martes, 31 de mayo de 2016

¿POR QUÉ QUIERO TANTO A MARTIN AUSTIN?

Porque se ha perdido y no es capaz de volver a encontrarse como antes de perderse. Algo se le ha roto dentro, sin remedio. Mejor dicho. Martin Austin, uno de los personajes de "Mujeres con hombres"  vivía encumbrado en una castillo de piedra, "felizmente casado", creyendo únicamente en la integridad de si mismo, vigilando desde las almenas con todo celo y esmero a los posibles enemigos que pudieran acercarse a decirle que eso no era una forma justa de vivir, dispuesto a "disparar", llegado el caso, contra ellos. Pero una día conoció a una chica en París, una más creía, a donde había ido por motivos profesionales. Sin previo aviso e inopinadamente - ¡cómo le podía pasar eso a él que lo sabía todo, que lo veía todo desde allí arriba! -, el castillo de piedra se le derrumbó como si fuera de arena, con él, su "feliz matrimonio" y toda la munición dentro. Así es como lo he conocido, cuando empecé a leer su historia. Si esto nos pasa en la experiencia de la vida - y a quien no le ha pasado -, es una monumental catástrofe, pero si nos pasa en la literatura, ¡cielo santo!, es una bendición. Ya que nos permite entender, con toda su fuerza y lucidez, que la incomunicación que lleva consigo el hecho de vivir, sólo se puede entender desde la ficción. Que encerrarse en si mismo, porque comunicarse sea imposible o porque ya lo se todo, es tan peligroso como creer exactamente lo contrario. Así adquiere sentido el aforismo de Borges, "nada se edifica sobre la piedra, todo se edifica sobre la arena, pero hay que edificar como si fuera piedra la arena". Como la mayoría de lectores, al principio, tuve la tentación de llamarle gilipollas, pero pronto me di cuenta de que el dicterio podía acabar teniendo un efecto boomerang, que me daría de lleno en los morros.

A Larry y a Charley Matthews también los “quiero”, pero de otra manera. Ninguno de los dos consiguen despertarme con la misma intensidad, a medida que pasan los días desde que los conozco, ese sentimiento sobre el que vuelvo, y vuelvo, para no perderme en el camino, que es lo mismo que no encontrar al otro porque solo me veo a mí mismo: la compasión. No leo para identificarme con el lado mas cómodo, o más mediático, o más conocido de la vida. Leo para entenderla. Y es de sentido común pensar que lo que hay que entender de la vida no se encuentra a la vista. Ya que con lo que veo siempre tengo la sensación de que a la vida le falta algo. No algo para que, al fin, sea perfecta: ¡qué ser humano en sus cabales puede aspirar a una vida perfecta! Es algo que me haga visualizar y despertar, a continuación, el interés por su imperfección, que es de lo que esta hecha la vida al completo. Los itinerarios de Larry y, narrador mediante, de Mattews representan unos momentos importantes de sus vidas, pero no tengo tan claro que sean los más importantes. Digamos que no están tan cerca de ese núcleo duro y sagrado que, a mi entender, es donde se aloja lo más insufrible del dolor y el desconcierto que indefectiblemente lo acompaña. Dolor y desconcierto que si atenaza y paraliza a Austin en el momento vital que de él se nos cuenta. Y aquí se encuentra el reto del lector: decidir si el dolor en la vida es su motor fundamental o, simplemente, una indeseable y pasajera circunstancia de la que hay que escapar como sea. Decidir si la experiencia mas importante de la vida es la que nos produce, convencionalmente, mas dolor o alegría, o tiene que ver con algo hasta ese momento inapreciable. Quizás una buena, por pertinente, pregunta sea: ¿cómo soy y por qué soy así?

Austin sufre, y mucho, con lo que le pasa. Y sufre durante todo el relato. No se nota en sus gestos, siempre comedidos y llenos de contención. Se nota en la forma como se nos muestra su atribulado y contradictorio pensamiento, que el narrador nos sirve en dosis muy bien calculadas, para que vayamos digiriéndolo poco a poco. Sin ir más lejos, por lo que transmiten nuestras caras y nuestras palabras es difícil dilucidar de verdad como nos afecta, y en que grado e intensidad, el dolor con que nos recibe la vida al echarnos en brazos de su trajín diario. A veces llegamos a tal punto de exageración que todo parece un camino infinito de rosas. Sin embargo, todos sabemos que cualquier minucia, y en cualquier momento, puede desatar lo imprevisible y meternos de coz y hoz en el corazón de lo insoportable. Lo que quiero decir, es que no hay una imagen canónica del dolor ni del amor, como no hay un sistema de pesas y pedidas para contabilizarlos. La vida es un tanteo inacabable e inabarcable.

Hay un momento decisivo en la historia de Austin, que me ha pasado desapercibido durante bastantes días, pero que ahora me aparece con todo su fulgor y fuerza. Aquí os lo dejo para su consideración. Que quede claro que palabras como fulgor y fuerza no son sólo patrimonio de los momentos áticos u olímpicos, ni pertenecen en exclusiva a los estadios de máxima exaltación o énfasis. Me refiero a la decisión que toma de volver a París, y que lo hace grande en ese momento doliente de su existencia. Que lo convierte en el único héroe posible del mismo, teniendo en cuenta el bajo perfil intencionado del  protagonismo, que el narrador concede a las dos mujeres que lo acompañan, Bárbara y Josephine.

Barbara y Austin están cenando en un restaurante de Chicago, después de la vuelta de París del segundo. A partir de la confesión que Austin ha hecho, de manera incomprensible, a Bárbara respecto a la mujer que ha conocido en la capital francesa, la conversación deriva hacia un ámbito que se va cargando de sutiles reproches y malos entendidos. Digo incomprensible, porque Austin ha tenido otras aventuras en otros viajes y nunca le ha dicho nada a Bárbara. En un momento, el narrador nos muestra este diálogo entre los protagonistas:

“-Pero no creo que haya nada que yo pueda hacer a ese respecto. Ojalá lo hubiera. Lo siento de veras...
 -Entonces no eres mas que un gilipollas – dijo Bárbara, y volvió a asentir con la cabeza, llena de seguridad en sí misma y en ademán concluyente – Y también eres un mujeriego y un cabrón. Y ya no quiero seguir casada con ninguna de esas cosas ni un solo minuto más. Así que... – se tomó un último trago de ginebra y plantó el grueso vaso con fuerza sobre el pequeño posavasos húmedo -. Así que...- volvió a decir, como deleitándose en la seguridad de su propia voz -. Que te follen. Y adiós. (...)

  (...) La reacción de Bárbara había sido sin duda excesiva, pensó Austin. En primer lugar, no sabía nada de Josephine Belliard, puesto que no había nada que saber. No había hechos comprometedores. Bárbara barruntaba algo; e injustamente además.”


Después de cinco páginas de andadura errática, Martin Austin toma la sorprendente decisión a que me he referido antes.

“Barbará no era prueba suficiente de su fracaso, lo era ciertamente el juicio de la propia Bárbara:

- Eres un gilipollas – había sentenciado.


Y el había concluido que tenía razón. Era un gilipollas, y era también las demás cosas, y odiaba tener que admitirlo (...) Lo que no le gustaba no le gustaba, y lo que no podía hacer no podía hacerlo.

Lo que si podía hacer, sin embargo, era marcharse. Volver a París. Inmediatamente. Esa misma noche si fuera posible, antes de que Bárbara volviera a casa,...”

El final de este capítulo cuarto son los preparativos de este viaje. En el capítulo cinco ya vemos a Austin deambulando en Paris, que sabemos que no conoce y donde tiende a perderse. Paris, la ciudad de la luz canónica y turística, es para Austin el lugar de la confusión y el desasosiego, donde pone en práctica toda la torpeza de que es capaz. 

¿Que fuerza irreprimible e inaplazable lo impulsa a volver a ese París?  Puesto que, como nos dice el narrador, y no hay motivos para no creerle, no había hechos comprometedores ni nada que saber, por parte de Bárbara, de su relación con Josephine. ¿Hemos de entender que Josephine es solo una aventura más, un desahogo? Me cuesta mucho. París está muy lejos, demasiado lejos de Chicago para tomar semejante decisión, que ahora no esta avalada por motivos profesionales. Lo cual lo obliga a justificar su ausencia en el lugar de trabajo, que, a su vez, es muy importante para él. ¿Por qué no se queda en Chicago y se mete en otra aventura local, mientras espera a ver qué le contesta Bárbara, un vez a que haya leído la nota que le ha escrito en el envés de una hoja donde está escrita la lista de comestibles: 

“Oyó como sonaban los teléfonos de las demás habitaciones. La casa, de pronto, se había llenado de un caos insufrible. Debajo de ‘Querida B’, escribió deprisa, furiosamente: ‘Te llamaré. Con Amor M.’, y pegó la nota bajo el teléfono vociferante.”

No es fácil averiguar de donde le viene a Austin aquella fuerza, aquel impulso irrefrenable que lo lleva a poner rumbo a su vida “hacia ninguna parte”. Y a cuento de qué. Expulsado para siempre de su castillo de piedra, yo diría que le viene de la necesidad imperiosa y urgente de recuperar su pérdida irreparable. Pero no sabe edificar como si fuera piedra la arena. Por eso va dando tumbos. Yo creo que el narrador no ha querido demostrar nada, ni querer llegar a ningún sitio, sino mostrar sin aspavientos, casi sin despeinarse, el carácter caledoscópico, y como de otro mundo, de que está hecho eso que llamamos alma, y que, paradójicamente, nos hace humanos en éste. Una de cuyas caras, ciertamente no la mas conocida, es la que nos muestra mediante la historia de Martin Austin, expulsado de su castillo de piedra. Es decir, expulsado sin vuelta atrás del paraíso. ¡Hay alguien por ahí, que se atreva a "querer" a Martín Austin!