viernes, 13 de mayo de 2016

EL FINAL DEL DESFILE, novela de Ford Madox Ford

"Los dos jóvenes - ambos pertenecientes a la clase funcionarial inglesa - iban sentados en un vagón de ferrocarril perfectamente equipados". 

Teniendo en cuenta que el lenguaje depende para su existencia de los interlocutores que lo animan (lector incluido) y de las circunstancias en que estos interlocutores se pronuncian, cabe afirmar que la frase anterior, con la que se inicia “El final del desfile”, no significa absolutamente nada, a menos que sepamos ¿quién la dice? ¿a quién se le dice? y ¿para qué se dice? De nada sirve, por tanto, a nuestros intereses lectores literarios, eso que hemos denominado como una experiencia con el lenguaje, si desde las primeras palabras no ponemos esas preguntas en el frontispicio de nuestra forma de sentir y de pensar, que no nos han de abandonar durante las casi 1000 páginas que nos esperan por delante, y al alrededor de las cuales se han de tejer todas las expectativas que se nos vayan creando, envueltas con su inevitable correlato de luces y sombras. Preguntas que apuntan no a lo que dicen las palabras sino a lo que cuentan. Es ese desnivel entre lo que dicen (lo que se ve) y lo que cuentan (lo que queda oculto) el que acabará por definir los relieves y los contornos de la perspectiva que ofrezca el texto a nuestra mirada.

Un ejemplo. Todo el mundo admite que hay una diferencia entre oír decir a alguien que le duele la cabeza y que diga que la cabeza le está a punto de estallar, o que vaya más allá y diga: tengo la cabeza como si tuviera un animal dentro dando patadas al cráneo. En el primer caso el personaje no se ha comprometido con su dolor más que desde un punto de vista informativo y, por tanto, no ha podido comprometer a su interlocutor, el lector. Muy distinto son los otros casos en los que los dolientes muestran expresa su voluntad  de relacionarse con su dolor y de ofrecer la explicación que ese dolor les merece. Cómo es su dolor y como lo sienten. Y también, debe traducirse, si están preocupados, si están al límite, y, dependiendo de las circunstancias de los enfermos, si tienen miedo.

De nada vale, en fin, esperar a ver que pase algo, sencillamente porque ya está pasando, y porque eso es ponerse en manos del argumento, la tramoyita o la historieta, “quedarse quieto parao”, y abandonar la responsabilidad y el compromiso que comportan la experiencia con el lenguaje antes aludida, que ineludiblemente cae del lado del lector desde esas primeras palabras.

Estoy en el principio del final del desfile, llevo leídas las primeras sesenta páginas, y ya puedo decir, con todo lo que ha pasado, que tengo la sensación de que tendré que hacer un gran esfuerzo para salvar el desnivel que antes mencionaba. El narrador, que de momento parece contar la historia sin inmiscuirse en ella, me ha presentado unos personajes que son cualquier cosa menos transparentes (entendiendo la transparencia, no como sinónimo de la claridad, sino cuando lo que se dice y lo que se cuenta significativamente valen lo mismo). Destaco dos perlas que certifican lo que digo. En la primera Sylvia Tietjens habla así, en un momento de su largo y brillante diálogo con el padre Consett:

“Lo sé una se aburre..., se aburre..., se aburre. No puede contarme nada sobre eso que yo no sepa. Tengo treinta años. Sé lo que puedo esperar. (...) ¡El viejo truco del hogar! ¡Y lo creo! Lo creo. Lo único que ocurre es que odio a mi marido..., y odio..., a mi hijo. – Se interrumpió, esperando oír las exclamaciones de consternación o desaprobación del sacerdote. Pero no oyó ninguna. - Piense en el daño que me ha hecho ese niño, en el dolor de traerlo al mundo y en el miedo a la muerte.
- Por supuesto – respondió el cura – dar a luz es terrible para las mujeres".

Unas páginas antes el marido (tory) de Sylvia le contesta así a su colega Macmaster (whig), también dentro de un poderoso diálogo que mantienen entre ellos.

“Sí, una guerra es inevitable. En primer lugar, están los tipos como tú en los que no se puede confiar. Y luego está la multitud que quiere tener cuarto de baño y esmalte blanco. Millones de ellos repartidos por todo el mundo. No solo aquí. Y no hay suficientes cuartos de baño ni esmalte blanco para todos. Lo mismo pasa con vosotros los polígamos con las mujeres. No hay suficientes mujeres en el mundo para satisfacer vuestros insaciables apetitos. Y no hay suficientes hombres en el mundo para que cada mujer tenga uno. Y la mayoría de las mujeres quieren varios. Por eso hay tantos divorcios. ¿Supongo que no irás a decir que como sois tan justos y circunspectos no habrá mas divorcios? Pues bien, la guerra es tan inevitable como el divorcio..."

Por último, y de momento, junto a aquellas preguntas, me he hecho acompañar de una frase que representa con acierto el tiempo en el que estoy leyendo esta novela. Dice así: leo el final del desfile en el momento que aquí se está produciendo el final del recreo. Otro desnivel. La vida y la lectura están llenas de "trampas y obstáculos", y aprender no es otra cosa que tratar de "esquivarlas y superarlos".