miércoles, 4 de mayo de 2016

LOS BUDDENBROOK, novela de Thomas Mann

La primera aproximación lectora a "Los Buddenbrook" tiene un "peligro" que lo imagino así: me interesa ese toma y daca de la familia Buddenbrook a lo largo de su tiempo, porque en verdad se encuentra muy lejos del mío. Es decir, me interesa porque no me afecta, podría llegar a pensar el lector que insistiera en su manera ingenua de leer. Sería como esas películas o novelas de terror que nos fascinan porque no alteran ni un ápice nuestra seguridad, que creemos es inmutable. O como cuando observamos esos trabajos duros que hacen los otros, que aunque nos hagan brotar públicamente la cuota mínima de solidaridad, en verdad de lo que nos alegramos, en silencio, es de no tener que hacerlos nosotros. 

Lo que ciertamente ocurre es que si nos interesa “Los Buddenbrook” es porque nos afecta. Y lo hace donde sólo lo puede hacer, en el centro de la conciencia o del espíritu, o del alma como me gusta llamarlo. Ese lugar difuso, al que solo se puede acceder con nuestra imaginación, donde tocan las campanadas del tiempo individual. El latido de nuestro tiempo verdadero. Siempre que no sea así, nos abraza ese sentimiento tan temido que es el aburrimiento, y su correlato de lector indiscriminado. No confundir con la irritación por no saber explicar lo que nos está pasando allí dentro. Por no tener el lenguaje apropiado para saber decir a los otros lo que sentimos. Podría ser el caso de la lectura de “La Montaña mágica" o el “Fausto” del mismo autor.

El misterio se repite. Nos llega algo escrito a principios del siglo XX, que representa las formas de vida de una familia de comerciantes del norte de Alemania a lo largo del siglo XIX. El misterio no es otra cosa que el lenguaje, su capacidad para colarse hasta nuestros adentros y afectarnos de lleno. Estara de acuerdo conmigo que si Mann hubiera utilizado la manera de hablar de esa época para contar las mismas andanzas y tropelías, la historia sería indigesta para cualquier lector actual desde la primera línea. Si nos afecta, por tanto, no tenemos escapatoria: las peripecias de los Buddenbrook son también las nuestras. Con cofia y tapada hasta el cuello, o con minifalda y un escote de vértigo, Tony Buddenbrook, por ejemplo, es una mujer de nuestro tiempo. Lea con atención el capítulo diez de la sexta parte. Y experimente el movimiento de la siguiente pregunta, ¿es ella quien nos interpela mientras viene hacia nosotros, o somos nosotros quienes vamos hacia ella a hacer no sé qué a su lado? O lo que nos dice el banquero Stephan Kistenmaker en el capítulo tres de la quinta parte, que lo traigo a colación no porque sea un banquero, sino por lo que nos concierne como seres humanos complejos e imprevisibles, ya que no solo nos debemos identificar con las palabras guays de los personajes guays:
- "¡Un hombre de negocios no debe ser un burócrata! (...) Necesitaba tener una personalidad, y en este aspecto me encuentro a gusto. No creo que pueda aspirarse a tener grandes éxitos, metidos en un rincón de la oficina, por lo menos yo no puedo comprenderlo. El triunfo no ha de esperarse en el pupitre. Yo siento una constante necesidad de dirigir las cosas personalmente, con la mirada, con el gesto y con la palabra. De gobernarlas con la influencia inmediata de mi voluntad, de mi talento o de mi fortuna".

O esa escena eminente, en el capítulo seis de la séptima parte, en el que Thomas Buddenbrook, en la cima de su gloria después de haber sido elegido senador, le confiesa a su hermana Tony:
"...¿Qué es el éxito? Una fuerza, una prudencia y una amplitud enigmática, indefinible; la conciencia de imprimir un impulso al movimiento de la vida con la propia personalidad; la fe en la docilidad de la vida a nuestro mandato. La felicidad y el éxito existen en nosotros y debemos sujetarlos fuertemente con tesón. En cuanto aquí dentro empieza a aflojarse algo, a soltarse, a fatigarse, ya todo a nuestro alrededor se resiste, se rebela, se substrae a nuestra influencia. Y entonces se marcha fracaso tras fracaso, y el hombre está vencido".

Experimentemos la lectura como nuestra imaginación nos de a entender, pero no nos demos el atracón. La novela es formalmente de fácil lectura, pero hay que asimilar la complejidad de lo que nos cuenta con lo que nos dice. Escribamos sobre lo que vamos asimilando, y sobre lo que nos cuesta hacerlo. Sería engañoso que nos disfrazáramos de comerciantes decimonónicos alemanes, haciendo creer, al hablar a los otros lectores, que hemos transmigrado a esa época. Es decir, que la lectura de la novela nos ha colocado literalmente en la Alemania de comerciantes hanseáticos del siglo XIX. Y que desde nuestro ahora, somos capaces de entender todo lo que les ocurrió a esa gente en su entonces. Convendría recordar que somos humanos, pero no divinos. Aunque la tentaciones no descansan nunca.

El talento de Mann, a través del lenguaje que ha empleado, lo único que ha hecho es acercar el relieve y el latido de aquel tiempo para que aparezca a la luz de las preguntas del tiempo en que cada lector lo lea. Y esas preguntas no son otras que las que cada uno se hace ante la manera de convivir a diario con su presente.