miércoles, 15 de febrero de 2017

LLOVIENDO

Me escabullí por la puerta trasera que había al lado de los lavabos de caballeros, pues no quería seguir la conversación en la que mis amigos llevaban dos horas enzarzados. Me suele ocurrir con frecuencia, y me pasa lo mismo ya sea en mi relación con la vida que con la literatura. Cuando me acerco a ellas, soy a partes iguales resabiado e ingenuo. Resabiado porque, aunque hoy se publican más libros que nunca, mi percepción es que, en proporción a los índices de alfabetización y poder adquisitivo, se lee menos y peor que en otras épocas, las cuales estaban dominadas por el analfabetismo y la pobreza. Ingenuo porque no me puedo permitir ser solo resabiado, lo que me obliga disciplinadamente a dar una oportunidad a que fructifique dentro de mi, aunque me encuentre rodeado siempre por ese marasmo, una nueva inocencia. No era nada personal contra ellos, lo que ocurre es que su taxonomía es muy diferente a la mía. Aunque no sean del todo conscientes, sobre todo porque no tienen necesidad de pensar en estas cosas relacionadas con su forma de vivir, mis amigos forman parte, mezclados de forma aleatoria, de la siguiente estabulación: los golfillos y los listillos. Aunque le parezca incongruente, o inverosímil, es una clasificación más acorde con la conversación que tenían en el bar, y hoy mantiene la mayoría de los vínculos entre la vida y la literatura. Y usted, con toda la razón, me podría preguntar por qué no abandoné la conversación que mantenía con mis amigos, y a la que asistía de forma voluntaria, de una forma más natural, digamos, como nos ha enseñado el cine en tantas ocasiones: disculpad, tengo una reunión importante en el despacho del director del banco dentro de una hora, nos vemos otro día, llamadme con antelación para que pueda ajustar mejor mí agenda. Aunque le parezca mentira, no lo hice porque seguro que me creerían. Darían por buena la versión de mí abandono. Piense que, cogidos termino a término, resabiado no es sinónimo u otra forma de decir golfillo, ni, a nuestra edad, ingenuo tiene que ver con alguna máscara con que se oculta el listillo. Lo de mis amigos son categorías a las que están subscritos, como a se está abonado a un equipo de fútbol, desde que los conocí cuando teníamos veinte años. Lo mío, no piense que soy presuntuoso,ñ es más bien una manera de encontrarme y perderme en el camino del mundo. De lo que se deduce que creer en algo o dar por buena una determinada conducta puede no significar nada, lo que explicaría su total aquiescencia ante mí abandono, digamos, como Dios manda. Sin embargo, escabullirme sin decir esta boca es mía puede tener para un golfillo o para un listillo parecido efecto, en situaciones similares a esta que le cuento he comprobado que ambos atributos se refuerzan, al que, de repente, le produciría encontrarse con una cabeza clavada en un palo. De inmediato, sacados del quicio de sus categorías, se sentirían interpelados a averiguar cómo hay gente de nuestra especie con esas habilidades quirúrgicas. Y ellos sin enterarse. Al salir a la calle llovía como si la fuerza del resentimiento que acumulan los cielos quisiera descargarse toda de una vez sobre la tierra.