El caso fue que un amigo me recomendó que viera la película “El silencio del mar”, de Pierre Boutron, que a él le había parecido muy buena. Y como ahora tenemos entre manos el estudio de los asuntos del alma, interpreté que la bondad de la película era una expresión que le salió de su alma. Deduje, entonces, que si la cosa iba entre almas (mi vino a la cabeza que hay una película que se llama Entre copas) valía la pena verla. No me equivoqué en la apreciación. Teniendo en cuenta los riesgos que acepta el director en la puesta en escena, el amor que surge entre un oficial nazi y una profesora de piano de un pueblo de la Francia ocupada. Valga decir, que Boutron vuelve sobre lo que Melville había filmado por primera vez allá por los años cuarenta. ¿Cómo se pueden hacer visibles los anhelos del alma, sin que se vean entorpecidos por los deseos del cuerpo, en un contexto tan hostil a esos menesteres y entre dos personajes destinados a realimentar su odio nada más verse? En fin, ¿cómo hacer viable lo que siempre está oculto en las relaciones habituales entre personas, piensen lo piensen o esté Dios de su lado o en contra? Antes de ver la película parecería una pregunta impertinente a un cuerpo como el nuestro en la actualidad pertinaz en su positivismo mecanicista, o, por decirlo con otras palabras, una pregunta imposible de contestar por un cuerpo más espiritual? Pero después de verla, a mi entender, obró el milagro de sentar alrededor de una mesa a seres tan disímiles. Los dos, si son honestos consigo mismos, habrían descubierto, a tenor de cómo se cuenta la historia, la dimensión exacta de su ignorancia. Y hablo de honestidad del espectador en el momento que se encuentra delante de la pantalla, pues este es el punto de vista que el narrador le exige al espectador, para estar a la altura de la de los protagonistas. Pues en la escena final de relato, no puedo no creer al oficial nazi e igualmente no puedo no creer a la profesora de piano. Y el espectador no puede hacerlo porque, aunque me parezca increíble de acuerdo a las expectativas que se me levantaron al principio, estoy con ellos compartiendo ese lugar permanente donde no tiene cabida las palabras habituales con que justificamos lo que hacemos, y menos los asuntos que no entendemos. Digamos lo permanente, lo que sucede independiente del uniforme que llevamos puesto y del lado moral que hayamos decidido ocupar, incluso en situaciones históricas tan aparentemente indiscutibles a la hora de tomar partido, como es la experiencia del nazismo.
De donde sale ese nazi tan educado y de donde ese paulatino interés por esos modales inopinados de la profesora de piano es un misterio. Sin embargo, el misterio se va apoderando de la atmósfera de la película, aunque el insiste en su comportamiento y ella en su silencio por que aquel ha ocupado su casa contra su voluntad. Un misterio como lo es la música de Bach que los une y empapuza, hasta el adiós final de ella, únicas palabras que le dirige durante toda la película, antes de que él parta sin ninguna convicción para el frente ruso seguramente a morir por Alemania y porque así lo quiere el Furher. Un misterio que está hecho del mismo “material” de ese lugar, también misterioso, de donde viene lo que vemos de la conducta de él, que se abre paso sin aparente resistencia entre el dogma de odio e hierro de la ideología que su uniforme representa, y de la conducta de ella que se abre paso igualmente contra su férrea voluntad de resistente. Un lugar misterioso que es imposible de topografiar con ninguna de las técnicas más modernas de representación gráfica de las superficies terrestres y, por extensión, de la superficie del cerebro del cuerpo humano que por ellas transita de aquí para allá cada día. Cualquier intento por parte del espectador de querer revelar ese misterio es confundirlo, y confundirse, con el suspense propio de las pelis de este género, cuyo pacto con el lector es asegurarle que es lo suficientemente inteligente o perspicaz como para desentrañarlo. Los une la música, que es donde se encuentra la esencia verdadera de lo que son, como para los antiguos alquimistas la moneda redonda de oro o de plata tenían la misma esencia que el sol y la luna. Y lo realmente deslumbrante es que el carácter explícito de las imágenes de la película sean capaces de llegar a la intimidad del espectador, tan ambigua y delicuescente. Tan difícil de dejarse abordar por un lenguaje tan directo y evidente como el de las imágenes, y dejarse a continuación acompañar hasta esa esencia de los protagonistas, que, al tiempo, da forma al lugar donde se está dirimiendo la esencia de todo lo que está viendo, por otro lado, como una película más de la larga lista que dan cuenta de la experiencia de la ocupación de Francia por los militares del régimen nacional socialista.