martes, 12 de junio de 2018

SENTIDO COMÚN

¿Cómo se representa aquello de nuestra subjetividad que no es socialmente aceptado? En el verano de 2011, pocos después del estallido del movimiento del 15M, apareció en una revista especializada en la renovación educativa ya desaparecida, Educación Siglo XXI, una entrevista con un socióloga británica, Teresa Mirren, en la que decía que el problema de la educación actual tanto en Inglaterra, como en la mayor parte del resto del continente, es que los alumnos no paran de hacer cosas durante sus interminables jornadas escolares, actividades extras incluidas, pero que ni sus profesores ni sus padres parecen interesados en reservar algún momento para sentarse con ellos alrededor de una mesa y dialogar sobre lo que han hecho en una o en varias de esas actividades que han realizado. Continuaba Mirren, en sintonía con lo que planteaba en el escrito de ayer Berger, que ese modelo basado, por decirlo así, en la hiperactividad sin interrupciones, priva no solo a los alumnos sino a padres y profesores de desarrollar el pensamiento sobre las experiencias que aquellos han tenido con las actividades que han realizado. Mirren no cargaba tanto la responsabilidad en el sistema educativo, esa palabra tan abstracta y  que sirve de comodín a quienes acostumbran habitualmente a salir a la cacería de los culpables, como en los propios agentes activos que lo mantienen en marcha. Una vez que el sistema educativo garantiza la alfabetización de toda la población en sentido estricto, el que aquel no provea del lenguaje necesario para poder salir de lo que dicta el sentido común, que no es otra cosa que tratar de no pensar en aquello que te puede obligar a abandonarlo, es fruto de la irresponsabilidad de quienes, personas todas ellas de carne y hueso, aguantan el sistema con sus impuestos de contribuyentes. Mirren tiene muy claro que si no hay ni tiempo ni espacio para que los alumnos puedan conversar, primero en el aula y luego en el hogar, sobre lo que han significado para ellos las actividades que han hecho durante el día, no se puede seguir culpabilizando de ello al sistema o a la cultura, etc. Pues justamente esas palabras que les faltan a quienes no saben expresar lo que sienten, o lo que con ellos hacen las actividades que hacen, no están determinadas por vía legislativa, ni dependen de voluntad política partidista alguna. Es una cuestión de paideia, como decían los griegos. Se aprenden en esos tiempos y en esos espacios de conversación sobre la experiencia de las actividades escolares, que deberían habilitar padres y profesores como parte constitutiva e irrenunciable del diseño curricular del centro educativo, y donde se desarrollaría el ejercicio de las artes básicas, a saber, hablar, escribir, pensar, escuchar, inventar..., que - precisamente por básicas - resultan tan prácticas como desatendidas por la monótona y chata fosilización en que se acaba convirtiendo el protagonismo único y excluyente de la hiperactividad de los programas académicos oficiales, denuncia la socióloga Mirren. Lo cual, al fin y a la postre, será fuente de abastecimiento de la cultura imperante de los eventos, basada también en hacer uno detrás de otro sin que haya posibilidad espacial ni temporal de poder conversar sobre las sucesivas experiencias que los ciudadanos han tenido con ellos. Es como si a los alumnos los estuviesen formando como clientes fijos y fieles de la cultura del entretenimiento. La plena alfabetización en sentido estricto no es solo una conquista histórica a favor de una mayor justicia social, sino también una nueva responsabilidad individual que de ella emana. Dicho con otras palabras, de la estricta albafetización de toda la población, otrora analfabeta, no puede surgir individuos tan pasivos o tan irresponsables como lo eran antes. La alfabetización pondría las condiciones de posibilidad para alcanzar la mayoría de edad de las personas. De la propia alfabetización social nace una pacto individual de responsabilidad hacia ese logro colectivo. Si ese pacto no se puede llevar a cabo, la alfabetización se transformará en un significante vacío, de esos que tanto abundan en la actualidad, convirtiéndose, concluye Mirren, en un nuevo analfabetismo funcional en plena época de la digitalización de la vida cotidiana. El sentido común es también el menos común de los sentidos, si lo que pretendemos es responder a la pregunta con que he iniciado este escrito, no en el sentido moral del término, sino en el sentido estricto de acceder al conocimiento.