Si, como dice Berger, las clases medias no saben explicar lo que sienten con lo que dicen y hacen en sus vidas cotidianas, da igual que esto sea lo que tiene que ver con su espuma que con sus hondonadas, ¿podemos seguir depositando en sus miembros - o sea, en todos nosotros - la confianza que necesita la realidad objetiva en la que creemos y entre todos sostenemos. Si uno repasa los momentos estelares de las revoluciones habidas, pongamos, la Revolución Francesa y la Revolución de Octubre (así, bien habilitadas con mayúsculas), comprende de inmediato el impulso original que las hizo posible: se trataba de luchar contra la pobreza y la ignorancia de la mayoría de la población (o del pueblo). Cambiar ese mundo de pobreza e ignorancia sería llevarlo a un lugar que aquellos visionarios creyeron era más verdadero que el que ocupaba en el momento del estallido revolucionario. Si lo miramos con honestidad el lugar que ocupa la clase media actual en las sociedades occidentales del bien estar debería dar por cumplido el ideal utópico que aquellas revoluciones propugnaron en sus dos asaltos, hace doscientos años (la revolución burguesa) y hace cien años (la revolución proletaria). Sin embargo, el malestar con que vivimos el presente desmiente ese hipotético cumplimiento revolucionario. Es como si la pobreza y la ignorancia de antaño hubiesen mutado ante el mayor poder adquisitivo y la perfecta alfabetización de que goza hoy la clase media. O dicho de otra manera, es como si la pobreza y la ignorancia fueran conceptos que no se agotan en su satisfacción material, sino que cumplida ésta viene a continuación lo más difícil e inaprensible, su satisfacción espiritual o inmaterial, que como tal modifica, a su vez, el orden mecánico de las prioridades. Ya no se trata de satisfacer primero una, la pobreza, y luego la otra, la ignorancia, sino que una vez erradicadas se funden y se vigilan y confunden mutuamente. De tal suerte que los índices de bienestar pueden ignorar o darle la espalda a los índices de sabiduría. Y viceversa. Las palabras de Berger y de Jaeger lo único que hacen es advertir, el primero, que efectivamente el bien estar económico occidental se ha desentendido del mantenimiento y cuidado de la sabiduría, pues no se puede interpretar de otra manera que bien entrando el siglo XXI la mayoría de la clase media tenga a gala no saber expresar lo que siente con lo que dice y hace en su vida cotidiana; mientras que el segundo nos hace una propuesta para corregir esa deriva en que nos hemos metido, paradójicamente con el mar en calma chicha, nada mas salir del vendaval de la pobreza y la ignorancia más letales, es decir, nos propone volver a cómo entendían estos asuntos de la navegación acompasada del cuerpo y del alma nuestros antepasados, a partir de un uso acertado y armónico de la paideia y la mayeútica. Pues al final, de lo que se trata es de aprender a discernir, una vez que tenemos los bolsillos cubiertos, es que el problema de la ignorancia de los miembros de la clase media de nuestros pecados no es que tengan la cabeza hueca: por el contrario, está llena de cosas, prejuicios, datos de todo tipo, opiniones sin fundamento, tópicos, modelos aprendidos, sino que a eso lo llamen conocimiento o sabiduría sin despeinarse. ¿Por qué le cuesta tanto aceptar a Paulino Ordovás - miembro de pleno derecho de esa clase media de nuestros pecados y latitudes - que no sabe y que ese es el principio de toda sabiduría. La cotidianidad es un cúmulo de certezas a las que está anclado sin moverse. Nunca duda de nada de lo que hace. Nunca piensa, solo opera y actúa dando por ciertas la funcionalidad de las cosas que hace. Donde sino que en la asociación de padres y madres de la escuela de sus hijos y en los clubs de lectura a los que está adscrito podría decir, basta ya, me paro y pienso sobre lo que hago. Sin embargo, no es así. En los correos que envía el coordinador de los clubs de lectura todo es aquiescencia y bonhomía. En los intercambios que se hacen los miembros del grupo de washapps de la asociación de padres y madre todo son discrepancias y mala baba. Ordovás estudió ingeniería aeronáutica en la universidad politécnica de Madrid. Desde entonces arrastra un complejo de banalidad que vive permanentemente adosado a su vida, a pesar de haberse dedicado a tareas de esas que otorgan un prestigio de máxima aceptación social. Por ejemplo, participó activamente en varios de los programas de la Agencia Aeroespacial de la Unión Europea Europea. Antes de dejarlo todo e irse con su familia al Valle de Aran, participó en un seminario sobre el pensamiento antiguo. Allí entró en contacto con Platón y con su mundo de las ideas. Oyó por primera vez que la verdad es, en última instancia, algo que se ve porque es una imagen, que es lo significa idea. Cogió la argumentación por los pelos, lo suficiente para que no se le olvidara y le sirviera para luchar contra el malestar que lo atosigaba y que lo alejaba de la felicidad, por su obsesión adquirida de perseverar en la entereza técnica a que le obligó la puesta en práctica de su profesión aeronáutica. Ha llegado a entender que esa entereza lo mantenía en pie, pero detrás de la coraza de tortuga que lo acompañaba y que le impedía inclinarse hacia algún lado. No otra cosa es, al fin y a la postre, la banalización e indiferencia del mundo y de sí mismo, de las que al día de hoy sigue huyendo.