miércoles, 8 de febrero de 2017

EL PUERTO VIEJO DE MARSELLA

El caso fue que llegué a la estación de Saint Charles de Marsella bien entrada la noche. El que el hotel estuviera enfrente facilitó la adaptación a lo desconocido que me esperaba. Porque en las primeras horas se trataba de eso. De adaptarme a la amenaza que, me dijera lo que me dijera a mi mismo, leyera y releyera a Rousseau, no desaparecía de mi horizonte inmediato: Marsella es una ciudad insegura. O lo que es lo mismo, Hobbes tiene razón: el hombre es un lobo para el hombre. Con este razonamiento me libraba de momento del sambenito racista que siempre se cuela de rondón en estas circunstancias. El miedo al otro desconocido no es porque sea negro, tostado o rojo, no porque no lo entienda o me pueda hablar de manera desconcertante. No. El miedo es simplemente físico. A que me pueda hacer daño en el cuerpo. Algo que me acompaña desde niño en mi relación con mis iguales de entonces. Para decirlo rápido, al contrario de lo que Richard Ford relata en "Flores en las grietas" a mi nunca me han gustado las peleas. Ni me gusta provocarlas, ni tengo recursos para defenderme cuando el enfrentamiento me viene impuesto. Mi madre me llamaba miedica. No soy un guerrero, pero me atrae el espíritu de los grandes guerreros. Creo que sin los guerreros el mundo no habría salido de su estado larvario. No puedo vivir con ellos, pero sin ellos tampoco. Pues eso. 

Aun a sabiendas de que el carácter pendenciero no entiende del color de la piel, ni del estado de la cuenta corriente, y que las ganas de pelea es un mandato, creo yo, más de los genes que del cerebro, si es cierto, contemplado los efectos brutales de su violencia, que es lo que a mí me acobarda, que el que no tiene cuenta corriente, o es el poseedor de una cuenta corriente escuálida, está en mejor disposición de acariciarte el morro que alguien que no se tiene que preocupar por el dinero. Entre otras cosas porque es difícil compartir lugares con él donde tuviera que medir sus fuerzas conmigo. Los ricos tienen sus propios campos de batalla alejados del mundanal ruido. Véase, sino, el caso de Bill Gates, promotor de una asociación filantrópica mediante la cual los más ricos del planeta cedan parte de sus dineros a beneficio de proyectos de solidaridad educativa, medio ambiental, etc. Esta gente nunca me pegará en público. Lo cual no me impide reconocer que pueden ser los más pendencieros del mundo. Fíjense en el nuevo presidente de los Estados Unidos de América. Un camorrista nato que iba como telonero en las primarias republicanas de USA, a la espera de la aparición del primer actor, y, al fin y al cabo, se hizo con todo el protagonismo sobre el escenario electoral. En fin, un camorrista rico, que, desde el despacho oval de La Casa Blanca, ha decidido enseñar ante todas las cámaras del mundo cual va a ser el santo y seña de los tiempos que vienen. Dejé las maletas en la habitación del hotel y con el plano de la ciudad en la mano me lancé a la aventura nocturna marsellesa. El comisario Fabio Montale, personaje literario de la estirpe y tradición de Pepe Carbalho, creado por Jean-Claude Izzo, nos indica en sus novelas dónde está el peligro. En los barrios del norte de la ciudad es donde se concentran las organizaciones mafiosas que dan fama de insegura a la ciudad. Mirando el mapa según salí del hotel, me di cuenta de que estaba muy lejos de aquellos lugares. Momento de alivio según caminaba hacia el puerto, punto de destino para cenar algo a esas horas de la noche. De nuevo la literatura, y no las estadísticas algorítmicas, había puesto las cosas en su sitio. No es que me ponga nervioso, como defienden los amantes de su apabullante presencia en todos y cada uno de los asuntos humanos, el hecho que lo números puedan acabar con el misterio del mundo. No, no es eso. Lo que me pone nervioso es que el fracaso seguro en ese intento totalitario algorítmico, deje un mundo positivamente desencantado, que sea incapaz de preguntarse por su lado oculto. Tanta exactitud, tanta luz nos dejaría ciegos, incapaces de ver nada.Totalmente indiferentes ante el dilema de por qué hay algo en lugar de nada, límite irrebasable por las hordas algorítmicas en marcha, es lo que hace, sin embargo, que todo lo que vayan descubriendo quede bajo su implacable influencia inquisitiva. Cuando llegué a la altura de los primeros sin techo que me encontré por el camino, noté un cierto aire de familiaridad en la estampa, que hizo que el temor empezaba a desaparecer, siendo substituido por esa frase que con tanta frecuencia viene en mi socorro ante lo oscuro de la condición humana: nadie es perfecto. A pesar de las estadísticas predictivas, que seguro tienen en su poder, las autoridades municipales marsellesas asumen el riesgo de pobreza y marginación en la ciudad. No pueden ser exactas las predicciones, por que el ser humano es imprevisible. Entre los sin techo había una mujer que no cumplía ningunos de los parámetros que los expertos han debido considerar en sus cálculos de probabilidades. Y, sin embargo, estaba allí tirada. Es el paisaje que necesitan las predicciones numéricas, basado siempre en horizontes cerrados que incitan a la posesión. Lo contrario del mar que incita al vagabundeo mental, porque sabemos que aunque nos embarquemos el horizonte nunca será nuestro. Así que, viendo que la mujer de apariencia más averiada se encontraba integrada entre sus compañeros de "habitación", seguí mi camino hacia el Puerto Viejo.

El Puerto Viejo de Marsella es su corazón y su alma. A su alrededor confluyen la mayoría de los movimientos de los ciudadanos y en el centro de sus aguas se encuentra la verdad de esta singular ciudad entre europea y africana. Una verdad que sigue vigente en la misma medida que lo es el mar Mediterráneo, cuna de la civilización y cultura a la que pertenecemos. Durante muchos siglos fue el puerto más importante del Mediterráneo, que era como decir el puerto más importante del mundo conocido. Estratégicamente situado en medio de las rutas comerciales entre Oriente y Occidente, pronto se convirtió en lugar de encuentro de todo tipo de diferencias, fruto del intercambio permanente de personas y cosas. Por aquí pasaron y se quedaron italianos, argelinos, rumanos, búlgaros, y en menor afluencia los hombres y mujeres de las diferentes corrientes migratorias de una orilla y otra del mar común, donde se dieron cita impulsados por su voluntad de vivir mejor o negociar con mejores rendimientos. Todo lo cual ha ido formando el carácter multirracial y cultural de la ciudad. Ha sido a partir de los acontecimientos que siguieron a la voladura de las Torres Gemelas en Nueva York en 2001, cuando las autoridades viven, por así decirlo, en un estado permanente de alerta mental ante la posibilidad de que se produzca un enfrentamiento civil entre los vecinos marselleses. Me imagino que todo ello también empuja lo suyo a favor de esa imagen de inseguridad que tiene la ciudad en el exterior. Sin embargo, el paseo por el puerto, tanto en su lado norte como en el sur, ya sea de día como de noche, y teniendo en cuenta la orografía encrespada del perímetro municipal, es en el que concurren las familias marselleses y donde se ubican las instalaciones de los diferentes eventos culturales al aire libre que organizan las autoridades. Todo parece estar misteriosamente ensamblado, detrás de una apariencia de desorden y suciedad. Como es lo propio de las ciudades mediterráneas, la calle es el lugar de reunión habitual de las personas hasta altas horas del día. Pudiera parecer que es solo ocio y descanso, pero no cabe duda de que también hay negocio y esfuerzo. El habla y los movimientos consecutivos de las manos tienen un protagonismo preponderante en esas reuniones callejeras, junto al cruce de miradas entre los contertulios. Todo ello da forma al lenguaje que se palpa en la ciudad, antes de  que Jean-Claude Izzo ponga por escrito las industrias y andanzas del comisario Fabio Montale, que nos adentre con sus peripecias investigadoras en los barrios del norte, donde probablemente continúen hablando, moviendo las manos y cruzando la mirada de la misma manera, aunque, bien es verdad, que en esas latitudes de la ciudad las miradas y los negocios tengan otros significados. 

Pero, inevitablemente, dando vueltas al puerto, no puedo por menos de preguntarme ¿qué hago yo entre aquella gente tan dispar y tan distinta? Y me dejo llevar por la pregunta porque es la que me saca de mi condición de turista indiferenciado y me coloca en la incertidumbre de un paseante perplejo y curioso que no se fía ni un pelo de lo evidente de sus monsergas humanitarias, políticas, etc. Lo que también me pregunto, a continuación, es a cuento de qué me hago yo esa pregunta. De donde me sale y hacia dónde la quiero dirigir. ¿No somos todos iguales? ¿Por qué no me quedo con mi condición de turista indistinto? ¿No es esto una conquista de la democracia: que la igualad nos abrace a todos? ¿O no es, más bien, una venganza de la historia que los igualitaristas tengan que afrontar el reto de tener que distinguir y de tener que experimentar la desigualdad de otra manera? Me viene a la cabeza, según veo correr a unos niños detrás de una pelota, lo que deben pensar cada día esos maestros igualitaristas, cuando entran en sus aulas repletas de alumnos de lenguas maternas y de colores diferentes. Y pienso también, si no será ese espíritu igualitaristas la fuente de la corrupción que afecta a todo que se acaba igualando. Después de mirar unos cuantos, me acabé sentando en un restaurante para turistas. Otra vez la palabra que siempre me acompaña en todos los viajes. Restaurante para turistas quiere decir que no hay sorpresas. Los camareros parecen esperarte nada más abrir la puerta. Te muestran su sonrisa para turistas, te señalan con la mano alguna mesa libre, te dan la carta donde están  escritos los diferentes menús y platos para turistas. Y en este plan. Los turistas también entramos en el restaurante como si conociéramos de toda la vida a los camareros. Nosotros también ponemos la sonrisa, dejamos ver casi sin mover una pestaña nuestra necesidad de una mesa, caminamos dócilmente hacia la que nos han asignado. Los restaurantes llamados de turistas vendrían a ser los restaurantes donde se practica activamente el igualitarismo. Todo está a la misma altura. Cualquiera jerarquía que podamos imaginar entre cliente y camarero queda diluida desde los primeros minutos. El camarero que me recibió hablaba español, lo cual lo hizo más igual a mi, aunque no al revés. Supongo que sobre su experiencia cae el peso más fuerte de eso que dije antes y que consiste en volver a experimentar la diferencia. Después de cenar me di otra vuelta por el puerto, pero las casetas navideñas ya estaban todas cerradas y el gentío había disminuido notablemente. Todo propendía, por unas horas, al origen Uno