El río Oder representa ese acuerdo, al que siempre tenemos que estar atentos, entre la inmutabilidad de la naturaleza y las veleidades de la política de los humanos. Prioritariamente esta última, pues es la que más amenazada está por los desvaríos de sus protagonistas. Aunque sea la naturaleza la que aparentemente más los sufre, al decir de los humanos, lo cierto es que al final acaba por tener la última palabra, y tenemos que contar con ella. La cinta de agua que forma el Río Oder siempre ha estado ahí, regando y fertilizando las tierras por donde pasa. Esa es su única función y jamás tendrá otra. Sobre esa inmutabilidad, sin embargo, la imperfección, la incompletud y la mutabilidad de los seres humanos hacen que aquella cambie no su natural fisicidad, sino su significado. Para entendernos, no significa lo mismo el río Oder de antes de la Segunda Guerra Mundial que después de ella. Aunque igualmente no nos queda más remedio que cruzarlo, un río no significa lo mismo si separa territorios que sí, simplemente, los atraviesa. Atravesar alguno de sus numerosos puentes, en una Europa donde la cicatrices de las fronteras todavía supuran, no significa lo mismo si las orillas son del mismo, o son de dos países diferentes. El caso es que el viaje siguiendo el curso del río Oder tenía esta motivación fronteriza. De lo que para mí significan las fronteras en un continente como el europeo en el momento presente, que busca con tan poco ahínco su unión como añora con griterío populista lo contrario.
El inicio del viaje tenía un prólogo de dos etapas, que me acercaría de Berlín a Frankfurt de Oder, a través de los escenarios - las colinas de Seelow y alrededores - donde se produjo la penúltima batalla del frente oriental de la segunda gran carnicería mundial, antes del asalto final a la ciudad de Berlín. De otra manera, fui dando pedales en sentido contrario al que avanzaron los tanques rusos, T34, del frente oriental al mando del general Zukov. Visitar o transitar por los lugares de los hechos después de haber leído lo que los cronistas o historiadores han dejado escrito sobre aquellos hechos, tiene para mí una función de lealtad o hermanamiento espiritual. Es casi seguro que nada, ni nadie, de lo que allí ocurrió hace ahora setenta años quede en pie a mi paso ciclista. Solo la bóveda celeste y algún que otro accidente geográfico en la tierra. Para mí, es más que suficiente con esos dos trazos para sentirme dentro de la continuidad espiritual de aquellas fechas. Renuevo de esta manera algo que me parece fundamental respecto a la idea de Unión Europea que estamos empeñados en construir y en que fracase al mismo tiempo. No es un acto heroico revolucionario fruto de la voluntad de poder, como pudo ser la revolución americana, la Unión Europea es un canto elegíaco, el primer empeño que no puede ser otro, ni de otra manera, de organizarse a partir de la conversación constante con los muertos, con los miles de muertos que a buen seguro cayeron al lado o unos metros más allá de donde yo voy dando pedales despreocupado.
La Unión Europea es el primer gran proyecto político después del fracaso estrepitoso de la Idea de Progreso. Es y debe ser, por tanto, el primer gran proyecto político ligado a lo que El Progreso abominaba: la idea de límite, de finitud, en fin, la idea de mortalidad de estar presente en sus arquitectos. No en balde el solar donde se asienta es un cementerio oculto de cien millones de muertos (sumados los de la primera y la segunda carnicería mundial). O dicho con otras palabras: no queremos estar juntos porque nos queramos como hermanos, ni porque pensemos lo mismo o recemos las mismas oraciones, queremos esta juntos porque no queremos volver a matarnos. Esta toma de conciencia no nace de la virtud democrática asumida por ciencia infusa, sino de la necesidad de supervivencia de las diferentes tribus morales desde donde parte, y que siguen siendo la base de sustentación moral y espiritual del continente. Y, como en toda tribu que se precie, esa unión solo se mantendrá mediante la conversación con los muertos, con los que ya nos están, que nos vigilan debajo de cada lugar donde ellos cayeron, convertidos así en lugares sagrados de peregrinaje. Ha sido más que suficiente que la primera gran crisis atacara al corazón del bien estar europeo, para descubrir las verdaderas fuentes del malestar con que estamos respondiendo. Ha bastado que la primera gran crisis nos rozara la piel de civilizados y modernos para dejar al descubierto nuestra verdadera piel de cazadores, siempre tersa y dispuesta al choque frontal con el enemigo.