"Siento que mi vida ha dejado de ser pertinente, siento que me abandona".
Habíamos quedado para tomar un café juntos para hablar, digamos, por hablar y, de repente, las palabras de mi amigo me habían convertido en un psiquiatra y a la cafetería en una consulta terapéutica. Mira que le tengo dicho que no es que me preocupe que me coloque este sambenito, es que no le puedo ofrecer las palabras que él necesita. En parte porque nos las tengo, pero aunque dispusiera de ellas conscientemente creo que me negaría en redondo a representar ese papelón. Yo trato de consolarlo hablándole con una intención y unos ademanes que me vienen de lo que un día escuché en una clase de creación literaria. Formaba parte de un curso en el que se pretendía que los alumnos volviéramos a sentir las palabras sensibles, tal y como lo habían hecho los padres fundadores del pensamiento y la sensibilidad occidental. Dicho de otra manera - tal y como el profesor subrayó el primer día del curso - se trata de que hagamos un hueco en nuestra sensibilidad actual a esas formas de pensar y de sentir antigua. ¿Cómo? De la única manera posible, es decir, leyendo y volviendo a leer, escribiendo y volviendo a escribir, sobre lo único que nos que queda de aquella época tan lejana, los textos antiguos, que sus autores leyeron y escribieron manteniendo la capacidad de asombro intacta y afilada, frente a los misterios del universo y de nuestra existencia ahí dentro. Para entender y hacerse entender. Que es cabalmente lo que tu has perdido, o has decidido abandonar y no hacerle caso, le dije de sopetón a mí amigo. Encontrando así - continúe antes de que pudiera reaccionar con las uñas y los dientes de su según él legítima indignación por el agravio inflingido - en comparación con nuestra cultura contemporánea, continuidades y discontinuidades, rupturas y tergiversaciones, así como olvidos y vuelta a los orígenes. Yo ya sabia que ese arrebato de indignación no iba a suceder, pues desde hace seis años, que de vez en cuando me llama para hablar por hablar, el único que habla soy yo. Diga lo que lo diga, mi amigo permanece callado, con ese aspecto mineral, como de estatua griega con que decoran los jardines municipales, en que se va metamorfoseando con el paso del tiempo, empeñándose con ahínco en no decir esta boca es mía. Como si hubiera perdido la lengua, no sabiendo si su pertinaz silencio tiene que ver con el olvido, otro más, de la función del órgano, o con una sensación extraña de vacío carnal que incomprensiblemente siente en el interior de su boca. Tampoco me lo aclaró cuando se lo pregunté un día. Aunque si lo pienso con detenimiento deduzco que me está utilizando. El sabe que yo no soy un psiquiatra, pero mis palabras deben tener sobre su astenia verbal el mismo efecto y además, bajo el palio protector y reverencial de la amistad, les salen gratis. Eso es lo que he creído durante mucho tiempo, pero este verano me di cuenta de la estafa. Pienso que su decisión de no comunicarse conmigo es premeditada y forma parte de su plan, o su manera de estar en el mundo. Ahora entiendo los efectos de esa autocomplacencia que esconde bajo su explícito malestar perpetuo, pues al pretender que aquella no sea descubierta requiere que su rostro y sus movimientos se hayan convertido en una fortaleza inexpugnable dispuesta a ser defendida a muerte contra todo el que pretenda averiguar que hay dentro. Pero, ¿qué hay realmente ahí dentro? Agustín de Hipona, otro de nuestros padres antiguos, hace más de mil quinientos años, vio de esta manera el plan oculto de mi amigo: "Así el Alma Humana, ciega y lánguida, torpe y deshonesta, quiere estar oculta, no obstante querer que nada le esté oculto. Y más lo que le sucederá es que se quedará descubierta a la verdad sin que ésta se le descubra a ella".