martes, 10 de mayo de 2016

EL MIEDO A LA VULGARIDAD

El reto mas interesante de la lectura de Los Buddenbrook es comprobar como va evolucionando la relación que ha de mantener el lector con quien le cuenta la historia, el narrador. De hecho este es el único reto ante cualquier lectura. Lo que tiene de particular cada una de ellas es cómo se presenta el narrador, y como lo recibe y se relaciona con él el lector. Ante este dilema el lector tiene dos opciones. Una, mantiene su postura inicial de observador distante, tratando al narrador y a lo que cuenta como objetos de laboratorio. En donde hechos los análisis correspondientes según los modelos que imperen, emite, si se lo piden, su diagnóstico. Un diagnóstico hecho bajo los auspicios del lema, que lleva más o menos en secreto, pero al que adora: “En este laboratorio Yo me he hecho a mi mismo y no le debo nada a nadie, y menos a este narrador de Los Buddenbrook que me exige que me ponga a su servicio”. Desde este punto de vista la historia de los Buddenbrook la recibimos y nos relacionamos con ella como cualquiera de las otras historias con que nos topamos diariamente. Siendo así, por tanto, que lo que nunca va a tolerar este “self made man”, mito sagrado que da cobijo al mundo grandilocuente en el que vivimos y hablamos, es que nadie le diga lo que tiene que leer y como tiene que leerlo. No va a tolerar, para decirlo de forma más directa, que ningún narrador – y no olvidemos que todos lo somos de lo que decimos - le confirme el destino vulgar de su existencia. 

Es aquí a donde quería llegar, dando entrada así a la segunda opción que antes he aludido, ya que pienso que ésta es la única misión de todo verdadero narrador, y donde se encuentra la principal dificultad de nuestra relación con él. La dificultad propia que padece todo lector snob, que, como Tony Buddenbrook (en representación cabal de toda su familia) tiene un miedo profundo a la vulgaridad. ¿Entre sus secretos, por cierto, cabe la posibilidad de que Tony haya conocido a Emma Bobary? ¿Qué hubiera ocurrido si en lugar de irse a vivir a Munich, se hubiera casado con un francés teniendo que ir a vivir a París? ¿Leen bien la realidad todas estas "almas delicadas"? ¿O la sienten, como todas las "almas delicadas", igual que si tuvieran delante una inmensa grosería? Es casi imposible entender hasta donde ha llegado el mundo que habita la comunidad delicada de lectores actuales, heredera directa de la que representan aquellas mujeres y sus hombres, sin tener presente ese pavor a lo vulgar. Y ese miedo, o su reacción, que no es otra que la indiferencia, se acrecienta cuando al final de la experiencia lectora el lector no sabe quien le ha contado la historia. Quiero decir, esa historia, y no otra. Diferente sería si fuera, por ejemplo, Elisabet, la pequeña de la saga, la narradora de lo que leemos. Uff, que alivio. El lector snob volcaría toda su responsabilidad en ella. No poder identificar a quien te cuenta una historia tan larga, que además se presenta tratándote de tú a tú, mirándote a la cara, debería hacer quebrar la más sólida de las vanidades. ¿Por qué cuesta tanto reconocer que ante gigantes en el uso y manejo de la palabra, como es el narrador de Los Buddenbrook y lo son la mayoría de los narradores que nos visitan, los lectores aparecemos como unos vulgares enanos? ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar, que ese desnivel lingüístico y, por tanto, de perspectiva, es la medida del esfuerzo lector que tenemos que hacer si queremos aprender algo, tratando de ponernos a su altura? Aunque al tiempo que me hago estas preguntas reconozco, que el mito del “self man men” goza todavía, entre la mayoría de los lectores delicados actuales, de una muy mala salud de hierro. 

Lo que pueda aparecer en el alma de cada persona, si acepta las reglas que le impone el narrador de los Buddenbrook, debe tratarlo en su campo de acción como lector. Depende exclusivamente de él, la forma y el momento en que lo quiera comunicar a los otros lectores. Y si lo quiere hacer. No hay que olvidar, sin embargo, que si bien es verdad que trata con un "fantasma", también el narrador debe tener la misma sensación. Éste va diciendo lo que quiere decir y ocultando lo que le interesa, pero ¿qué dice el lector mientras tanto, el otro "fantasma" en liza sobre el escenario? No hay nadie mas misterioso, menos visible, en fin, mas “fantasma”, que un ciudadano con un libro entre las manos. Visión contraria a la visión literalista y transparente, trasnochadamente romántica, del lector snob, con la que normalmente se presenta en público a hablar de su trato con el narrador. Lector snob, y prodigiosamente ingenuo, ya que se cree a ciegas lo del trato de tú a tú.