viernes, 20 de mayo de 2016

SI FUÉRAMOS COMO DIOS MANDA...

Si lady Sylvia Tietjens hubiera sido una esposa sosegada, capaz de hacer feliz a su marido y envejecer en paz con él, no existiría en la literatura. Lo mismo le pasaría a mister Christopher Tietjens, si se hubiera comportado como un funcionario convencional de su Divina Majestad, dedicado a medir y contar la buena salud del Imperio, no a sentir y padecer sus desvaríos a pie de trinchera. Y si la señorita Valentine Wannop hubiera sido una sufragista y pacifista como mandan los cánones modernos, no se habría enamorado de mister Tietjens. Ladys, misters y señoritas sufragistas así existen a mansalva en el entorno de nuestra existencia, pero sólo en “El final del desfile" con la inequívoca especificidad que los leemos. Si abandonamos, durante unas horas al día, la lucha por la vida, y primero tratamos de escucharlos y después de entenderlos, dejaremos de formar parte de esa rutina indiferenciada, alcanzando el estatus privilegiado de ser el lector distinguido que aquellos singulares protagonistas exigen y demandan.

Por eso la novela de “El final del desfile” no va sobre política, ni sobre historia, ni sobre el paisaje de la guerra. Va sobre los seres humanos que la habitan y la recorren, sobre sus pasiones desbordadas, sobre los amores infelices, sobre las ambiciones que no tienen cura, ni fondo. La codicia y el deseo. Por eso parece no tener fin, ya que no hay manera de medir y contar lo que pasa en su seno. Por eso me pierdo una y otra vez, y tengo que volver a encontrarme una y otra vez, y reconciliarme con la novela y sus protagonistas, ya que no hay manera de que me ofrezcan una tranquilizadora cuenta de resultados. Pero es que yo, me doy cuenta mientras leo, tampoco soy como dios o la modernidad mandan.