martes, 3 de mayo de 2016

BROOKLYN, novela de Colm Tóibín

Es tan frágil y precaria nuestra presencia en el mundo, nos produce tanto estupor tener conciencia de nuestra insignificancia, que cualquier alteración a nuestro alrededor nos pone al borde del abismo. Por otro lado, no es la occidental una cultura que permita hacerse cargo de lo que, para los caciques del cotarro, no deja de ser otra cosa que avatares sin nombre y sin destino. Sea toda esa carne y sensibilidad para el picadero del Espectáculo, que no pare el espectáculo. Sin embargo es precisamente ahí, en la conciencia de quienes padecemos esa locura, donde se acumula todo el dolor y todo el placer de que somos capaces. Eso es todo, y de eso es de lo que deberíamos hablar, y de lo que deberíamos escribir. Pues eso es lo que nos hace verdaderamente humanos ante nosotros mismos y ante los otros. Por no actuar así se nos echa encima, cuando menos nos lo esperamos, todos los fantasmas y alucinaciones que anidan en aquellos precipicios. En perfecto estado de revista, casi sin movernos de donde hemos nacido, de repente, sentimos que nos queremos morir, aunque inexplicablemente afuera la vida sigue su curso, entronizada en el lenguaje de la estructura en lugar del de la conciencia. En fin, estamos muy lejos de parecer esas figuras en movimiento, como ramas flotando en la corriente de un río, que es el tiempo que nos lleva, en el que somos lo que hacemos mientras nos lleva. Angustia individual constante bajo rocas sociales inalterables, es lo que acaba siendo nuestro ADN, y también nuestro destino. Y si las estructuras rocosas y amuralladas son todas distintas a su manera, el temblor primordial que mantiene vivas y alerta a las conciencias ocultas, las hace a todas semejantes. 

Hete aquí que el narrador de "Brooklyn" nos presenta a Eilis Lacey, una joven de veintitantos años, en un pueblo de la Irlanda catolicona de los primeros cincuenta, 
que bien podría ser mi madre en la España de igual adjetivo de aquellos años. Y uno se enfrenta al dilema de si la madre que me trajo al mundo vivió la vida o fue una pérdida de tiempo, o un fracaso desde su inicio, debido a las lamentables condiciones a las que tuvo que enfrentarse. Hasta que me di cuenta de que ese dilema no era de mi madre sino mío, pasó el primer cuarto de siglo de mi vida. Sigue siendo una de nuestras asignaturas pendientes aceptar que bajo el franquismo feroz se vivió la vida con semejante intensidad a como lo hacemos ahora bajo esta esmirriada y exangüe democracia. Lo que quiero decir es que tengo la sensación de que tardé demasiado en entender que toda vida es vivida. La de mi madre especialmente, pues de ella vengo. Qué no hay vidas excepcionales, sino vidas en las que existimos en estado permanente de excepción, pues lo "normal" es que, visto lo visto, ya estuviésemos muertos. Vivir no es necesario, pero soñar si. Por eso la existencia humana no es nada sin sus sueños. Por eso mi madre, aunque no haya testimonio de ello, siguieron vivas, y nos dieron la vida. No porque quisieran vivir, sino porque soñaron con una intensidad desmedida, que hoy a nosotros nos resulta difícil imaginar.

Aunque hay vidas que hacen padecer a los otros los monstruos que se derivan de la razón desquiciada de sus sueños. Es el caso de la gente que sueña como enseñó Hegel, a saber, que las formas de nuestras ideas deben alcanzar una significación perfecta. Tanto dan los sueños del Furher con la Alemania Nazi, como los de la señora Kelly de Enniscorthy (Irlanda) en la novela Brooklyn. Esos sueños se clasifican y dosifican en una estructura (Estado totalitario o tienda de ultramarinos) en la que no tiene cabida ningún tipo de conciencia sensible. En los que parece imposible vivir la vida. Una vez dentro de aquella alguien elige los sufrimientos que se infligirán a quienes se interponen en el logro de la anhelada perfección. Per hay gente que sueña como Eilis Lacey, a saber, la invitación a la contemplación de cómo interactúa el tiempo con los personajes que no somos, puede muy bien servirnos como aprendizaje moral y vital. Estos sueños se alojan en una conciencia, que no tarda en darse cuenta del doble exilio a donde aquellos grandiosos sueños la arrinconan: Eilis, al final, ni es de Enniscorthy (Irlanda) ni tampoco de Brooklyn (Nueva York). Ni yo soy de donde nací, ni de donde viví luego, ni de donde vivo ahora. Eso me llevó a aprender a vivir en la imperfección constante, que es la frontera que nos separa de todos los sueños perfectamente estructurados. Al principio me abrumó el pensar que mi vida era una puta mierda. Luego aprendí que todo lo que me quedaba de vida debía de ser un esfuerzo tenaz para sobreponerme a esa fatal condena a que me sentenciaron los que sueñan perfectamente. Hasta reunir las fuerzas suficientes como para decirles, ¡iluminados!, no os dais cuenta de que soñáis vuestra propia incompetencia, dejando de pensar, a cambio, las posibilidades que se dan sobre el campo de vuestras intrínsecas limitaciones. 

Si anhelamos el conflicto en los relatos que leemos, o vemos, es porque vivimos en una realidad dura como una roca, que cincela la estructura donde nos aloja con nuestro esfuerzo e impotencia diarias, pero que al mismo tiempo no deja de prometernos la liberación definitiva de todo ese espantoso sufrimiento sin sangre y sin muertos. Lo cual produce la sensación de menor sufrimiento, hasta derivar, tal es la degradación, en el optimismo obligatorio dominante. Sin embargo, relatos como el de la novela "Brooklyn" se alojan desde el principio en la conciencia de los protagonistas, y allí no hay conflicto que valga porque no hay liberación imaginable. La vida es así, y los que las viven hacen estas cosas. Solo a Hegel se le ocurrió poner la guinda a la tradición cristiana creando un estructura contra la vida, es decir, planificando un edificio donde quedáramos definitivamente a salvo de la muerte. Solo a los narradores de los relatos occidentales, herederos del genio del filósofo alemán, se les ocurre pensar que allí dentro tiene que ocurrir algo excepcional, que no sea la excepción de seguir vivos un día más. Solo los occidentales seguimos creyendo en el artista excepcional capaz de semejantes proezas. Como si aquellos relatos de sucesos y tipos excepcionales fueran la antesala inevitable, que nos hiciera vislumbrar mejor nuestros planes para cuando seamos inmortales. ¿Puede servir para otra misión toda esa fanfarria? Como si contar lo que fluye por la conciencia no fuera más que suficiente. Como si ser ciudadano irrelevante no llevara un excepcional esfuerzo: pensar y decidir.

Aunque la acción narrativa de la novela "Brooklyn" transcurre por una superficie diáfana, exenta de dramatismo y excrecencias verbales o psicologistas, el lenguaje que la mueve es el de la Conciencia, no el de la Tradición o de la Costumbre. Hay complejidad y ambigüedad en lo que cuenta, lo que hace que el lector vea y sienta el abismo o las hondonadas por donde todo transita. Por ejemplo en el partido de béisbol: "la idea de que él nunca la vería como ella sentía que lo estaba viendo en ese momento era un enorme alivio, una solución satisfactoria. Su agitación y la agitación de la multitud era tan contagiosa que empezó a fingir que podía seguir lo que estaba ocurriendo". Como casi siempre, a estas deducciones no llegué hasta bien entrada la primera parte. Y ello tiene que ver con lo que he dicho anteriormente. Por un lado con ese prejuicio estructural debido al cual en la narración tiene que ocurrir algo gordo, y por otro con el segundo prejuicio que dice que la experiencia más importante de nuestra vida tiene que estar relacionado con algo excepcional. En "Brooklyn" no ocurre nada reseñable, y me costaría elegir alguna de las experiencias que tiene Eilis que pudiera calificar como la más importante, la que determina al final su destino americano. Dejarse llevar por el río de la vida, al fluido del cual Eilis colabora con la fuerza y poder de sus irrelevantes decisiones. La voz de la conciencia de Eilis, hábilmente transformada por el autor en el artificio de una voz narradora en tercera persona, consigue este efecto de sutil distancia en el lector, que de otra manera, por ejemplo de la mano de la propia Eilis, hubiera sido un dramón de más difícil digestión, cuyos aspectos menos corrientes hubieran quedado ocultos debajo de los fastos épicos del sueño americano. De lo que se trata al leer esta novela es, ni más ni menos, asistir, concentrado y sin aspavientos, a cómo alguien normal y corriente, Eilis Lacey, decide vivir su vida, sin que tenga que estar sometida a la bendición del éxito o a la maldición del fracaso. Una vida cuya excepcionalidad, no importa repetirlo una vez más, es que es única e irrepetible, como cada una de las nuestras. A pesar de que los detalles y episodios que la conforman son de sobra conocidos, porque son, o pueden llegar a ser, también los nuestros.