martes, 27 de febrero de 2018

EL SERENO DE NÖRDLINGEN

Lo que había entrado sin contención una vez que lo que de la torre de Daniel, como epítome central del alma humana, ha desaparecido junto con las murallas de la polis o ciudad moderna, ha sido la palabrería de los oportunistas o vendedores de crece pelo - siempre me ha gustado esta imagen asociada al viejo oeste americano. En fin, Platón llamó a esta patulea, que va y viene sin parar de un rincón a otro de la polis sin murallas y des-animada: los sofistas. Y es que todavía recuerdo la figura del sereno cerrando el día de la ciudad o dando la bienvenida a la noche, según como lo mirara mi estado de ánimo, es decir, serenando ese tránsito de la luz a la obscuridad pues es lo que más nos asusta, ya que es la representación diaria de nuestra propia mortalidad. Con ese aire funeral por un lado, yo siempre creí que era debido al uniforme que le obligaban a vestir que no se diferenciaba gran cosa del que llevaban los trabajadores de los cementerios, y la seguridad que transmitían sus pasos acompasados con el golpe seco del garrote que tenía como herramienta laboral, por otro, me conseguía trasmitir una imagen entre el más acá y el más allá cuando me cruzaba eventualmente en su camino. Seguramente era una imagen nada intencionada por su parte, esa de pertenecer a la clase de seres intermedios propios y apropiados a ese momento de transición, que todos los días experimentábamos calladamente quienes antes habitábamos las pequeñas ciudades. La experiencia yo siempre la viví en esos años de la mano de mis padres, antes de que abandonásemos la ciudad por razones, según me contaron el mismo día que cogimos el tren, de mejora y progreso. De vuelta a casa, principalmente en las tardes del buen tiempo - como decía mi madre - que, como no,  coincidía con las tardes de primavera y verano. Para mi madre, como para casi todo el mundo, excepción hecha de los técnicos incipientes de la meteorología, las tardes de invierno y otoño pertenecían a lo que el resto del mundo coincidía era el mal tiempo. Una distinción que, cuando años más tarde le presté más y concentrada atención, me di cuenta que era el correlato a la transición de los días hacia las noches. Al llegar a la edad adulta empecé a pasar algunos días de vacaciones en mi vieja ciudad natal y provinciana. Entonces me gustaba salir sólo a dar un paseo por su parte monumental, para ver si me encontraba con aquella figura espectral del sereno. Yo entonces ya era un urbanita de la gran metrópoli, más que convencido lleno de contradicciones tópicas de esas que fui acumulando no se a ciencia cierta cómo ni donde, propias de quienes nos acostumbramos a ese papel de saltimbanqui por obligación. Lo de espectral que yo atribuía al sereno de mi ciudad natal, se me fijó en la memoria una vez que me fui y la distancia fue definiendo mi relación con ella, al tiempo que mi identidad se afianzaba alrededor de esa imagen espectacular que poco a poco también se fue apoderando de la gran ciudad donde mis padres habían decidido que continuásemos nuestras vida familiar. El día que lo vi, en mi primer viaje de vacaciones, noté un extraño giro, por decirlo así, en mi mirada que no me ha abandonado, creciendo incluso paulatinamente, hasta hoy mismo. ¿Quien era el espectro, el sereno o yo?, me pregunté mientras lo veía acercarse hacia mi, con su andar cansino, su voz cantarina y elegante y sus golpes de bastón acompasando sus pasos. 


Al día siguiente el tiempo había vuelto a entrar en lluvia constante y abundante. Más un frío otoñal impropio de finales de verano. Así que decidimos neutralizar el trayecto hasta Augsburgo en tren, pues en esta ocasión teníamos la estación a cien metros del hotel. Poco antes dimos una última vuelta por las calles de Nördlingen y Duarte entró en la Oficina de turismo para pedir información. En ese momento fue cuando nos enteramos de que había sereno en la ciudad imperial, pero su voz, desde hacía unos años, se alzaba cada noche, ahora enlatada, desde el torreón de Daniel sobre el silencio de toda la ciudad, advirtiendo de su presencia a quienes se pudieran encontrar en ese momento más allá incluso de sus murallas.