martes, 21 de febrero de 2017

REALIDAD

Fui a ver a mi suegro que le acaban de operar de la rodilla derecha. Cuando entré en la habitación del hospital me encontré a toda su familia alrededor de la cama. En primera fila, por decirlo así, estaban su mujer y sus hijos, por supuesto, y un poco más apartados los hermanos, los sobrinos y algunos de sus amigos. El enfermo todavía se encontraba bajo los efectos de la anestesia, lo cual lo convertía ante los ojos de quienes lo rodeaban en un objeto de sus preocupaciones. Al menos está fue la primera impresión que tuve, a partir de las palabras entrecortadas que conseguí escuchar en las diferentes conversaciones en marcha. Así como cuando cuando vamos a visitar a un recién nacido no se nos ocurre decirle a la madre que es feo, una bebe siempre es guapo aunque sea más feo que picio, de igual manera cuando vamos a visitar a un recién operado simple hablamos sobre su inmediata recuperación, aunque sepamos que esta no llegará nunca. No aceptamos de ninguna de las maneras que la realidad contradiga nuestras convicciones, en este caso la de aparentar que todos éramos optimistas respecto a la recuperación de mi suegro. Ser optimista es una categoría bien vista dentro del ámbito familiar, como ser pesimista puede darnos prestigio en el ámbito de los amigos. Yo soy un vivo ejemplo de esta dualidad existencial, aunque reconozco que cada vez la llevo con más pena que gloria. Es una manera de estar siempre donde no estás, así como un homenaje taimado a la pereza y al abandono personal y, por extensión, colectivo. Al rato de estar allí, fue esta roña - así llamo a los efectos de esa desubicacion constante - lo que me pareció que se había apoderado de la escena de la habitación del hospital, en la que el único que estaba donde estaba era mi suegro. Lo que hacía que su postración y dolor, envuelto en su pertinaz silencio, paradójicamente estuvieran consiguiendo que no nos afectara lo que nos sucedía, sino lo que nos decimos de lo que nos sucedía. A saber, habíamos ido a visitar al enfermo y, poco a poco, acabamos visitándonos a nosotros mismos. El enfermo era una pretexto para hablar de lo realmente importante, nosotros mismos. No me pareció mal el descubrimiento, aunque fuera a costa del desinterés manifiesto por la salud de mi suegro y en el propio beneficio de cada uno de los que allí estábamos. Una enfermedad es un emisario anticipado y fiable de la muerte, como decía mi madre. Debe ser por eso que nunca he visto personas más optimista que las que convoca el pesimismo extremo en los tanatorios. Al fin y al cabo, el mundo está lleno de tontos que parecen listos, o dicho de otra manera, de muertos que parecen vivos. Todo ello me hace pensar, incluida la visita a la rodilla de mi suegro, que no hay mayor inteligencia para atender a las exigencias de la supervivencia.