sábado, 7 de mayo de 2016

LAS HORAS GRISES Y EL SENTIDO FAMILIAR PERDIDO

Continuó la lectura de "Los Buddenbrook" y me doy de bruces con esto: 
"A menudo, cuando llegaban las horas grises, Thomas Buddenbrook se preguntaba cuál era en realidad la razón que le impulsaba a sentirse todavía superior a cualquiera de sus probos y toscos conciudadanos, pequeños burgueses y, al fin y a la postre, contribuyentes como él mismo. La fuerza proyectora de su imaginación , el idealismo vivaz de su juventud, se resumía así: trabajar en el juego y jugar en el trabajo, y luchar animado de una ambición mitad grave, mitad burlona, por unos objetivos con un valor puramente alegórico. Para ello, para estas empresas de alegre escepticismo e ingeniosa insuficiencia, se requiere gran dosis de energía, humor y ecuanimidad, y el senador Buddenbrook se sentía ya extraordinariamente fatigado y abatido.
Había alcanzado todo cuanto pudiera alcanzar y sabía perfectamente que el apogeo de su vida - se preguntaba muchas veces si una vida tan mediocre podía tener apogeo - había llegado a su fin".

Mas adelante, en el capítulo dos de la misma décima parte, el narrador dice: 
"Decídase para su satisfacción que, si respecto a su propia persona podía sentirse aniquilado y perdido, en lo que se refería a su hijo y sucesor nada le impedía alimentar sueños vivificadores para el futuro, sueños de actividad, de trabajo práctico y espontáneo, de éxito, poder, riqueza y honor...Sí, en este punto, su vida fría y artificial sentía el renacer de cálidas y justificadas preocupaciones, temores y esperanzas".

En las anteriores páginas ya intuía que la verdadera luz alumbra bajo el foco de las horas grises, que siempre son las más numerosas. De lo que se deduce que a esta novela no la ilumina el suspense, sino el misterio de las vidas de sus protagonistas. Del suspense se espera siempre un desenlace, pero del misterio es ilusorio esperar algo que no sea más misterio. El suspense de la vida radica en la necesidad de quienes la vivimos, que nos empeñamos, sin preguntarnos por qué y a cuento de qué, en que nos sorprenda. La vida, fuera de la influencia de nuestras necesidades, que siempre son obstinadamente desmesuradas, jerárquicas y finalistas, no tiene sorpresas, siempre ofrece lo mismo. La vida solo pasa, y además es más grande que nosotros, no lo olvidemos. Y eso es igual para los que tienen mucho como para los que no tienen nada. Para Tony como para Ida. Para los ganadores como para los perdedores. De eso nos quiere advertir Mann. Inventándose ese gran maestro de ceremonias que es el narrador, para que nos muestre que formas adquieren sus advertencias, para que aprendamos: como pasa la vida, sin que podamos aprehenderla. Un narrador que es omnipresente, pero no omnisciente. Un narrador que sabe de lo que habla, pero no estuvo allí cuando sucedió. Un narrador que no informa, cuenta. Diría más, un narrador que - si no estuvo allí, no puede recordar - imagina y cuenta los hechos como los imagina. O como ya dije, lo que pasa es porque lo cuenta así. Me refiero a que viaja por el tiempo con un solo medio de transporte: la palabra. Haciendo digresiones y utilizando la elipsis. Sacando partido a las rimas interiores de los detalles de esos hechos que muestra. Construyendo variaciones a base de modular y estirar los instantes. Un narrador que así va sabiendo en compañía del lector, y que "se ríe" de lo que va descubriendo: como los acontecimientos de nuestras vidas solo sirven para enmascarar, y hacer soportable, su misterio impenetrable. ¿Hay mejor manera de llevarse, al fin y al cabo, con tan abismal descubrimiento?

Los lectores literalistas volverán a decir que para eso no hacen falta tantas páginas, pues eso ya lo sabían. Y tal y tal. Pero, ¿qué saben, realmente, estos lectores? Es igual, no es esa la pregunta con la que conviven. Su fe ciega radica en el suspense. No habrán tenido reparo en leerse las ochocientas paginas del último betseller veraniego. En el fondo son lectores que no conciben su vida, ni siquiera en los momentos solitarios y silenciosos de la lectura, sin un fin o una solución. Siempre, claro está, que ese fin o esa solución se adapten, como un guante lo hace a la mano, a sus intereses y ambiciones.

Este es el reto que nos propone Mann al leer su novela. ¿Qué pensamos de verdad de nuestra vida? ¿Qué pensamos bajo el palio de sus horas grises y la dependencia de un sentimiento de pertenencia "familiar", cuyo sentido puede estar orientado a favor o en contra y según las épocas de nuestra existencia, pero que es ineludible e inexorable? Una vida sin suspense, sólo llena de la inaprensible inteligibilidad de sus acontecimientos, ¿merece la pena ser vivida? Fijémonos en el rango de esos hechos en la novela - y mediante una maniobra de vidas paralelas, fijémonos en los de nuestra propia vida - que el narrador insiste machaconamente en mostrarnos. Todos tienen similar peso narrativo. Los funerales y las bodas, los cumpleaños y las otras fiestas. Cuando llueve y cuando nieva, cuando hace frío o calor. Las diferentes y reiteradas maneras de atusarse el bigote que tienen los caballeros protagonistas. Los fracasos matrimoniales de Tony Buddenbrook. Su obsesión por mantener en alto la imagen de la familia. El senador Thomas Buddenbrook, el comerciante Thomas Buddenbrook y el cabeza de familia Thomas Buddenbrook. La frialdad musical de Gerda. La flaccidez muscular de Hanno. Los tapices del “salón de los paisajes” de la vieja casa de la Mengstrasse. En fin. Que ser feliz y no serlo viene a ser lo mismo. Que morirse no es para tanto. Que el dolor y el duelo por un ser querido es semejante a la celebración por el éxito de un buen negocio. Que el verano es parecido al invierno. Que amar y odiar, al igual que casarse y divorciarse, se dejan acompañar por músicas de equivalentes tonalidades. La vida pasa. A donde nos conduzca el cómo pasa - nos recomienda el narrador, y si no hay otro remedio - es decir, la medida, la jerarquía y la finalidad que le queramos dar al ponernos, o no, al compás de sus pasos, lo veremos con más lucidez bajo el foco de nuestras horas grises y cuando el desamparo sea tal que no nos permita sentirnos en casa. Y tengamos que abandonarla entonces, aunque nada más sea por unas horas, para buscar ese sentido perdido, contra todo pronóstico y a pesar de nuestro malestar, fuera de sus muros. Lo veremos aupados por su mejor perspectiva, si nos dejamos guiar por el rigor que proporciona el uso de la ironía.

Al leer y escribir, ¿no es justamente eso lo que estamos haciendo? Salir de "la casa familiar sitiada". Por las palabras gastadas y las frases inútiles.