La compañera de Duarte le suele decir con orgullo que ella y su marido son los mejores amigos de su hijo Daniel. Tan bien le dicen que los jóvenes como él son cojonudos, y que ella y su padre se sienten tan jóvenes como él. Por más que Duarte le insiste que los amigos y amigas de su hijo deben tener su misma edad, y que ellos han sido siempre demasiado simpáticos para el papel que tienen encomendados, siempre miran para otro lado mediante una inatención benévola o, como en la mayoría de los casos, debido a su ceguera absoluta. No sabe como decirle a su compañera que sus conductas alientan y ocultan esa corrupción de menores que funciona con total impunidad en el seno de las familias bien avenidas, y que consiste fundamentalmente en no dejarlos crecer. El sacrosanto derecho a la privacidad sin límites, por un lado, y la simpatía igualmente ilimitada, por otro, hacen que la amistad paterno filial se haya consolidado como uno de los valores con más prestigio dentro de la sociología familiar actual. El caso es que Duarte le gustaría ir al grano y decirle que todo eso de la amistad entre padres e hijos son chorradas, y que lo que han hecho con su hijo ha sido convertirlo en un niñato consentido y malcriado. No le dice nada de eso para que su compañera y amiga no la califique de aguafiestas, o facha, y todo sigue el curso que impone ese optimismo cegador. Antes de que Daniel Antúnez se le ocurriera la idea de ir a Australia a buscar trabajo de consultor informático, había estado estudiando piano en el conservatorio del barrio donde vivía. Más tarde viajó a Berlin para perfeccionar sus habilidades interpretativas musicales. Como es también propio de esta nueva amistad paterno filial, no hubo ningún tipo de oposición al requerimiento del muchacho. Daniel quería estudiar piano y eso era una razón más que suficiente para que sus padres no pusieran ninguna objeción al respecto. En el ámbito de las actividades extra escolares no tienen cabida, o están mal vistas, las preguntas para que y por qué. A las dos sólo cabe una única respuesta porque me gusta, dijo Daniel. Hasta que se fue a Berlin la vida de sus padres giró alrededor de las idas y venidas de Daniel y su piano. Al estar bajo el imperativo de la voluntad de querer hacerlo y, no tanto, vigiladas y estimuladas por el amor a lo que hace, las actividades extra escolares no tienen otro baremo de medición que cuando el alumno diga basta. Y Daniel durante todo ese tiempo no pareció que diera señales de querer tirar la toalla. Y es que independientemente de sus cualidades musicales, sus padres (y esto es aplicable a todos los adultos de la generación ninja) siempre hicieron todo lo posible por ahorrarle el esfuerzo de pensar sobre lo que estaba haciendo, lo que en la práctica, al fin y al cabo, ha supuesto una manera tratar a su “amigo” como a un idiota. Duarte dice que cuando se trata a alguien como a un idiota es muy probable que si no lo es llegue pronto a serlo. En el caso de Daniel Antúnez parece que su decisión de abandonar la música y Berlin, y dedicarse a la consultoría informática proporciona indicios, al parecer de Duarte, de que llegó a tiempo de salvar los muebles de la cordura. Antes, por influencia paterna, decidió romper con su novia, colega musical también de las actividades extra escolares, pues la chica no estaba dispuesta a dar un nuevo impulso a su carrera musical en Berlin si era al precio de abandonar a los suyos. Ella pensaba que con lo que estaba aprendiendo en el conservatorio y los bolos que les iban saliendo era suficiente para poder imaginar su futuro profesional viviendo de la música. Cuando Daniel decidió abandonar Berlin y volver a casa intentó, a espaldas de sus padres, reiniciar la relación con su antigua novia, pero era ya demasiado tarde. Se había casado con otro compañero músico y estaba dando clases de piano en el conservatorio de Zaragoza, que es donde vivían. De repente Daniel no quiso seguir con la música, lo que deja a las claras que su voluntad de querer hacer se rompió, y no, como se lamentan sus padres después de lo que le han apoyado, que lo que se ha roto es el amor por la música, sentimiento que en verdad nunca tuvo. No tener amor por la música y que todo el mundo lo descubra, en el ambiente triunfalista de las actividades extra escolares no se puede experimentar de forma impune. Y Daniel Antúnez no ha siso una excepción. Lo cual quiere decir que se apoderó de él un feroz resentimiento por haberse quebrado su voluntad de querer lo que le petaba. No en balde sea esa la explicación de que haya elegido trabajar de consultor informático lo más lejos de su casa familiar. Que es lo mismo que decir lo más lejos de sus padres amigos. Ni en mil años que viva podrá olvidar que las voces de sus padres dándole ánimos a todas horas se haya convertido en su peor pesadilla. La principal tarea de un consultor informático, según dicen los expertos, es adecuar productos software a las necesidades de las empresas que lo contratan. A diferencia de la música, la consultoría informática no admite las variaciones sobre un mismo tema, a partir de la base de que el infinito admite el desconocimiento, que no se puede abarcar. Para la informática, como para toda especulación científica, su misión se apoya en la literalidad que hace de la realidad, y así convencer al cliente que la una y la otra son lo mismo. Es lo que desde Karl Marx se conoce con el nombre de marco de la realidad objetiva. Dentro de ese marco no hay que demostrar nada, en beneficio de la búsqueda en última instancia de la verdad. La verdad no es una preocupación, ni de forma remota, del consultor informático. Lo que hace con su trabajo es simplificarlo todo para que los consumidores tengan una más cómoda supervivencia. Esa simplicidad y el desconocimiento absoluto de un continente como Australia, es la fórmula que Daniel ha encontrado para superar el dolor que le ha producido la estafa de haberse dedicado a la música durante los mejores años de su vida.