Ya hace casi cien años que Proust dejó escrito que una imagen, de las múltiples que nos ofrece la vida, nos traía en realidad sensaciones o evocaciones múltiples y diferentes. Algo así fue lo que me paso a mi con el torreón de Daniel de Nördlingen. Lo primero que vi, nada más que Elvis nos dejó en la ciudad imperial de la ensaimada, fue la iglesia de San George anexa a la cual se encontraba el torreón que menciono, desde el cual, también fue lo primero que leí al pie de su imponente estructura, en la época imperial se llevaba a cabo el control de entrada y salida por las diferentes puestas de la ciudad, y la vigilancia cuando llegaba la noche. Apartándome de la idea de matriz historicista conocida como el continuo global de la imagen, las ciudades amuralladas, tal y como nos han llegado hasta el momento actual, son algo más que el testimonio renovado de una forma de concebir el urbanismo felizmente superado. Lo que quiero decir es que son algo más que una traza urbana. Paseando por una ciudad amurallada puedo tener una sensación de Libertad que es imposible rodando (es igual a que velocidad) por una autopista. Lo cual me ha hecho reflexionar sobre ese sentimiento, llegando a la conclusión de que no es un patrimonio asociado de forma exclusiva a los lugares abiertos ni a las sociedades modernas. Elvis, en su afán por ser amable y, también, por hacer su jornada laboral más llevadera, nos había hablado del torreón Daniel como uno de los atractivos, a parte de las murallas, que no debíamos dejar de visitar. Me resultó sorprendente que un hombre de aspecto tan indudablemente de hoy en día, hiciera incapié en esos detalles tan, digamos, antiguos. Cuando Duarte le preguntó el por qué de ese interés, Elvis vino a decir, según traducción de Duarte, que desde el torreón Daniel se hacía, para entendernos, la función de los antiguos serenos en España.
La mejor palabra que define al torreón de Daniel es “entre”, que es la que a su vez define ese sentimiento profundo que llamamos alma. Y es que el torreón de Daniel no dejé de verlo durante el recorrido que hicimos dando la vuelta completa a la muralla. Lo que lo convirtió ante mi mirada en el alma de Nördlingen. Probablemente las palabras de Elvis, debajo de esa coraza de entrañable perdonavidas, nos trataron de insinuar algo de esto. Algo, por otra parte, comprensible si tenemos en cuenta que las ciudades que han perdido sus murallas medievales han perdido, no quiero decir su alma porque yo no soy quien para hacer este tipo de prescripciones, pero si al menos el centro desde donde ella operaba. La caída de las murallas en nombre de la higiene que demandaba el Progreso abrió un horizonte de salud indudable, pero con el paso de los años se ha convertido, paradójicamente, en salud enfermiza, que probablemente no afecte en su peor morbosidad al cuerpo, pero si a eso que, repito, llamamos alma. Que se encuentra entre el sujeto y el objeto, el Yo y el Otro, entre el que habla y el que escucha, entre el sonido y el silencio, entre lo de afuera y lo de adentro, entre arriba y abajo, entre lo que se sabe y lo que se ignora, entre lo sólido y lo liquido, entre lo de allí y lo de aquí, entre la quietud y el movimiento, entre lo visible y lo invisible. Entre, es decir, Flotante. En su indiscutible y sólida robustez el torreón de Daniel me pareció mientras iba dando la vuelta a la corona amurallada, y si me atenía a la misión que le habían encomendado durante tantos siglos, un espacio y un tiempo flotante. Hay que subir 71 metros distribuidos en 8 plantas, escalón a escalón, para llegar a la cima del torreón de Daniel, y divisar los tejados de la ciudad, y más allá, los bordes que dejara hace miles de años el meteorito. Desde allí arriba puedo decir que divisaba todo, incluso localicé los campos de las dos batallas de la Guerra de los Treinta años que, como ya he dicho en otro escrito, allí tuvieron lugar.