que los predicadores saben menos todavía, porque se creen que lo saben todo.