Es raro que en mis recorridos ciclistas por el centro del continente europeo no me haya encontrado con algún testimonio todavía "humeante" de la barbarie que se cebó sobre aquel hace más de ochenta años. En esta ocasión fue el pueblo polaco de Kurstyn, cuyo núcleo medieval quedó completamente arrasado por el ejército soviético en su ofensiva para conquistar la capital alemana. Fue una ofensiva que formó parte de una más general dentro de la cual también se encontró el ataque ya mencionado a las colinas de Seloow. Para el conjunto de esta ofensiva el ejército soviético creó un frente de guerra de una longitud de casi 1000 kilómetros, extendido a lo largo del eje norte a sur, desde Bielorrusia hasta Ucrania, entre el río Vístula y el río Oder.
En lugar de restaurarlo las autoridades, con buen criterio, decidieron en su momento conservarlo tal y como lo habían dejado las bombas. El resultado, después del paso del tiempo, no deja de estremecer al viajero, pues en contra del dicho popular que afirma que el tiempo lo cura todo, al ver las ruinas del pueblo cubiertas por la maleza que se ha ido poniendo encima, acentúa con una intensidad renovada el recuerdo de la barbarie de aquellos días no vividos. De repente, y esto es lo que más complació de esta experiencia, aquel tiempo deja de tener la impronta histórica y lineal, tan implacables como estériles más allá de su condición de datos, y se transforma misteriosamente en algo de ese momento en que lo estaba visitando. Lo cual me vino a confirmar lo que ya intuía, que las bombas no pueden con todo, no arrasan todo, que es más letal el olvido de los hombres y las mujeres respecto a lo que les sucede, o de lo que hacen con lo que les sucede. Pues prefieren seguir viviendo con nostalgia engañosa antes que activar la memoria. Kurstyn no me llegó a producir el estremecimiento del pueblo francés de Oloron sur Glane, tal vez porque la masacre que sufrieron sus vecinos no vino del aire, sino que la produjo el ejército alemán sobre el terreno. También, sin duda, porque la destrucción del pueblo polaco fue obra de los que ganaron la guerra, mientras que la del francés cayó en la cuenta de los perdedores. Quiero decir que la visita a este última está más cuidada y dirigida a ese propósito que tiene todo vencedor, extender su victoria todo lo que de si en los años venideros. Tal vez a esa misión de disimulo colabore la propia maleza, que ha crecido hasta tapar casi por completo las ruinas. Como han hecho en los campos socavados de la batalla de Verdun, que han cubierto mediante una repoblación tupida de árboles autóctonos, de tal manera que al viajero le cuesta imaginar que allí se produjo uno de los enfrentamientos más largos, enconados y sangrientos de la primera carnicería mundial.
Olvidar, olvidar. Ocultar, ocultar. Lo que sea con tal de que aquellos hechos sean solo un dato más del largo periplo de la Historia, en el que nosotros ocupamos el eslabón más avanzado, a salvo ya, por tanto, de semejantes barbaridades. Olvida y ocultar con tal de no pensar que aquellos hechos no sólo sucedieron entonces, sino que están sucediendo ahora y sucederán siempre, pues forman parte de nuestra naturaleza como seres humanos. De todas manera el paseo por las antiguas calles del pueblo antiguo de Kurstyn me trasmitieron la desolación aterradora que queda suspendida en el aire mientras las ruinas sigan, aunque se encuentren tapadas por la maleza, dando testimonio mudo de ese capítulo de la historia universal e interminable de la infamia.