miércoles, 13 de junio de 2018

ENFERMOS DEL ALMA

¿De qué manera podríamos sentir hoy un entusiasmo educativo utópico? ¿Como conseguir el ideal educativo en los albores del siglo XXI? Después de su fracaso (las naciones mejor educadas son de donde han salido las peores de las barbaries), ¿quién podría seguir creyendo en la potencia benéfica de la mentalidad utópica educativa? Son algunas de las preguntas que se desprenden de la entrevista de Teresa Mirren, a que me refería ayer. Así mismo la autora británica deja ver a las claras el problema que arrastra el ideal educativo vigente que, aunque ya ha fracasado, sigue agonizando entre los diseños curriculares que imaginan los agentes educativos que se niegan a enterrarlo. Un profesor de educación secundaria en un instituto de una ciudad mediana del norte de Inglaterra - cuenta Mirren en un momento de su entrevista - tomó la iniciativa de organizar proyecciones de películas a sus alumnos durante las horas lectivas. Su intención era doble. Primero provocar una conversación entre los alumnos en relación a lo que habían experimentado al ver la película. Segundo tratar de romper la herencia familiar a la que pensaba estaban abocados, y que no era otra que su incapacidad para expresar lo que sienten con lo que experimentan en sus vidas. Mirren piensa que el sistema educativo vigente no quiere admitir lo experiencial como nuevo eje organizador de su refundación, porque dejaría fuera de juego a los ingenieros educativos (pedagogos y psicólogos, fundamentalmente). Para Mirren introducir el tiempo y el espacio experimentados en el aula significa, al fin, conectarla con el tiempo y el espacio de la vida tal y como padres, profesores y alumnos la viven o creen vivirla. Mientras que mantener el modelo organizador de los ingenieros educativos significa no solo traicionar la vida de aquellos, sino asfixiarla con la Verdad de sus tesis o argumentaciones. Hay una cuestión que no admite dudas, dice Mirren, cualquier persona que se enfrenta a alguno de los dilemas que se le presentan en la vida se enfrenta a su ignorancia, a ese no saber esencial que nos constituye y que las teorías de los ingenieros educativos pretenden ocultar bajo el manto de obligar a hacer a los alumnos cosas y más cosas, sin tener nunca tiempo ni espacio para preguntarles lo que sienten cuando las hacen. De esta manera convierten a los alumnos en seres articulados (algo así, para entendernos, como los muñecos de playmobil), lo que los evita pensar - a ellos y a sus padres y profesores -, como dice John Berger en su libro mencionado, “en esa convergencia extraordinariamente compleja de tradiciones filosóficas, sentimientos, ideas sólo comprendidas a medias, instintos atávicos y presentimientos que acompañan de alguna manera a la más sencilla de las esperanzas o de las decepciones de la persona más simple.”  Una convergencia que está vinculada a la tradición oculta del alma, no tanto porque alguien con voluntad maléfica expresa la esconda en el fondo del armario o en el cuarto trastero donde se acumulan los objetos que ya nos nos hacen falta, sino porque nadie se encarga mientras nos educan, a su vez porque también lo desconocen quienes de la educación son responsables, de poner las palabras que le son propias y apropiadas a eso que nos afecta y que nos excede, a esa emocionalidad profunda que no tiene definición pero que habita en los lugares intermedios de nuestra existencia, a saber, entre lo mortal y lo inmortal, el universo y el individuo, el signo y el significado. La tradición oculta del alma se corresponde, como es fácil deducir, con nuestra inveterada incompetencia para entendernos a través de la conversación o el diálogo. Alguien que no sabe expresar a los otros lo que siente con lo que hace difícilmente podrá crear una comunidad que no sea algo más que un economato, ni sabrá tampoco encargarse y trasmitir a sus descendientes toda aquella tradición que he mencionado. Es decir, el alma del mundo. Mirren está convencida de que la renovación educativa que propone, mediante la instauración de tiempos y espacios para conversar sobre las actividades que se hacen en escuelas e institutos (en definitiva, para aprender a partir de lo que no se sabe) es una manera de, primero, reconocer la enfermedad del alma que, con mayor virulencia que al cuerpo, afecta hoy a los ciudadanos del mundo occidental y, en segundo lugar, porque cree que es el método, por decirlo así, que mejor haría posible su necesaria y urgente curación. Por otro la lado, dice Mirren, a los alumnos del profesor de instituto les gustó ir andando al cine en horario escolar. Les recordaba los fines de semana de sus años infantiles Seguramente también recordarán la experiencia con gratitud cuando sean mayores, pero el profesor que trató de que hablaran sobre lo que habían sentido con lo que habían visto en la pantalla, comprobó que para ellos el argumento de las películas y el de sus vidas eran semejantes. De eso fue de lo que, al fin y al cabo, hablaban al reunirse alrededor de la mesa del instituto.