El viaje de vuelta a Roteburg desde Nuremberg tenía el sello indiscutible de la DB (la Renfe alemana, para entendernos). En el corto recorrido que separa las dos ciudades, había que hacer dos transbordos. A estas alturas de mi condición de usuario anual de la DB, creo que no seré capaz de adquirir la mínima confianza en sus impecables servicios, a los que cuando quedo fuera de su influencia, es decir, cuando no los tengo que utilizar, reconozco que es de los mejores, por no decir el mejor servicio de transporte público del continente europeo. ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que me pasa?, le pregunté a Duarte. Me vio nervioso, más nervioso de lo normal, pues no contábamos con los imponderables que, incluso, el sistema mejor organizado no puede soslayar. De repente, el tren perdió velocidad y se paró. Lo primero que hice, no sé por qué, fue mirar el reloj y de reojo a Duarte. No llegó a pasar ni un minuto cuando una voz, entre acusmática o enlatada y en directo, no supe distinguirla, dijo en alemán, que Duarte me tradujo con toda diligencia, las causas de la parada no prevista del tren. No dijo, sin embargo, que eso no afectaría en absoluto a los dos transbordos que teníamos que hacer lo viajeros cuyo destino era Roteburg. No te preocupes, me susurró al oído Duarte, esta gente sabe lo que se hace, nosotros viajemos donde viajemos y estemos donde estemos, nunca nos podremos quitar de encima, incluso nos lavemos como nos lavemos, esa roña que produce paulatinamente el resentimiento y la desconfianza hacia lo que sostenemos con nuestros impuestos. O dicho en román paladino, dijo frunciendo los labios de forma irónica, cree el ladrón que todos son de su condición. No dije nada, pues sé que somos hijos legítimos del lazarillo de Tormes. Sencillamente le cogí la mano a Duarte y me puse a mirar a través de la ventana. Después de “predicar” en los clubs de lectura o tertulias literarias hasta decir basta, aquello de que no hay leer ni mirar literalmente, no iba a caer en la trampa de sentirme molesto por creer que Duarte me había llamado ladrón. Lo que no fue óbice para que reconociera que esa frase hecha, dicha en la actualidad y en el centro del continente europeo, rebasaba el ámbito hispano y su proverbial obsesión por meter mano en la caja común, alargando su sombra o influencia a muchas de las actitudes o puntos de vista que han aparecido frente a lo que acabábamos de ver en Nuremberg, durante los dos días que habíamos estado visitándolo. ¿Cómo sino se explica que de aquellas barbaries y el legado de sus ruinas, vengan estos cuentos de hadas? Salimos de aquella nunca antes vista convergencia de furia y fuego en forma de una clase media más o menos acomodada y nuestras vidas se rigen, al menos de acuerdo a la corrección oficial, bajo el imperativo de “mira que feliz soy”. Se nos han solucionado todos los problemas. Ergo, no tenemos más que exponer lo felices que somos. Cogemos un ordenador y le damos a todas las teclas y para firmar le damos a la última tecla, click. Hala.
El tren se puso en marcha pasados más de los cuatro minutos que teníamos para hacer el primer transbordo. Apreté la mano de Duarte, como cuando el avión inicia el despegue, y conté hasta mil. Me puse a pensar en el autorretrato de Durero, que tanto le había fascinado a Duarte (¡qué guapo!, ¡guapo!), por si había en él algo de lo que justificara el primer renacimiento alemán, con su vuelta a la estética de la Grecia antigua, que se perdió o lo perdieron quienes, como Albert Speer, también abogaban por el ideal griego para la construcción, en el definitivo intento, de la gran Alemania. Ciertamente Durero, como su discípulo más aventajado, Rafael Sanzio, trasmitían en sus autorretratos una imagen apolínea indiscutible, que también lo conseguía Leni Riefenstahl en sus documentales y con sus propias auto fotografías, no así muchos de los jerarcas del régimen nacional socialista, que se pusieron delante de su cámara con la vana ilusión de que pudieran salir beneficiados. Caí en la cuenta, entonces, al comparar el primer renacimiento de los Papas y con el del tercer Reich del Holocausto, que lo que les diferenciaba y, por tanto, los hacía radicalmente diferentes, era el furor del resentimiento industrial que inspiraba al segundo tiñiendo a todos los otros sentimientos más allá de la época de la que duró. pongamos, incluso, hasta el mira que feliz soy de hoy mismo, frente a la expresión natural de los sentimientos humanos, que brotaron con todo su esplendor después de siglos de constricción vaticana. En el rostro de Durero había un indubitativo fulgor por la nueva luz construida para ese nuevo amanecer del que su cara era, Duarte dixit, el mejor portaestandarte, en el de Riefenstald, sin embargo, lo que sobresalía era el brillo que destilaba la sombría pesadumbre de una amenaza oculta de lo peor tras lo rostros de los jerarcas nacionales socialistas y de muchos de los planos de su documental la voluntad de poder. Como estaba previsto, llegamos tarde a la estación donde teníamos que hacer el transbordo. Con nosotros se bajó también una familia con dos o tres niños pequeños, uno de ellos todavía era un bebé que iba en su carrito. Duarte me hizo un gesto con el brazo y me miró buscando mi complicidad. Estamos salvados, dijo en voz alta, lo que hizo que la madre de los niños volviera la cabeza sonriendo. No le hizo falta traducción, pues entendió a la primera cuál era mi nerviosismo. Puso su rostro más comprensivo y señaló con el dedo al otro andén. Allí una funcionaria de la DB esperaba en posición de firmes, como recalcando que ese tren no iba a arrancar, y no tanto como reproche a los que llegábamos tarde a la cita del transbordo. Media hora más tarde llegábamos a Roteburg a la hora prevista. Después de pasar por la pensión Elke, y recibir los parabienes de su dueño y dependiente del colmado que la ocultaba en sus traseras, nos dirigimos al restaurante Mytos a cumplir con la promesa contraída con Robin de Tesalónica en el viaje de ida a Nuremberg. En su afán por seguir siendo amable, nos ofreció un vino Griego para que brindáramos con él por nuestro improvisado encuentro.