jueves, 22 de febrero de 2018

ELVIS

La tristeza a que me refería ayer, dicha como algo más físico que emotivo tal y como me sentí nada más que Duarte tomó la decisión de no pedalear ese día, anclaba sus raíces, según como lo pensé después, en un antiguo temor que he oído tiene todo viajero, a saber, el ponerse a viajar para no llegar. Los que así razonan no se refieren al no llegar físicamente, sino no hacerlo con la conciencia que, es bastante probable, se haya quedado enredada en su propio laberinto. La tristeza que, en ese momento, impremeditadamente se me había echado encima, tenía que ver tanto con el descanso que le iba a dar al cuerpo, como con la confusión en que se iba a meter mi mente. Una confusión mental que una vez se supiera ya libre de las molestias que no le iba a proporcionar un cuerpo en reposo, seguramente derivaría, como así sucedió, hacia ámbitos mas propios de la melancolía, en los que aparecerían las eternas disputas entre el espacio y el tiempo. Digo que en estos días de transición me da por ponerme melancólico, porque es lo único que se hacer. Es cuando ante un destino congelado en el horizonte, por decirlo de alguna manera, aparecen con más nitidez los perfiles de lo que sea eso que llamo, porque así lo llaman, mi carácter. Lo primero que me vino a la cabeza, estando como estaba de vacaciones en la estación del verano, fue pensar en el otoño. No del otoño por venir, ni del otoño anterior, ni de cualquier otro otoño, sino del otoño como ámbito intemporal, infinitamente más grande que cualquier espacio que pudiera yo ocupar montado sobre una bici. Lo curioso del asunto, ya me a pasado otras veces, es que no se me ocurre pensar en otra estación que no sea esa. Supongo que es esto tiene que ver el cuerpo en reposo que no lo debe estar tanto. Más allá de lo que pudiera imaginar con la mente, sentado tras los cristales de la cafetería donde esperábamos al autobús que nos llevaría a Nördlingen, lo indiscutible era que la lluvia caía a cántaros y el mercurio del termómetro que había a la entrada se había desplomado a menos de diez grados, lo cual, como es fácil deducir con esos datos, nos había metido de lleno en pleno invierno. Ni que decir tiene que la confusión en mi mente avanzaba, también la melancolía en detrimento de la tristeza primera. Después de detenernos en Dillingheim, “donde el conductor - como dice Duarte en su diario - a lo Elvis Presley, mano en micro, nos da 30 minutos para dar una vuelta. Bajamos a visitar las calles con casas triangulares, también rodeada de una muralla y con puertas que en su día se cerraban o se abrían a los extranjeros. Después de un breve paseo se llega a la plaza del Mercado, donde están preparando kioskos como si fuera un mercadillo medieval. Habrá que consultar que celebran. Luego entramos en la iglesia para saludar de nuevo a los amigos de Jesus, siempre estupendamente recogidos, en todas las posturas y texturas, piedra, lienzo, madera, o metal.” Al final llegamos a Nördlingen a media tarde. Elvis Presley no pudo evitar hacer un alarde de sus dores interpretativas. Se bajó del autobús de un salto, como hacía el camionero rockero de Memphis, y con esa seguridad que se sacan de no se sabe donde los camioneros o los rockeros, le sacó a Duarte la bicicleta del maletero. Como ella también es motera no anda escasa de esos ademanes que lucen los del mundillo, muy próximo, como todo el mundo sabe, al de Elvis. Yo desde la cera de enfrente observaba la escena, al lado de mi bicicleta que acababa de sacar del maletero, con el temor de que se pudiera liar una entre moteros, o entre rockeros, o entre camioneros. Vaya usted a saber. Ya en el hotel, Duarte me confesó que Elvis le había parecido un tipo muy divertido. Nada más me dijo eso, aunque yo trate de averiguar el por qué. Así que deduje que yo había incurrido en un error o distorsión prismática, seguramente inducido por la confusión en que me encontraba, entre un cuerpo varado y una mente sin interruptor a mano que le dijera basta. Este es el momento, ya me ha pasado en otras rutas cicloturistas, en que empieza a palidecer el ideal que tengo formado de este tipo excursiones. La verdad, he de confesar, es que no domino la poética del viaje llevada a la práctica. Como con el mar, que solo me gusta verlo desde la orilla, el viaje como más me atrae es leerlo escrito sobre un libro. Por ejemplo, me vino a la cabeza, mientras iba en el autobús, un pasaje que me fascina y que es el que abre el libro, Vértigo,  del escritor alemán W. G. Sebald. Dice así, “A mediados de mayo de 1800, Napoleón cruzó el Gran San Bernardo con 36000 hombres, empresa que hasta aquel momento se había tenido casi por imposible (...) Uno de los pocos participantes de esta travesía legendaria de los Alpes que no acabaron en el anonimato fue Henri. Beyle”. No hace falta recordar que uno de los libros fundacionales de la cultura occidental es un libro que cuenta un viaje con una guerra de telón de fondo, La Odisea, y que Henri Beyle es el nombre verdadero de Sthendal, además de una gran novelista fue un excelente cronista de sus propios viajes. Bien mirado, pensé ante la ayuda inestimable que me habían proporcionado los grandes logros de mi memoria, no hubiera necesitado llegar hasta la ruta romántica para poder haber viajado a través de la ruta romántica. El enfoque, el tono, en fin, la música que me debería acompañar en este recorrido son atributos o asuntos que se tenían que dilucidar en el interior de mi conciencia, la cual, por mor de tener que disputarle el protagonismo al cuerpo y a la lluvia, me daba cuenta de que no andaba muy dispuesta a entregarse a semejantes refinamientos.