Para desarrollar las cualidades propias del arte de la lectura, previamente hay que adquirir la disposición de ánimo que a aquellas mejor les conviene. En primer lugar, y sin demora, lo vuelvo a repetir una vez más: humildad, mucha humildad. Sobrevivir en la lucha por la vida (al ataque o a la defensiva, con el uniforme de guerrero o de pacifista, pretendiéndolo o sin darnos cuenta) nos va haciendo orgullosos, en el mejor de los casos simpática y dulcemente orgullosos. Y es que hay que tirar "pa lante". Sin embargo, para leer literariamente lo inaplazable es meter nuestro orgullo en el congelador, sin ningún temor a perder por ello nuestra honorable reputación como seres vivos.
No hay textos aburridos, lo que hay son lectores miedosos y sin un ápice de coraje (la cara oculta del orgullo). Temerosos y pusilánimes, me refiero, al tratar con las dificultades a que nos somete el lenguaje literario. No aludo a los miedos conocidos, que por eso mismo ya no son miedos, sino a los que sentimos que están ahí pero que no sabemos su forma y, por tanto, el ámbito y la intensidad de su amenaza. Estos son los verdaderos miedos. Esos que aparecen cuando a cierta edad todo se empieza volver retrospectiva, y cuesta tanto mirar de frente. Hasta tal extremo somos así, que cuando se nos pone delante una cima o un pozo sin fondo, que a todo hace, como “el final del desfile” es más que previsible que nos estimule sentimientos como aburrimiento, fastidio, desgana, malhumor, disgusto, empalago, aversión, cansancio, tedio, hastío, y, como no, ese otro sentimiento que tanto nos gusta resumir en una única locución tan castiza como inane, ya que lo mismo vale para un roto como para un descosido: ¡¡vaya coñazo!! Y si nos estimula esos sentimientos, claro está, no nos puede animar a relacionarnos, y a experimentar hasta donde, con estos otros, que son los propiamente literarios:
1. Las audacias estilísticas con las que el narrador consigue una espléndida sinceridad.
2. El ahondamiento en la complejidad y contradicción infinita de los hombres y las mujeres que protagonizan la historia, de sus hechos y sus objetos, que no son tan pasivos como creemos. Me refiero a la explicación o muestra comprensible de todo eso y de sus procesos, que nos pueden parecer menores cuando permanecen inexplicables e incomprensibles, cosa de locos o de gente rara y de otra época, no de humanos o de gente normal de hoy como nosotros, y que por eso pensamos que no acaba de concernirnos del todo. ¡Muy importante!, para justificar el tono y el ritmo del texto, su aliento. De otra manera, para justificar las inagotables mil páginas de la novela.
3. Los extensos diálogos entre los protagonistas que respiran bien y están logrados, y que son una expresión de la prosa narrativa que el genio del narrador utiliza.
4. En fin, un relato en el que el narrador no es que se desentienda del lector, sino que lo que espera de él es que sea humilde, fuerte y corajudo. Así, por este orden.
Leer “el final del desfile”, como cualquier práctica creativa, es una ocupación dispendiosamente inútil, si la comparamos con el buen número de tareas con las que ocupamos nuestro tiempo (el del reloj). No seré yo quien se ponga a discutir sobre esto. Un best seller, un buen best seller, nos puede arreglar el verano colmándonos de halagos y cucamonas. Pero “el final del desfile” no vale para esa efímera felicidad, sino para entender el mundo, para entendernos dentro de él. Y la sabiduría nadie ha dicho que se tenga que suspender en verano o en cualquiera otra estación del año. La sabiduría es una precipitación misteriosa que surge de la combinación entre los momentos de felicidad con los de enfrentamiento con nuestros miedos.
Sea, pues, lo que he dicho, pero ahí sigue a mi lado “el final del desfile”, que no se ha ido. Desafiante, abigarrado, atrayente en su imponente ambigüedad. Como antes aludía, a veces como una cima escarpada, a veces un pozo sin fondo. Cuando leo, a veces me falta el oxígeno y a veces la perspectiva. Supongo que como en el Everest o en Krubera-Voronya. El techo y lo mas hondo del mundo físico conocido. Pero en ningún caso nada que ver con las excursiones que hago por la Albera o por la Plana. Y, sin embargo, todas son actividades dentro de la naturaleza. Como en el caso de la lectura de “el final del desfile”, o de los best sellers, lo son dentro del lenguaje. Lo que cambia es la temperatura y la luz. Ahí radica la importancia de lo que la novela de Ford Madox Ford tiene dentro, y eso, es lo que voy descubriendo y sintiendo, creo que es demasiado importante para perdérmelo.
Sería incongruente, ya que hemos decidido leerlo, no aprender, lo primero, a adecuar el cuerpo y el alma a los males de altura y de oscuridad. E, igualmente, sería necio despreciar, ningunear, ridiculizar,... todo aquello que ignoramos, o en un principio está fuera de nuestro alcance, con el único argumento del desprecio, el ninguneo o el ridículo. Aprender es una aspiración muy loable, pero todos sabemos, excepto los que viven de la industria del optimismo antropológico, que para que sea efectiva y se obtenga de ella algún tipo de beneficio, hay que ligarla inexorablemente al esfuerzo permanente.
Aprender, leyendo “el final del desfile”, no significa añadir mas información o conocimientos a los que ya tenemos. Para eso están los libros de historia, economía, sociología, filosofía, etc., que los hay y muy interesantes, por cierto. Aprender, leyendo “el final del desfile”, significa descubrir y sentir las formas que adquieren todo eso que conocemos o de lo que estamos informados mediante esas disciplinas y por nuestra propia experiencia. No buscando halagos y cucamonas, que sin mesura acaban por adormecernos, sino lo que no sabemos pero que podemos llegar a saber gracias a que está así escrito. Buscando eso que nos mantenga siempre despiertos, ya que nada puede ser dado por acabado y definitivo.