Nada más levantarme me acerqué a la ventana de la habitación del hotel y dije en voz baja: hoy día de transición, que en jerga cicloturista significa que no íbamos a dar pedales, ya que estaba lloviendo, y tenía pinta de no dejar de hacerlo en las próximas horas. Ergo, teníamos un problema: cómo salir de Feuchtwagen para llegar a Nördlingen. Normalmente en estos casos de adversidad climática suele haber cerca una estación de ferrocarril, cuyo trazado suele ir también normalmente paralelo a la propia ruta ciclista, donde de una manera rápida y cómoda encontramos la solución al parón ciclista. La cosa va así, nos montamos con las bicis en el primer tren que salga y en un par de horas o tres estamos en la ciudad o pueblo de destino, transbordos incluidos. En Alemania siempre se hacen transbordos, raramente el trazado del itinerario es lineal, lo cual dice bastante de su forma de pensar. En esta ocasión, sin embargo, no concurrían ninguna de esas variables, o para que así fuera teníamos que pedalear en sentido contrario a donde nos dirigíamos un buen puñado de kilómetros. Y fuera no solo no dejaba de llover, sino que la lluvia arreciaba a medida que avanzaba la mañana. Al parón improvisado del cuerpo le corresponde casi de inmediato una emergencia tumultuosa del alma, o de la mente, siempre que a ésta última no la entendamos como un mecanismo anexo del cuerpo. Éste agradece tomarse un copioso desayuno rodeado de moteros, que parece que están dirimiendo sobre cómo afrontar la jornada bajo la lluvia. En su caso no hay más alternativa que salir o quedarse donde están y esperar que escampe. No hay tren que acepte cargar con esas descomunales motos. Aunque el buen equipamiento que llevan parece, según me traduce Duarte, que no les impedirá ponerse en ruta. Pero antes cualquier cosa puede suceder entre ciclistas y morteros, teniendo en cuenta su afinidad estructural. Una moto, al fin y al cabo, es una bicicleta con motor más o menos potente. Por lo demás, la hermandad de las dos ruedas nos une a todos allí donde coincidimos. Justo lo contrario que la hermandad de las cuatro ruedas, que tienen una relación enconada entre sus miembros y vehículos. De hecho, Duarte, que también es montera, no tardó demasiado en intercambiar unas palabras con el motero que tenía más pinta de motero que, como no podía ser de otra manera, conducía una Harley Davidson (el sueño alado de Duarte). Iban en la misma dirección que nosotros, siguiendo la ruta romántica por carretera pensaban llegar hasta el final en Fussen, en las estribaciones de los Alpes. De repente, el motero motero y Duarte se dirigieron hacia la puerta de salida del comedor del hotel donde estábamos desayunando. De mi, en ese momento, estaba empezando a apoderarse el estado de ánimo que presentía me iba a acompañar todo el día. Notaba que me abandonaba la energía, y la luz que siempre le acompaña, que suelo sentir antes de subirme a la bici, empujada por una obscuridad que no me venía del cansancio acumulado, sino justo de saber que ese día no iba a cansarme. Esta trataba de ocupar a toda prisa, sobre todo noté el acelerón cuando Duarte salió con el motero motero, el hueco que aquella dejaba. Tampoco es que fuera, digamos, un irse de la una para no volver jamas y un llegar de la otra para quedarse para siempre. Era más bien un acunarse entre ellas, a veces, o un darse codazos, en otros momentos. De esta naturaleza era el estado de ánimo de que he hablado antes. Cuando Duarte volvió a la mesa donde habíamos desayunado la noté pletórica. Le pregunté que si le había pedido al motero motero que le dejara dar un vuelta con la Harley Davidson. Me respondió que no, aunque no por falta de ganas pensé yo a continuación. Lo que sí me dijo es que el grupo de moteros habían decidió continuar el viaje, a pesar de que uno de ellos se había dejado parte del equipo de lluvia en su casa. Cuando salimos del hotel para averiguar las posibilidades que el transporte público de la ciudad nos ofrecía de salir de allí y llegar a nuestro destino, no había nadie por la calle. La obscuridad que no venía del cansancio tomó, entonces, todo el protagonismo de que fue capaz en forma de una tristeza creciente. Era como si, aprovechando la relajación de los músculos del cuerpo, incumpliendo los cánones de la autoayuda yogista, los músculos de la mente se creyeran con derecho a todo. Lo cual demuestra lo poco dispuesto que estoy a hacer yoga para dejar la mente en blanco. La quietud del cuerpo la entiendo, más bien, como la oportunidad que tiene la mente de desplegarse sobre lo otro. De aprender de ese itinerario que, en su trazado más idóneo, es un viaje a través de lo que no conozco, lo que en última instancia es un viaje, si soy sincero conmigo mismo, hacia la muerte. La que tanto tememos porque siendo la fuente de toda sabiduría es de la que no queremos saber nada. Cuando llegue llegará, dicen los más acojonados, como si dándole la espalda los ojos de su mente no la dejaran de tener siempre delante. Al final hemos tenido suerte, le dije sin saber por qué a Duarte. Es la forma de renovar mis prejuicios allá donde me encuentro y donde también menos procede.Toda esa lotería consistía, sencillamente, en saber, como la experiencia me lo iba confirmando, que la organización del trasporte público alemán llega a cualquier rincón. Pero los prejuicios son parte indisoluble de la mente, y mi mente creo recordar que había tomado el mando, debatiéndose todavía entre viajar hacia la obscuridad o permanecer ahíta de frío en medio de la luz mortecina del ambiente. Después de visitar la oficina de turismo de Feuchtwagen, supimos la hora exacta a que salía el autobús que nos llevaría a Nördlingen, y la parada donde recogía a los viajeros y, por supuesto, a las bicicletas que nos acompañaban.