Paulino Ordovás dice que nunca será un buen lector pues le cuesta aceptar sus limitaciones. Aunque esta confesión sólo la admite si la dice él cundo quiera y quien quiera. De ninguna manera tolera que se lo diga otro sin previos aviso, aunque nunca Sean con esas palabras. Basta que él lo interprete así. Que sea la lectura lo que logra ponerlo delante de aquellas limitaciones, o como le guste denominarlas a Ordovás, haciéndolas visibles de paso, da una idea de la capacidad que tiene esa actividad para rasgar los velos de la apariencia. Tal vez Ordovás se apunte a todos los clubs de lectura y demás actividades culturales que tiene a su alcance, como una manera de ahuyentar los efectos no deseados de semejante incompetencia. Pero cualquier se lo dice. Como en la mayoría de los otros lectores o asistentes a los eventos culturales el problema deviene de la alfabetización escolar y de loa aires de suficiencia que ha impuesto, que hoy ya forman parte de la sociedad a la que pertenecemos y del lenguaje que en ella utilizamos. Durante ese periodo en la escuela pasan más cosas que aprender y vomitar contenidos. Pero nos hemos acostumbrado a que nadie se haga cargo de ellas. La vocación de los maestros y profesores solo se puede plasmar a través de los dispositivos institucionales, y estos acaban por traicionarla y degradarla, convirtiendo su profesión y el aprendizaje de los alumnos en las dos caras de una misma moneda cuyo nombre evoca la última distopía: rendidores de exámenes. A la larga, pareciera que fue peor el remedio de la alfabetización que la enfermedad del analfabetismo. Si aprender a leer y a escribir no sirven para ser capaz de expresar lo que uno siente, ¿de qué vale tanto esfuerzo y dinero? La lectura del Quijote, último club de lectura al que se ha apuntado Ordovás, lo está poniendo ante algo que creía perdido, su capacidad de asombro. Acostumbrado a la literatura de los titulares como algo natural, al igual que la salida del sol cada mañana, las aventuras de Don Quijote y su fiel escudero las percibe como si fueran una antinoticia, que es la manera con que Ordovás denomina a la literatura. No son inevitables, como lo pueden ser la salida del sol, la caída de la niebla o los titulares que recibe puntualmente en su móvil, pero desde la lejanía con que los observa deambular de un lugar a otro, encontrándose y desencontrándose con los individuos más inesperados y participando en la situaciones menos imaginables, le están proporcionando la encarnación de una idea universal que hace palidecer por momentos a la rutina del sol, la niebla o los titulares. Contra su voluntad, Ordovás se siente extraño. Es como una aparición que no sabe cómo encajarla en el mundo mejor trabado de apariencias que ha conocido la humanidad. Lo que más sorprende a Ordovás es que Quijote y Sancho se tienen cogida perfectamente, y de forma recíproca, la medida. Es decir, que aunque parezca mentira los dos actúan desinteresadamente. Al contrario de quienes les salen al camino o en las posadas o castillos donde se alojan, que cada uno va a lo suyo. Y, por supuesto, al contrario de Ordovás que parece, al fin, adivinar lo que hay detrás del miedo a exhibir sus limitaciones. La obra cervantina se enfrenta así, probablemente sin quererlo, contra los dispositivos institucionales de la educación, que son los que, no solo aniquilan la vocación de maestros y profesores, sino que separan para siempre la ficción de la vida de los alumnos en el momento de su más intensa y feliz unión y complicidad.