martes, 7 de febrero de 2017

MARSELLA, COMO NO

Quizá convenga dejar claro que viajar hoy no significa correr riesgos innecesarios, porque para ello no hace falta moverse de la ciudad donde habitualmente vivimos. En ella seguramente estamos amenazados de continuo por peligros que no somos capaces de imaginar, ocultos detrás del telón de los estudios técnicos que pretenden apropiarse de todas realidad. El principal peligro es esa grey, ansiosa de distracción y destrucción, de la que formamos parte cada uno de nosotros, y que llena a rebosar las ciudades del mundo. A pesar de ello, los propagandistas de los viajes saben que si quieren arruinar la industria turística de una ciudad no tienen nada más que sugerir que es un poco insegura. No suelen hacerlo, pero en los foros de Internet donde acuden las voces de toda laya y condición, si es frecuente leer opiniones al respecto. Pasa lo mismo con los comentarios de libros, películas, restaurantes, etc., existe en este nuevo gremio de depredadores internautas un sadismo especial, aprovechando la impunidad que le confiere la red, que consiste en intimidar cualquier experiencia que pretenda hacer lo mismo que acaban de vivir ellos. De sus pintorescos escritos es imposible deducir que han hecho y, menos aún, que han sentido con la experiencia que han vivido. Solo el lector atento alcanza a detectar que algo no le has gustado. Algo o todo, pero este matiz tampoco es posible deducirlo de sus atropelladas palabras. Entre estas intimidaciones unas afectan a la gastronomía, el hospedaje, los museos, la limpieza de las calles, el servicio de transportes, la conducta de los vecinos,...Pero hay una que, no siendo muy frecuente, si se ceba sobre el nombre y la imagen de ciudades conocidas. Me estoy refiriendo a la seguridad ciudadana. En este como en los otros aspectos de la forma de viajar actual, funcionan mucho los tópicos a la hora de dejarnos influir sobre la imagen del lugar que queremos visitar. Lo cual dice mucho de nuestra forma de ver el mundo, y de lo apegados que estamos al aprisco protector donde habitualmente pastamos. Vamos, que por mucha tecnología de última generación que tengamos a la disposición de nuestros bolsillo para su uso inmediato, continuamos siendo, como nuestros antepasados, férreamente gregarios y sentimentales de mesa camilla.

Marsella es una de esas ciudades que tiene la fama de ser muy insegura. Sea ello debido, tal vez, a que su población esta formada por una variedad indeterminada de colores y procedencias. Como deducirá, el preludio o el imaginario racista o xenófobo ya está servido por adelantado en bandeja de plata, a cualquiera que decida pasar unos días paseando por sus calles y plazas. Ni que decir tiene que yo no fui inmune a la amenaza que de forma explícita aparecía en los foros internautas. Es el miedo a lo desconocido que, cuando piensas que lo conoces todo en plan: "hace unas semanas, la British Journal of Psychiatry publicaba un estudio sobre los vínculos entre criminalidad, estatus socioeconómico y genética. Los autores aprovecharon la riqueza de los datos acumulados por los gobiernos escandinavos y analizaron la trayectoria vital de medio millón de niños nacidos en Suecia entre 1989 y 1993...", vuelve de nuevo a visitarte. Es un miedo imprevisto que me paraliza entre tantos datos que dan forma a la seguridad de tantas estadísticas predictivas. Es difícil desprenderse de esa seguridad algorítmica y de la fe en que ahí dentro estamos salvados. Es esto lo que impide viajar hoy en día. Nadie en su sano juicio piensa que viajar es emular a nuestros antepasados, cuando se atrevieron a romper las fronteras de un mundo constreñido a poco más que lo alcanzaba la vista humana. Hoy las únicas fronteras son las que cada uno lleva dentro y la única manera que tenemos para traspasar sus límites es mediante el uso de nuestra imaginación. Por tanto, viajar hoy es viajar con la imaginación, que es lo mismo que viajar en el tiempo. El espacio es un mero soporte, como lo es el papel o la pantalla del ordenador para leer o escribir. Y la imaginación solo puede desplazarse mediante la memoria, su fiel aliada. Por eso pienso que viajar a lugares de los que no tengo memoria no es viajar, es una acción transportista, como lo puede ser transportar pollos o cajas de manzanas. Me refiero a esa gente que elige lugares lejanos a los que no ha ido nunca y, lo que es peor, es casi seguro que no vuelva nunca más. "Allí ya he estado", dirá a sus conocidos, como si esos quince días o un mes ya fueran más que suficientes para llamar a ese desplazamiento viaje. No estoy exagerando.  Consumir un viaje no significa viajar. Y uno no viaja para salvarse. Sin embargo, al revés si puede ser cierto: podemos viajar metidos dentro del viaje más organizado posible. De hecho es lo que hacemos todos lo días. No solo nos desplazamos físicamente de casa al trabajo y del trabajo casa, sino que en ese desplazamiento hacemos un uso constante de nuestra imaginación y nuestra memoria. Lo cual no quiere decir que eso nos devuelva la perspectiva más esclarecedora de nosotros mismos y de nuestro lugar en el mundo. El no hacerlo así, el hacer un uso instrumental y pecuniario de esas facultades es lo que produce el vacío interior que nos pide llenarlo como sea. Las industrias turísticas, sean de nulo o alto riesgo, están ahí para llenar la andorga de nuestras más pintorescas necesidades viajeras. Pero como el ser, el viaje es otra cosa, siempre ha sido otra cosa. No es arriesgarse mucho o nada, es hacer algo, arriesgando ahora sí el alma, con lo que el viajero ha sentido en su desplazamiento o quietud. Uno viaja siempre después de haber viajado, que no es otra cosa que aprender a sobreponerse a las incomodidades de la adaptación necesaria fuera de la rutina diaria. Uno viaja para ser viajando