Dejé Kurstyn bajo la influencia de su imagen de pueblo mártir, que es como los vencedores han decidido llamar a estos pueblos en los que los vencidos se ensañan de manera particular. Lo que ocurre es que, en este caso, de la destrucción del pueblo se hizo cargo uno de los vencedores de la contienda, lo que al viajero tanto le da, pues en el tiempo de la guerra solo hay combatientes, y no está el animo ni el pensamiento para hacer taxaciones tan refinadas. Lo de vencedores y vencidos forma parte de la literatura de después de la guerra, o, como a algunos gusta llamar, del tiempo de la paz.
Hay etapas que el ánimo se pone melancólico al estilo romántico de von Kleist. Y eso se nota en las piernas, a las que les cuesta mover los pedales con la alegría, digamos, de la etapa anterior. A estos cambios imprevisibles colabora, sin duda, los cambios del tiempo atmosférico, no en balde el ciclista se relaciona con ese tiempo - a diferencia de como se las tenga con todos los demás tiempos - de manera directa, sin intermediarios. De repente, tengo la sensación de que en agosto se me echa encima octubre o noviembre con la hora ya cambiada. Y me entran ganas de dejarlo todo, empezando por la bici, que en esos momento se convierte en un estorbo. O al menos esperar a que pase el temporal, recogido en el hotel o pensión donde me haya pillado. Y esperar. La parte final de la etapa que nos conduciría hasta Neulietzegoricke fue de estas características. Se cubrió el cielo y se pudo a llover. Bajó la temperatura de forma rápida entre cinco u ocho grados. El cuerpo se cortó por dentro, y cuando eso ocurre, que ha ocurrido en cada excursión ciclista, lo mejor es no pararme hasta encontrar refugio. Fue lo que hice. Era una etapa de máximo interés natural y escaso atractivo monumental. Todo el río Oder que hace frontera entre Alemania y Polonia está dentro de un gran Parque Natural fluvial. No había, por tanto, grandes concentraciones urbanas, pues va en contra de las normas proteccionistas del parque. Lo que si había eran pequeñas poblaciones, distantes una de otras, y muchos kilómetros de dique construidos para proteger al parque y a los vecinos de esas poblaciones de las inundaciones del río. El carril bici que discurre por encima de este dique, debido a su perfil plano y trazado rectilíneo, me invitaba a ir rápido, antes de que apareciera la lluvia, y antes de que el cuerpo se "rompiera" por dentro, mejor dicho, a pedalear con ganas, cuya consecuencia es ir rápido. No es lo mismo aunque así pudiera parecer. Esas ganas me hacen sentirme como alguien, mientras que querer ir rápido no me impide continuar siendo un don nadie. Ser alguien es tratar de conocer el corazón de uno en cada momento de la vida. Como son los latidos que no se miden solo por el binomio tic tac o sístole y diástole. Y es que al pedalear lo uno se confunde con lo otro, el corazón muscular con el corazón poético, y eso le da su particular sentido a esta actividad. Que no es únicamente física, ni estrictamente espiritual. Es sencilla como la vida, pero lleva incorporada parte de su seriedad. La cadencia del pedaleo y la raya del horizonte siempre a la vista y siempre inalcanzable. El caso fue que apareció la lluvia y se llevó todo al carajo. Me sorprendió todavía sobre el interminable dique, a unos dos kilómetros del pueblo más cercano. Sobre el dique no hay salida, hay que continuar hacia adelante. Y en el pueblo más cercano no había refugio, tuve que continuar hacia el siguiente, fuera del dique y fuera del curso del río. Fuera, entonces, de aquella cadencia del pedaleo y con el amenazante peligro de volver a ser un don nadie. Es decir, a buscar de forma desesperada una mesa para cenar y una cama para dormir, antes de que llegara la noche y mientras la lluvia no cesaba en colaborar de forma inclemente hacia la consecución de ese propósito, al que no estaba interesado. En cada etapa hay ritos de acercamiento al cumplimiento de esas necesidades, comer y dormir, por otro lado inaplazables en este tipo de excursiones cicloturísticas. Y no conviene acelerar ni retardar su celebración, pues forman parte del conocimiento del corazón antes aludido, que en cada etapa escribe un nuevo capítulo. Me estoy refiriendo al hecho de tomarme una café y un pastel, pongamos, a tres kilometros de la meta, o un helado torre alemán en la plaza soleada de nuestro destino del día. El capítulo de este día ha quedado emborronado por la lluvia. Me atrevería a decir que casi ilegible. Irrecuperable a efectos de memoria. Tuve que pelear por una mesa y una cama, lo cual no fue nada fácil. Un hotelero me ofreció solo cama, pero no mesa. La señora que me ofreció las dos a la vez, ponía una condición: tenía que sentarme a cenar a las siete de la tarde, la hora en la que una etapa normal me gusta celebrar el tercer rito que he llamado de acercamiento: tomarme un vino blanco alemán, un Reisling. Ni pastel, ni helado, ni vino. Bajo el imperativo de estas ausencias, al final del día me abrazó una incómoda melancolía otoñal, que no deja de acompañarme en estos viajes veraniegos cada vez que algo altera el latido del corazón, indisponiendo de paso el ritmo de su demorado conocimiento.